– ¿Por qué viven aquí? -preguntó Yngvar mientras bajaban.
– ¿Cómo?
– ¿Por qué no viven en la residencia episcopal? Hasta donde sé, el obispado de Bjørgvin tiene una residencia especialmente diseñada en Landåslien.
– Ésta es la casa natal de mi padre. Quisieron vivir aquí cuando regresamos a Bergen. Cuando mi madre fue nombrada obispo, él insistió en que se mudaran aquí. Fue una condición, creo, para que él aceptase. El que mi madre fuese obispo, quiero decir.
Estaban abajo, en el pasillo largo al lado de la sala.
– Pero ¿eso no está regulado por ley? -preguntó Yngvar-. Hasta donde yo sé, uno tiene el deber de…
– Escuche -interrumpió Lukas llevándose un pulgar a un ojo mientras apretaba el otro con el índice-. Hubo mucho barullo para que fuese como es, pero yo realmente no lo sé. Estoy tremendamente cansado. ¿Puede preguntarle a otra persona, por favor?
– Ningún problema -dijo Yngvar, rápidamente-. Le dejaré descansar. Sólo necesito echar un vistazo a ese cuarto ahí.
Señaló el pequeño dormitorio que había encontrado por error un par de días atrás.
– Feel free -murmuró Lukas, e indicó la puerta con la mano extendida.
En cuanto entró en la habitación, Yngvar se percató de que Lukas no se había interpuesto en el camino. Por el contrario, el hijo de la obispo había regresado a la sala y lo había dejado solo. Miró rápido a su alrededor.
Habían corrido las cortinas, y ya no se olía el empalagoso olor del sueño. El cuarto estaba más frío de lo que recordaba, y las ropas que antes reposaban sobre la silla ya no estaban allí.
El resto parecía estar tal como lo había visto.
Se inclinó para leer los títulos en los lomos de la pequeña pila de libros en la mesita de noche. Una gruesa biografía del héroe de la iglesia Christian Hauge, una novela policial de Unni Lindell y un ejemplar viejo y gastado, encuadernado en cuero, de Markens grøde.
Se quedó muy quieto. Todos sus sentidos estaban alerta. Ella había vivido sus noches en esta habitación, de eso estaba seguro. Abrió con cuidado las puertas del ropero. Faldas y vestidos colgaban junto a blusas y camisas planchadas en una de las mitades; la otra estaba dividida con estantes. Un estante para bragas, otro para medias. Uno para pantalones, otro para cinturones y bolsos de fiesta. Un estante inferior para todo lo que no cabía en los otros.
«Uno no guarda sus ropas de uso diario en un cuarto para huéspedes», pensó, y cerró el armario sin hacer ruido. Le sobrevino una sensación de rechazo, tal como solía sucederle cuando se adentraba en las vidas de otras personas por efecto de una tragedia.
– ¿Termina ya? -escuchó que gritaba Lukas.
– Sí, enseguida -dijo, y dejó que sus ojos recorrieran por última vez la habitación antes de abandonarla y salir al pasillo-. Gracias.
En la puerta de entrada se volvió y alargó la mano para saludar.
– Me pregunto cuándo cesará -dijo Lukas sin tomarla-. Este dolor.
– No se acabará nunca -dijo Yngvar, al tiempo que dejaba caer la mano-. Nunca del todo.
Lukas Lysgaard dejó escapar un sollozo.
– Yo perdí a mi primera esposa y a una hija ya mayor -dijo Yngvar despacio-, hace ya más de diez años. Un lamentable y ridículo accidente que sucedió en nuestra casa. Creía que era imposible sentir tanto dolor.
El rostro de Lukas cambió. La defensiva expresión de hostilidad desapareció y se llevó la mano a la nuca en un gesto confundido.
– Lo siento -susurró-. Excúseme. Perder a una hija… Disculpe. Y yo aquí…
– No tiene nada por qué disculparse -dijo Yngvar-. La pena no es relativa. La suya es lo suficientemente grande por sí misma. Y con el tiempo aprenderá a vivir con ella. Escampará, Lukas. La vida tiene la bendita tendencia de curarse a sí misma.
– Ella era sólo mi madre. Usted perdió…
– Aún, a veces, me despierto en medio de la noche creyendo que Elisabeth y Trine todavía están ahí. Pasa un segundo, quizá dos, antes de que comprenda dónde estoy. Y el dolor que siento entonces es igual al del día en que murieron. Dura mucho menos, claro. Media hora después puedo estar durmiendo mi mejor y más tranquilo sueño.
Sonrió débilmente.
– Ahora debo irme.
El frío lo golpeó cuando salió a los escalones de piedra. La lluvia caía de lado. Se levantó el cuello mientras caminaba hacia el portón del jardín sin mirar atrás.
Lo único que lograba pensar era que una de las fotografías sobre el estante del supuesto cuarto de huéspedes había desaparecido. El día de Navidad había allí cuatro retratos. Ahora había sólo tres: uno de Lukas de cuando era niño, sobre las rodillas de Erik; otro de toda la familia en un bote; el último era la foto de Erik Lysgaard muy joven y serio, con gorra de estudiante. La borla le caía sobre el hombro. La gorra estaba correctamente ladeada.
Cuando Yngvar abrió el portón reaccionando con una mueca ante el ruido chirriante de las bisagras, se preguntó si no habría sido un error de cálculo no preguntarle a Lukas qué había sucedido con el otro retrato.
Por otro lado, era bastante posible que no hubiese obtenido respuesta alguna.
En todo caso, no una creíble.
Que alguien pudiese creer en este tipo de historias era incomprensible.
Inger Johanne estaba sentada con el ordenador portátil en las rodillas y navegaba sin objeto por la Red. Había visitado el New York Times y el Washington Post, pero le costaba concentrarse. En todo caso, halló entretenimiento en la pagina del National Enquirer.
Ragnhild dormía profundamente, e Isak estaba en la tarea de acostar a Kristiane. Sin que le agradase del todo, empezó a desear que él se quedara. Para desprenderse de esa idea, revisó su correo. Tres mensajes nuevos aparecieron en la bandeja de entrada. Un par de absurdas ofertas, una de un producto para adelgazar desarrollado a partir de krill y uñas de oso. Además, el mensaje de un remitente que tuvo que buscar un momento en su memoria para reconocer.
Karen Ann Winslow.
Inger Johanne recordaba a Karen Ann Winslow. Habían estudiado juntas en Boston, dos matrimonios y una eternidad atrás. Era cuando Inger Johanne todavía creía que sería psicóloga, cuando no imaginaba que pronto iba a dejar de lado, al menos temporalmente, esa formación para seguir un curso con el FBI que casi le costaría la vida.
Abrió el mensaje, que provenía de una dirección privada y que no hacía alusión al lugar donde Karen trabajaba.
¡Querida Inger! ¿Me recuerdas? ¡Ha pasado tanto tiempo! Lo pasamos realmente bien en el colegio, y de vez en cuando he pensado en ti. ¿Cómo estás? ¿Casada? ¿Tienes hijos? Estoy impaciente por saberlo.
Busqué tu nombre en Google y encontré esta dirección, espero que sea la correcta.
Me han invitado a una boda en Noruega, el 10 de enero. Una buena amiga se casa con un cardiólogo de allí. La ceremonia tendrá lugar en un pueblecito llamado Lillesand, cerca de Oslo. ¿Vives allí todavía?
Inger Johanne pensó que la idea que Karen tenía de «cerca» se toparía brutalmente con la realidad en cuanto viese la sinuosa y peligrosa carretera E-18 que conducía a Sørlandet.
Tendré que viajar sin mi marido y sin ninguno de mis hijos (¡dos niñas y un niño, preciosos!), que estarán ocupados con otras actividades familiares. Llegaré a Oslo tres días antes de la boda, y me encantaría encontrarme contigo. ¿Será posible? Tenemos tanto que recuperar. Por favor hazme saber algo cuanto antes. Voy a estar en el Gran Hotel, en el centro de Oslo. Mil besos,