De inmediato todo fue distinto. El corazón volvió a ser el que era. La presión sobre el pecho disminuyó. Marcus Koll enderezó la espalda y ajustó la vista. Fue como si su pecho se irguiera, la lengua se achicase, la humedad regresase a la boca. Los pensamientos se ordenaron nuevamente, siguiéndose uno al otro en una cronología lógica. Calculó rápidamente cuánto tiempo le llevaría salir de la oficina, bajar las escaleras y acercarse hasta al muelle. Antes de que terminase el cálculo, vio gente que llegaba corriendo. Cinco o seis hombres, entre ellos un guarda de Securitas, gritaban tan fuerte que los podía oír desde donde estaba, cinco pisos arriba y tras el blindaje de tres vidrios. El hombre de uniforme parecía presto a descender al agua desde el muelle.
Marcus Koll se volvió, se alejó y decidió irse a casa.
De repente, fue consciente de lo cansado que estaba.
Si se daba prisa, quizá lograría atrapar tres horas de sueño antes de que su hijo se despertase. Al fin y al cabo era domingo, y pronto sería Navidad. Seguramente todavía quedaba algo de la nieve de ayer en las alturas que rodeaban la ciudad. Podían usar el trineo. Esquiar, quizá, si se internaban lo suficiente en el bosque.
Lo último que hizo Marcus Koll antes de irse fue abrir la cajita con pastillas blancas y ovaladas que guardaba en el cajón superior. Probablemente ya estaban caducadas. Hacía tanto tiempo ya… Dejó que una rodase en su palma. Un momento más tarde la devolvió a su lugar, cerró la tapa, dejó la caja donde estaba y echó la llave al escritorio.
Había pasado, por esta vez.
Las sirenas ya se acercaban.
– ¿Viene la poli? ¿Son ellos? ¿Alguien ha llamado para que venga una ambulancia? ¡Ésa es la sirena de la policía, ostras! ¡Llamad a la ambulancia! ¡Ayudadme!
El guarda de Securitas colgaba del borde del muelle con un brazo. Una pierna reposaba sobre un pilote resbaladizo, a sólo medio metro del agua. La otra se balanceaba de un lado a otro en un esfuerzo desesperado por mantener en equilibrio el cuerpo pesado y bien entrenado.
– ¡Agárrame! ¡Coge la chaqueta!
Un muchacho se recostó boca abajo sobre la nieve mojada y agarró con ambas manos el brazo del guarda. Los ojos le brillaban. Le faltaban dos meses para cumplir dieciocho años, pero un bienaventurado esbozo de barba oscura le había permitido ir de local en local durante toda la noche sin que nadie le preguntara nada. No tenía dinero y se dedicó sobre todo a consumir los restos de cerveza que podía robar. Ahora se sentía absolutamente sobrio.
– No es ese de allí -jadeó, y aseguró la presa-. El que se cayó está más lejos.
– ¿Qué?¿Eh?
El hombre de Securitas miró al cuerpo que estaba tratando desesperadamente de sacar del agua. Lo tenía bien aferrado del cuello de la cazadora; sin embargo, el tipo colgaba sin vida en el agua y pesaba como plomo, con la capucha puesta y ajustada.
– ¡Socorro! -gritó alguien entonces desde el agua oscura, más hacia fuera-. ¡Ayúdenme! Yo…
Los gritos se ahogaron.
El muchacho de la barba incipiente soltó al guarda.
– Sostente solo -gritó-. Yo voy a por el otro.
Se puso de pie, se quitó los zapatos y la cazadora, y se zambulló en el agua sombría. Cuando salió de nuevo a la superficie, lo hizo en el área donde había visto al borracho que agitaba los brazos.
– ¿Son dos? ¿Saltaron dos? ¿Los has visto? ¿Los habéis visto?
El guarda colgaba todavía del muelle y bramaba. Con la otra mano aferraba algo que definitivamente era un cuerpo; una cabeza tumbada hacia atrás, dos brazos y una camiseta oscura. Era simplemente tan pesado, tan malditamente pesado. Le dolía el brazo y no sentía los dedos.
No lo soltó.
El joven que se acababa de zambullir, lanzaba bocanadas, buscando aire. El choque de frío inicial, adormecedor, había dado lugar a un dolor punzante tan violento que los pulmones amenazaban con dimitir de su propósito. El muchacho golpeaba el agua con tal frenesí que la mitad de su torso emergía del agua. Debajo de sí veía sólo la profundidad oscura e incolora.
– ¡Ahí! -gritó sin aliento un policía desde el borde del muelle-. ¡Justo detrás de ti!
El muchacho se volvió. Más por reflejo que porque hubiese visto algo, extendió la mano. Cerró los dedos en torno de algo y tiró. El hombre rompió la superficie con un bramido, como si hubiese empezado a gritar mientras estaba debajo del agua. Su salvador lo tenía sólidamente agarrado de los cabellos. El borracho trataba de soltarse y a la vez se esforzaba por trepar sobre el joven. Ambos desaparecieron. Cuando emergieron algunos segundos más tarde, el hombre mayor estaba boca arriba, con los brazos y las piernas en la superficie. Gritaba de dolor mientras su bienhechor no le soltaba los cabellos, sino que lo aferraba mejor mientras aseguraba una cuerda dando cuatro vueltas sobre el otro brazo, sin preguntarse de dónde había salido la soga.
– ¿Lo tienes? -gritó el policía desde allá arriba-. ¿Estáis bien sujetos?
El muchacho trató de contestar, pero la boca se le llenó de agua. Hizo una señal con la mano atada.
– ¡Venga! -jadeó, casi sin que lo pudiesen oír, y tragó más agua-. ¡Venga…!
Nunca se imaginó que el frío pudiese ser tan intenso. El agua se le colaba a través de cada poro. Clavos congelados le pinchaban por todos lados. Sentía como si alguien tratase de embutirle las sienes en el cerebro y creía tener el pecho helado. Ya no sentía las manos, y en un momento de angustia lacerante creyó que los testículos le habían desaparecido. Le quemaba la entrepierna, un calor ardiente y paradójico se extendía desde las ingles hacia los muslos.
Los movimientos eran más lentos. Sentía los ojos muertos. Alguien los debía haber apagado. Todo era mojado, frío y oscuro. No podía haber transcurrido más de un minuto desde que se arrojó al agua. Se le ocurrió que esto podía ser lo último que experimentase: perder los huevos en el fondo del mar de diciembre por causa de un borracho idiota en Aker Brygge.
Lo subieron enseguida.
Estaba acostado en el suelo sobre una manta hecha con algo que parecía lámina de aluminio y alguien trataba de quitarle la ropa.
Se aferró a los pantalones.
– Tranquilo -dijo un policía; debía de ser el mismo que le había arrojado la cuerda-. Debemos quitarte la ropa mojada. Enseguida llegará personal de auxilios para ayudarte.
– Mis huevos -lloriqueó el muchacho-. Los dedos, están…
Giró la cabeza. Dos policías, llenos de energía, depositaban a una persona en el suelo unos metros más allá. El cuerpo que cargaban derramaba agua y no se movía. No habían terminado de colocarlo allí cuando el conductor de una ambulancia llegó corriendo con una camilla con ruedas. El policía más viejo lo alejó con un gesto cuando intentó ayudar a mover de lugar el cadáver.
– Está muerto. Ocúpate de los vivos.
– Fuck! -se quejó el muchacho mientras trataba de ponerse de pie-. ¿Está muerto? ¿No llegó?
– Ése no es el que tú has salvado -dijo el policía con calma, mientras trataba de desnudarlo-. De todos modos hubiera sido demasiado tarde. Tu hombre está allí. Es ese que ha vuelto a ponerse la gorra.
Sonrió y sacudió la cabeza. Se movía rápido; el temerario muchacho entendió por fin que sus órganos sexuales seguían en su lugar. Con indolencia, dejó que le quitaran la ropa. Tres policías acordonaron el área con cinta rojiblanca y después uno de ellos echó una especie de lona sobre el cuerpo que yacía en la camilla.
– T-t-t-tú ahí -dijo el hombre de la gorra, acercándose-. ¿P-p-pen-sabas a-a-a-arrancarme el cuero de la cabeza o q-q-qué?