– No -contestó Yngvar-. De hecho murió bastante joven. Celebramos la Navidad porque es entonces cuando nació.
– Deberíamos tener globos. No es un cumpleaños si no hay globos. ¿Crees que al niño Jesús le gustaban los globos?
– En aquellos tiempos no había cosas como ésa. Y ahora debes dormir, cariño. ¡Ya es casi la una! De hecho, ya es Navidad.
– Récord personal -festejó Ragnhild-. ¿Es más tarde que las once?
Yngvar asintió con la cabeza y arropó a la niña por cuarta vez en dos horas.
– Ahora hay que dormir.
– ¿Por qué la una es más tarde que las once, si uno es un número pequeño y once uno tan grande? ¿Puedo estar despierta hasta tan tarde la noche de Año Nuevo?
– Ya veremos. ¡Ahora tienes que dormir!
La besó en la nariz y se dirigió hacia la puerta.
– Ah, papá…
– Debes dormir. Papá se va a enfadar si no te acuestas ahora. ¿Entiendes?
Pulsó el interruptor y la habitación quedó envuelta en el resplandor rojo de la guirnalda con corazoncitos luminosos que enmarcaba la única ventana.
– Pero, papá, una cosa, sólo…
– ¿Qué?
– En realidad es un poco tonto que le regalaran a Kristiane un microscopio. Sólo lo va a romper.
– Puede ser. Pero es lo que ella quería.
– ¿Por qué no me regalaron a mí un micro…?
– ¡Ragnhild! ¡Ahora sí que me voy a enfadar! Si no te acuestas en este preciso…
El ruido de la colcha, que se arrugaba, lo interrumpió.
– Buenas noches, papá. Te quiero.
Yngvar sonrió y tiró de la puerta hacia sí.
– Yo también te quiero. Nos vemos mañana.
Salió. Kristiane se había dormido hacía rato, pero podía despertarse sólo con que una pluma cayese al suelo. Cuando pasó delante de su puerta, contuvo la respiración. Entonces se sobresaltó.
¿El teléfono? ¿A la una de la mañana, en Nochebuena?
En dos zancadas llegó a la puerta de la sala para acallar el barullo lo antes posible. Por suerte, Inger Johanne llegó antes que él. Hablaba despacio, al lado del árbol de Navidad, que estaba en un estado lamentable después de que Jack, el chucho marrón claro de Kristiane, enloqueciese y lo tumbara, para convertirlo en un caos de lucecitas eléctricas y palos de Jacob. Su suegra había colocado un hueso envuelto debajo de los regalos, por lo que no se podía culpar del todo al animal.
– Aquí viene -oyó que decía Inger Johanne antes de entregarle el teléfono.
Tenía la expresión resignada que siempre le hacía sentir un vacío en el diafragma. Hizo un gesto con la mano a modo de disculpa antes de coger el auricular.
– Aquí Stubø.
Inger Johanne caminaba por la sala. Recogió un juguete aquí, un libro allá, y los colocó en lugares en donde tampoco debían estar. Movió una maceta y ensució el mantel con tierra. Fue hasta la cocina, sin ganas de vaciar el lavavajillas para poner en él el resto de la pila de platos sucios. Estaba agotada y decidió servirse el último resto de la botella de vino, ya casi vacía, que había recibido como regalo de su hermana. Según su madre costaba más de tres mil coronas, lo que era tan parecido a dar margaritas a los cerdos que Inger Johanne terminó de llenar la copa con un vino italiano barato del cartón que había sobre la mesa.
– Vale -oyó que decía Yngvar-. Hablamos mañana. Pásame a buscar a las seis.
Cortó la comunicación.
– A las seis -resopló Inger Johanne-. ¿Cuándo podremos permitirnos dormir un poco?
Suspiró profundamente y se sentó en el sofá.
– Ha sido una noche divertida -dijo Yngvar dejándose caer al lado de ella-. Tu padre estuvo como de costumbre agradable y enervante. Tu madre…, tu madre…
– Estuvo fatal conmigo, buena con Ragnhild, hábil con Kristiane y despectiva contigo. Y sutilmente destructiva con Ysak, porque no apareció. Como siempre. ¿Quién ha muerto?
– ¿Qué?
– Tu trabajo.
Inger Johanne indicó con la cabeza el teléfono sobre la mesa de la sala.
– ¡Oh! Es algo sorprendente.
– Cuando te llaman del trabajo en Nochebuena, entiendo que ha de ser sorprendente. ¿De qué se trata?
Yngvar tomó la copa de ella y se la llevó a los labios con un impulso tal que cuando la bajó tenía el bigote rojo. Entonces se rehízo, echó una mirada al reloj y corrió hacia la cocina. Inger Johanne pudo oír que escupía en el fregadero.
– Es posible que mañana necesite estar en condiciones de conducir -dijo al regresar, secándose los labios con el brazo-. En todo caso, debería poder pensar con claridad.
– Tú siempre piensas con claridad.
Sonrió y se sentó con pesadez al lado de su mujer. La mesa estaba todavía cubierta de papel de regalo, vasos, tazas de café y botellas. Con un cuidado que nadie hubiese sospechado en un hombre de ese tamaño, recogió los pies y cruzó las piernas.
– Eva Karin Lysgaard -dijo, y bebió un sorbo de una botella de Farris que había cogido de la cocina-. Está muerta.
– ¿Eva Karin Lysgaard? ¿La obispo? ¿La obispo Lysgaard?
Él asintió con la cabeza.
– ¿Cómo? Quiero decir, si te llaman, ha de tratarse de un crimen. ¿La mataron? ¿Han matado a la obispo Lysgaard? ¿Cómo? ¿Y cuándo?
Yngvar bebió un poco más y se restregó la cara como si eso lo fuese a poner más sobrio.
– Sé muy poco. Todo debe de haber pasado hace solamente… -Echó una mirada rápida al reloj-. Hace poco más de dos horas. La mataron de una cuchillada, es todo lo que sé. Bueno, tampoco sé si la mataron con un cuchillo, pero por ahora parece que la causa de la muerte fue una cuchillada profunda cerca del corazón. Además, sucedió en la calle. Fuera. No sé mucho más. Normalmente la Policía de Hordaland no nos pediría apoyo táctico en un caso como éste, por lo menos no tan de inmediato. Pero esto va a… Bueno. De todas maneras, Sigmund Berli y yo iremos allí mañana por la mañana.
Inger Johanne se enderezó y dejó la copa. Un instante después la alejó con resolución, empujándola hacia el centro de la mesa.
– Joder. -Eso fue lo único que atinó a decir.
Se quedaron sentados en silencio. Inger Johanne sintió un golpe de frío y se le puso la piel de gallina. Eva Karin Lysgaard. La destacada y gentil obispo de Bjørgvin. Asesinada. En Nochebuena. Inger Johanne trató de completar una sucesión de pensamientos, pero el cerebro parecía vacío.
El sábado pasado, el mismo día en que celebraran esa condenada boda, el Magasinet publicó una semblanza a cuatro páginas sobre la obispo Lysgaard. Inger Johanne no tuvo tiempo de leer los periódicos ese día, pero cuando vio el titular de portada compró el Dagbladet para guardar el artículo y poder mirarlo después. Nunca llegó a leerlo.
De pronto se estiró sobre el brazo del sofá y buscó en la cesta de los periódicos.
– Aquí -dijo, y puso el Magasinet sobre las rodillas-. «Obispo sin látigo.»
Yngvar la rodeó con el brazo. Al mismo tiempo se inclinó sobre la revista. La imagen era el retrato de una mujer madura. Los ojos tenían forma de almendras inclinadas. Hacían que pareciese triste, aun cuando sonreía. Los iris eran de un marrón oscuro, casi negros, y tenía grandes cejas oscuras y pestañas que parecían anormalmente largas, a pesar de las arrugas que rodeaban los ojos.
– Una mujer bastante buena moza -murmuró Yngvar con ganas de leer el artículo.
– No bien parecida, precisamente. Especial. Singular. Parece realmente tan amable como era en… vida.
Inger Johanne miraba y miraba. Yngvar lanzó un bostezo largo.
– Perdóname -se disculpó, y sacudió la cabeza-. He de dormir mientras pueda. Deberíamos ordenar esto antes de acostarnos, ¿no?, si no tendrás que hacerlo todo tú mañana por la mañana, y eso…
– En la calle -dijo Inger Johanne-. ¿Has dicho que la mataron en la calle? ¿En Nochebuena?