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– Sí. Como por milagro, una patrulla de la Policía la encontró. Una de las pocas que circulaba esta noche. Estaba ahí, en plena calle. En realidad, tenemos una gran ventaja. Por una vez parece que la prensa no se ha enterado del asesinato antes de que transcurriesen dos minutos. Mañana tampoco saldrán los periódicos.

– Las páginas de noticias de Internet no son malas -murmuró Inger Johanne, con la mirada todavía clavada en el retrato de la obispo de Bjørgvin-. Son peores, de hecho. Además está la radio. En un caso como éste no importa que, en principio, todos estén de vacaciones. Pero ¿por qué debes ir? ¿No es la Policía de Bergen absolutamente competente para manejar un caso así?

Yngvar sonrió.

Kripos ya no era realmente lo que había sido una vez. De ser una especie de grupo de élite formado hacía ya casi cincuenta años por investigadores que se agruparon bajo el popular nombre de Comisión de Homicidios, el Departamento Policial de Homicidios había evolucionado hasta ser una gran organización con máximas competencias en las áreas de investigación táctica y, en especial, técnica. La organización recibía cada vez más tareas y también trabajos de mayor envergadura, tanto en el país como en el exterior. Para el público, y hasta el fin del milenio, era más visible como un órgano de apoyo para la Policía común en casos importantes. En especial en homicidios. Pero así como los tiempos cambian, también lo hace la criminalidad. En 2005, Kripos fue en realidad desmantelado, para renacer como la Unidad Nacional para la Lucha contra el Crimen Organizado y Otros Crímenes Importantes (Kripos). La abreviatura noruega correspondiente hubiese sido DNEFBAOOAAKK. Las protestas en contra del nuevo nombre fueron violentas e hicieron algo más que sugerir que sonaba como la desagradable onomatopeya de un vómito. Ganaron los empleados, y Kripos pudo alegrarse de llegar a su quincuagésimo aniversario en febrero de 2009 ostentando su antigua y eufónica denominación.

Sin embargo, las tareas fueron y eran distintas, de acuerdo con el nombre descartado.

Las unidades de Policía se hicieron más grandes, más poderosas y mucho más competentes. La gran paradoja en la lucha contra el crimen era que cuanto mayor y más profesional era el crimen, mayor y más efectiva era la Policía. Gradualmente, a medida que llegaban más y más casos de homicidio a las pequeñas comisarias, éstas se hicieron más competentes. Se las arreglaban solas. Por lo menos en lo relativo a la parte táctica de las investigaciones.

Yngvar acercó los labios al oído de Inger Johanne.

– Pero es que yo soy tan bueno, ¿sabes?

Ella sonrió, muy a su pesar.

– Y por otro lado, va a traer un revuelo mayúsculo -agregó él, y bostezó-. Apuesto a que están preocupados. Y si me quieren con ellos, pues me tendrán.

Se puso de pie y recorrió el cuarto con una mirada de desánimo.

– ¿Arreglamos lo peor?

Inger Johanne sacudió la cabeza.

– ¿Qué estaría haciendo en la calle? -preguntó despacio.

– ¿Qué?

– ¿Qué ha salido a hacer, tarde y en Nochebuena?

– Ni idea. Estaría de camino a casa de un amigo, quizá.

– Pero…

– Inger Johanne. Es tarde. No sé casi nada acerca de este caso, aparte de que debo prepararme para viajar a Bergen muy temprano…, mañana por la mañana. No tiene ningún sentido especular con la escasa información que tenemos. Eso lo sabes bien. Recojamos todo esto o vayámonos a dormir.

– A dormir -dijo Inger Johanne poniéndose de pie.

Pasó por la cocina, tomó una botella de Farris y decidió llevarse el Magasinet a la cama. Mañana tomaría las cosas como viniesen.

– ¿Pasa algo? -preguntó de pronto Yngvar, al verla de pie en el centro del cuarto sin decidir adónde ir.

– No…, sólo que me siento tan… triste.

Levantó la vista, apesadumbrada.

– Por supuesto que uno se entristece -dijo Yngvar, y levantó la mano para acariciarle una mejilla.

– No. No está bien. Me altera… No debo dejarme alterar por estos casos tuyos. Pero la obispo, siempre me pareció tan… buena.

Yngvar sonrió y la besó con delicadeza.

– Si hay algo que tú y yo sabemos -dijo tomándola de la mano-, es que también matan a los buenos. Ven.

Se pasó la noche en vela. Cuando amaneció, Inger Johanne había leído ya tantas veces el artículo sobre la obispo Eva Karin Lysgaard que se lo sabía de memoria.

Pero eso no la ayudó en lo más mínimo.

Un hombre

Nada ayudaba.

Nada podría ayudar nunca. Evidentemente, se habían propuesto visitarlo. Como si ellos fueran lo que él precisaba. Como si por un instante la vida pudiese ser otra vez soportable sólo porque esos extraños se sentaban en su casa, en su sillón; ese sillón amarillo, gastado, colocado en diagonal frente al televisor y con una labor de punto dentro de un cesto trenzado, a su lado.

Le preguntaron si tenía a alguien.

Una vez tuvo a alguien. Hasta hacía unas horas tenía a Eva Karin. Durante toda una vida tuvo a Eva Karin, y ahora no tenía a nadie.

Le recordaron a su hijo. Preguntaron sobre su hijo. Sobre si quería avisar él mismo a Lukas, o si prefería que ellos se hicieran cargo del asunto. Así se lo había preguntado la mujer que estaba sentada en el sillón de Eva Karin: «se hicieran cargo del asunto». Como si aquello fuese un asunto. Como si hubiese algo más de lo que hacerse cargo.

No sentía dolor.

Dolor era algo que hacía sufrir. El dolor dolía. Todo lo que podía sentir ahora era una ausencia de existencia. Un espacio vacío que lo hacía mirarse las manos como si fuesen de otro. Cerró el puño derecho con tanta fuerza que las uñas se le hundieron en la palma. No sentía ni dolor ni vida, sólo sentía una nada grande e incolora en la que Eva Karin ya no estaba.

Ahora entendió que hasta Dios lo había abandonado.

El tiempo había dejado de transcurrir.

Su reloj de pulsera se había detenido. Sacudió irritada el brazo y comprendió que estaba mucho más retrasada de lo que quería estar. Tenía que hacer entrar a las niñas y vestirlas bien sin que Kristiane se lo pusiese difícil.

Se acercó a la ventana.

Sobre el césped del frente, dentro de la cerca que daba a la ralle Hauges, Ragnhild y Kristiane habían amontonado suficiente escarcha como para construir el muñeco de nieve más pequeño del mundo. Tenía apenas diez centímetros de alto, pero aun desde el segundo piso Inger Johanne podía ver que le habían colocado como sombrero una hoja de roble amarillenta y que le habían dibujado la boca con unas piedrecitas.

Cruzó los brazos y se apoyó contra el marco de la ventana. Como de costumbre, Ragnhild era la que construía y dirigía. Kristiane estaba de pie frente a ella, muy firme, completamente inmóvil. Pese a que Inger Johanne no alcanzaba a oír las palabras desde donde estaba, oía que la menor de sus hijas declamaba como si tuviese frente a sí al auditorio más interesado del mundo.

Y quizá lo tuviese.

Inger Johanne sonrió cuando Ragnhild se incorporó de pronto desde la minúscula obra de arte y comenzó a cantar a viva voz. Ahora podía oírla perfectamente. Vivir es amar resonaba por el vecindario, ahora que la niña había aprendido la canción. Cantarla para conmemorar que habían acabado de montar un muñeco de nieve debía de ser, por lo menos, una sugerencia de Kristiane.

Una figura llamó la atención de Inger Johanne.

Un hombre, de hecho, y no estaba segura de dónde había salido. Tampoco parecía que estuviera seguro de adónde quería ir. Por una u otra razón se sintió intranquila. Por supuesto que había niños en el vecindario que aparecían de la nada de vez en cuando, pero los adultos que pasaban por esas calles residenciales siempre tenían un destino. Después de tantos años de vivir en esa callecita, conocía a un buen número de ellos.

El hombre deambulaba hacia delante, con las manos en los bolsillos. La gorra le caía hasta taparle los ojos y la bufanda le rodeaba el cuello para ocultarle la parte inferior del rostro. Había, sin embargo, algo en la forma en que se movía que le decía que no era tan joven.