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Lo mismo había sucedido con el tipo que vivía en la colina que había sobre la ciudad, en ese arreglo tortuoso que remedaba una familia. Se sintió perseguido. Su amante parecía realmente histérico cuando supo que se había puesto a dar vueltas tomando fotos de las huellas del coche, ya casi hacía dos semanas. Por su parte, Richard se había sentado a buena distancia y lo había observado todo. Dos tipos de pelo oscuro habían pasado en un BMW grande. Paquistaníes, conjeturó. Oslo estaba infestado de esa gente. Obviamente tenían algo no resuelto entre ellos, porque condujeron el coche hasta el pequeño camino que había frente al portón donde vivía esa falsa familia y se quedaron allí un buen rato. Gesticulaban mucho y debían de haber fumado una pila de cigarrillos antes de seguir su camino.

Había seguido al sodomita, pero no lo había visto. Como los otros.

No vieron a Richard, y si lo pensaba bien, él tampoco los sintió.

Lo que sintió fue la cercanía del Señor, pensó Richard Forrester. Y si esa copia pervertida de padre de familia se escapó esa vez, ya llegaría su hora.

Richard Forrester sonrió levemente y se durmió.

La casa parecía estar recostada, como si durmiera una siesta sobre la cuesta escarpada. Las ventanas eran pequeñas, con cruces que dividían los vidrios en cuatro cuartos. La construcción de madera estaba situada entre dos casas similares, pero más grandes, y parecía retraída. Casi tímida. El vano estrecho de una puerta conducía a un patio trasero minúsculo. Una bicicleta de mujer se recostaba contra la pared alta de ladrillo y un colorido grupo de cazos de cerámica pasaba el invierno apilado en un rincón. Una escalera de piedra ascendía hasta una pequeña puerta verde. Allí colgaba un cartelito de porcelana. El nombre y la corola de flores campestres que lo enmarcaba se habían vuelto azules por el viento y la acción del clima.

«M. Brække», se leía en letras ornadas.

Yngvar Stubø dudó. Estaba parado en la escalera de piedra, de espaldas a la balaustrada de hierro forjado, e intentaba pensar en todo el asunto una vez más.

Iba a arrancar de una mujer un secreto que, al parecer, ella había mantenido oculto durante casi medio siglo. Al apoyar el dedo en el botón de bronce bajo el cartelito de la puerta, irrumpiría en una vida que ya había sido suficientemente difícil. La mujer que vivía en la pequeña casita blanca había hecho su elección y había vivido toda su vida a la sombra del matrimonio de otros.

La agente de la Policía de Bergen que había reconocido a la mujer del retrato lo había puesto al corriente de lo que ella sabía mientras conducían juntos desde Flesland. Martine Brække era maestra en un colegio de educación secundaria de Bergen. Era soltera y no tenía hijos. Llevaba una vida tranquila y retirada de casi todo, pero era una docente respetada, y también daba clases particulares de piano. En otros tiempos había sido una prometedora concertista de piano, pero a los diecinueve años desarrolló una forma de reumatismo que acabó con la brillante carrera que se le auguraba.

Unos tonos frágiles y cautelosos se escucharon de pronto desde el interior.

Yngvar ladeó la cabeza y escuchó la pieza. No la conocía. Era fácil y bailable, y le hizo pensar en la primavera.

Levantó la mano y tocó el timbre. La música cesó.

Cuando la puerta se abrió, él la reconoció enseguida. Todavía era bella, pero los ojos estaban enrojecidos y la boca tenía un aire serio y afligido.

– Mi nombre es Yngvar Stubø -dijo, y estiró una mano-. Soy policía. Lo lamento, pero debo hablar con usted sobre Eva Karin Lysgaard.

La angustia en los ojos de ella lo hizo mirar a un lado, como si pudiese todavía cambiar de opinión y desaparecer.

– Estoy solo -dijo en voz baja-. Como usted ve, he venido absolutamente solo.

Ella lo dejó entrar.

– Ahora quisiera evitar que hablemos más de ese testamento -le dijo la secretaria del abogado Faber a su marido, mientras preparaba los sándwiches para el almuerzo-. Simplemente no tienes nada que ver con eso.

Bjarne estaba sentado a la mesa de la cocina con una copia en la mano y observaba las letras pequeñas achicando los ojos por la miopía.

– ¡Pero tienes que entender -dijo él, inusualmente irritado- que esto puede, de hecho, querer decir que al hombre lo despojaron de una herencia significativa!

– Niclas Winter está muerto. No tiene herederos. Eso ya apareció en los periódicos. A un hombre muerto no se lo despoja de nada. De nada que no sea la vida, claro.

Ella resopló, decidida, y colocó una generosa porción de salmón sobre una montaña de huevos revueltos.

– Ya está. Ahora a comer.

– No. ¡De verdad, Vera! -Él golpeó la mesa con el puño-. ¡Puede tratarse de un delito, todo esto! Aquí dice…

Manoteó con la otra mano el VG del día, que estaba abierto en un artículo a dos páginas sobre una terrible banda norteamericana que había asesinado a seis personas por un odio enloquecido hacia los homosexuales. Bjarne Isaksen estaba escandalizado. No era que le importasen en algo las porquerías que hacía ese tipo de gente, pero todo tenía un límite. Uno no puede andar dando vueltas en nombre de Dios y liquidar a otros porque no le gustan las vidas amorosas que llevan.

– ¡Niclas Winter fue asesinado, según dice aquí!

Vera se volvió hacia él, se llevó las manos a las caderas y se aclaró la garganta, como para tomar impulso.

– Ese testamento de ahí no tiene nada que ver con la muerte de Niclas Winter. Ya te he leído el artículo tres veces y no dice una palabra de dinero, herencia o testamento. ¡Esos asesinos locos de los Estados Unidos sólo masacraban gente, Bjarne! ¡No tenían ni idea de que había un pedazo de papel en un armario de roble viejo y polvoriento en la oficina del abogado Faber! -Se irritó mientras hablaba-. ¡Escuchar semejantes disparates! -dijo, y se volvió de nuevo hacia la encimera de la cocina.

– Voy a llamar a la Policía -dijo Bjarne, obcecado-. Puedo llamar sin decir quién soy y pedirles que hablen con Faber para preguntarle sobre el testamento que beneficia a Niclas Winter. Tienen esos teléfonos para poder dar información, ¿sabes?, a los que uno puede llamar sin tenerles que decir quién es. Lo voy a hacer, Vera. Lo voy a hacer ahora mismo.

Vera soltó un sollozo que no dejaba lugar a dudas y se pasó sus menudas manos por el cabello.

– No vas a llamar a la Policía. Si alguien en esta casa ha de hablar con las fuerzas del orden, ésa seré yo. En todo caso yo puedo aclarar por qué… -otra caricia nerviosa a la cabeza bien peinada- tengo acceso legal al testamento -completó.

– Entonces, hazlo -dijo Bjarne, sibilante-. ¡Llámalos!

Ella dejó el cuchillo de la mantequilla con violencia. Miró a su marido con la mirada más fiera que pudo encontrar, pero él no se rindió. Mudo como un muchachito, le mantuvo la mirada sin pestañear.

– Bien -dijo ella con aspereza, y caminó hacia el teléfono.

– Era Yngvar Stubø -dijo Lukas, algo sorprendido, y dejó el teléfono sobre la mesa del café-. Viene en camino.

– ¿Para qué? Creí que habías dicho que había regresado a Oslo.

Su padre había comenzado a hablar de nuevo hacía poco.

– Al parecer ha regresado.

– ¿Por qué ha llamado?

– Quería hablar contigo. Personalmente.

– ¿Conmigo? ¿Para qué?

– Eso…, eso no lo sé. Pero dijo que era importante. Dijo que había intentado llamarte. ¿Desconectaste el teléfono fijo?

Lukas se agachó y miró tras del sillón de su padre.

– No debes hacer eso, papá. Es importante que sea posible ponerse en contacto contigo.

– Necesito que me dejen en paz.

Lukas no contestó. Una vaga inquietud hizo que empezase a caminar. Se percató de que nadie había limpiado la casa desde Navidad. Aparte de que la pila de periódicos a los que estaban abonados ya se elevaba un metro de altura al lado del televisor, todo estaba en orden. Su padre mantenía las cosas ordenadas, pero nada más. Cuando Lukas pasó un dedo sobre la superficie pulida del aparador, dejó una huella brillante. El pesebre estaba todavía sin desmontar. La bombilla en la caja de vidrio se había quemado, y la escena otrora tan inspiradora de atmósfera se había reducido al recuerdo sombrío de una Navidad que él nunca olvidaría. Cuando fue hasta el sofá doblando la esquina de la sala en ele, las bolas de pelusa se alborotaron contra los zócalos. Él se detuvo, fuera del campo visual de su padre, y olisqueó el aire.