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– Me molesta bastante -dijo Erik- que usted aparezca constantemente por aquí sin tener nada que ofrecer. Hasta donde entiendo, por Lukas, han hecho un avance en la investigación. Uno creería que usted debe tener mejores cosas que hacer que venir aquí. Si me va a seguir importunando con el paseo de mi esposa, entonces…

Fue como si, de pronto, hubiese utilizado toda su energía. Se encogió, los hombros se hundieron e inclinó la cabeza hacia el pecho, plano y pobre.

– No diré nada, ya se lo dije. No lo haré.

– No será preciso -dijo Yngvar con calma-. Sé adónde iba Eva Karin.

Erik levantó la cabeza lentamente. Los ojos habían perdido su color. El blanco se había azulado y era como si todas las lágrimas hubiesen blanqueado el azul de los iris. Yngvar no había visto nunca una mirada tan vacía. No tenía idea de lo que debía decir.

– Lukas -dijo Erik, completamente sereno-. Ahora quiero que te vayas.

Por fin el tiempo podía seguir avanzando, pensó Martine Brække, y encendió un fósforo.

El retrato de Eva Karin, que solía estar sobre la mesilla de noche, ahí donde nadie entraba, lo había trasladado a la sala. Era el consejo del policía. Le había preguntado, al final, si no tenía uno. Ella lo había buscado sin pronunciar una palabra y el hombretón lo había sostenido en sus manos. Largamente. Casi pareció que iba a romper a llorar.

Aplicó el fósforo a la mecha de la gran vela blanca. La llama era pálida, casi invisible, y dio unos pasos para encender la lámpara del techo. Se detuvo un momento antes de agarrar una pequeña estrella de Navidad roja y colocarla al lado del retrato, sobre el marco de la ventana. El brillo de las hojas resplandeció bajo la luz pura.

Eva Karin le sonrió.

Martine acercó una silla a la ventana y tomó asiento.

Le sobrevino una gran placidez. Era como si, finalmente, al cabo de todos estos años, hubiese hallado una forma de reconocimiento. Hasta ahora había sobrellevado completamente sola la pena por la muerte de Eva Karin, del mismo modo que durante casi cincuenta años había sobrellevado la vida con Eva Karin. En soledad. Cuando Erik apareció al día siguiente del asesinato, ella lo dejó entrar. Enseguida se arrepintió. El había venido buscando compañía. Quería sufrir junto a la única otra persona que conocía a Eva Karin tal como era, pero ella se dio cuenta enseguida de que no tenían nada que compartir. Habían compartido a Eva Karin, pero ahora él no le concernía a ella, y lo rechazó sin que se le derramara una sola lágrima.

El policía grandote había sido otra cosa.

La había tratado con respeto, casi con admiración, mientras caminaba por la pequeña sala y le hablaba en voz baja y se detenía delante de alguna cosa que le llamaba la atención. De lo único acerca de lo que realmente tenía preguntas, y que como dijo era la razón de su visita, era sobre si ella le había contado alguna vez a alguna otra persona su relación con Eva Karin Lysgaard.

Por supuesto que no lo había hecho. Esa fue la promesa que dio una vez, un luminoso día de mayo de 1962, cuando Eva Karin prometió no abandonarla jamás. La condición fue que su amor sería su propio secreto, solamente de ellas dos.

Martine jamás rompería una promesa.

El policía la creyó.

Cuando le dijo que el entierro tendría lugar el miércoles y ella respondió que no quería estar presente, él se ofreció a regresar de visita una vez que la ceremonia hubiese finalizado. Para contarle. Para estar con ella.

Se lo había agradecido con una negativa, pero el pensamiento era bello.

Martine acercó la silla al marco de la ventana y dejó que su dedo se deslizase sobre la boca de Eva Karin. El vidrio se sentía frío contra la punta de su dedo. La piel de su cara siempre había sido tan suave, tan increíblemente suave y sensitiva.

El policía le dijo que harían todo lo posible para evitar que la historia se hiciese pública. Sería apenas necesario para el caso divulgar ese tipo de detalles, dijo, pese a que estaba de más decir que él no podía garantizarle nada.

Ahora, sentada frente a su propia ventana mientras observaba la ciudad detrás del retrato del único amor de su vida, sintió que ya no importaba tanto. Por supuesto que sería mejor para Erik si el secreto permanecía sellado. Para Lukas también. Se dio cuenta de que para ella no significaba nada. Asombrada, enderezó la espalda y lanzó un suspiro profundo.

Por su parte, no sentía ninguna vergüenza.

Había amado a Eva Karin de la forma más pura.

Ella, y sólo ella.

Se incorporó despacio y apagó la vela con un soplido.

Tomó el retrato entre las manos.

Martine cumpliría pronto sesenta y dos años. La vida, tal como había sido hasta ahí, había terminado. De todos modos podía haber todavía algo más que buscar; una vida totalmente nueva, de vejez y sensatez.

Sonrió ante la idea.

Vieja, sabia y libre.

Martine era por fin libre, y colocó de nuevo el retrato sobre la mesita de noche. Yngvar Stubø le había contado cosas acerca de su propio dolor al hallar a su esposa e hija muertas después de un accidente grotesco por el que aún se sentía culpable. La voz le había temblado cuando le refirió en voz baja cómo su vida había comenzado a ir en círculos, una danza circular en torno de un dolor del que no podía ver el final.

Cerró la puerta del dormitorio.

El tiempo podía avanzar otra vez, y rezó una plegaria en silencio por el buen policía que le había hecho comprender que nunca, nunca, es tarde para comenzar de nuevo.

El oficial Knut Bork saludó con la mano a Inger Johanne antes de entregarle el documento a Silje Sørensen.

– Aquí está -dijo-. No he tenido tiempo de analizarlo más a fondo.

Silje Sørensen abrió un cajón y extrajo un par de gafas para leer.

– Según la mujer que lo trajo, se trata de una fortuna bastante sustancial -continuó Knut Bork-. Y el testador habría muerto hace mucho tiempo sin que Niclas Winter viese nada de la herencia a la que tenía derecho según este testamento.

– ¿Puedo verlo? -preguntó prudentemente Inger Johanne.

– Necesitamos un abogado -dijo Silje sin levantar la vista-. Esto es, por lo menos, sensacional.

– Yo soy abogada.

Knut Bork y su jefa la miraron asombrados.

– Yo soy abogada -repitió Inger Johanne-. Pese a que me doctoré en Criminología, tengo el título que me permite ejercer. No recuerdo especialmente gran cosa de derecho sucesorio, pero si tienen aquí un Código, podremos averiguar lo más relevante.

– Usted no deja de maravillarme -sonrió Silje Sørensen entregándole el testamento antes de ir hacia la estantería contigua a la ventana y coger de allí el grueso compendio legal rojo-. Pero si usted sabe tanto como yo sobre el testador, seguramente estará de acuerdo conmigo en que necesitamos un tropel de abogados.

Inger Johanne dejó que su vista recorriese la primera hoja antes de dársela y mirar la última.

– No -dijo-. Me recuerda algo, pero no sé qué es. No obstante, lo que puedo decir es que este testamento caduca dentro de… -levantó la vista- tres meses. Dentro de tres meses no valdrá, será papel mojado. Eso creo.

– ¡Joder! -dijo Silje, tomando la hoja-. Ahora sí que no entiendo nada. Nada de nada.

Richard Forrester comprendió que se acercaba otro servicio de cabina. El aroma de comida caliente había hecho que se despertase. Le venía bien. Pese a que todavía estaba algo atolondrado por el sueño profundo, tenía hambre. El menú que la azafata había dejado atentamente en el asiento vecino y vacío, en lugar de despertarlo, parecía tentador. Lo examinó con atención y se decidió por el muslo de pato con salsa de naranjas, arroz salvaje y ensalada. Como entrada pidió los espárragos frescos. La mujer rubia se agachó para recoger el menú.

– Water, please.