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Levantó su mano para rechazar el vino blanco que ella le ofrecía.

Cuando alzó la pequeña cortina, la luz intensa se derramó a través de la ventanilla. Se habían hecho ya las doce y media, hora de Noruega. Se incorporó un poco para ver el océano Atlántico allí abajo, pero un manto de nubes gris pálido se extendía bajo ellos hasta el infinito, haciendo el paisaje plano y aburrido. Sólo otro avión, que volaba en sentido contrario y mucho más hacia el sur, rompía la monotonía de toda la escena blanca. La luz le molestaba y bajó nuevamente la cortina hasta la mitad de la ventanilla.

Sentía una calma bendita.

Así era después de cada misión.

Odiaba a los perversos con una intensidad que lo había devuelto a la vida cuando estaba a punto de emborracharse hasta morir. Había encontrado alguno que otro en el ejército, perros cobardes que intentaban ocultar que hacían cosas innombrables entre ellos mientras se creían lo suficientemente buenos como para defender a su patria. En aquel entonces, antes de ser salvado, se conformaba con informar sobre ellos. Tres casos se esfumaron en la burocracia militar, sin que por eso él perdiese el sueño. En todo caso les había infligido la humillación de ser investigados. El cuarto sodomita no se escapó. Se le graduó con deshonor. En realidad era por haber hecho insinuaciones a un soldado joven que amenazó con llevar a juicio a la totalidad de los US Marines, pero, de todos modos, el que hubiera además un informe por posesión de pornografía impropia elevado por él antes del caso, no había hecho daño.

El olor a comida se hizo más evidente.

Extrajo la Biblia de su bolsa.

Era suave y estaba gastada, con incontables comentarios pequeñísimos escritos en los márgenes del fino papel. Aquí y allá, el texto estaba resaltado con rotulador amarillo. En algunos lugares, la caligrafía era tan borrosa que era difícil de leer, pero no importaba. Richard Forrester conocía su Biblia, y sabía de memoria los pasajes más importantes de las Escrituras.

Cuando tenía doce años, uno de ellos se le había insinuado.

Cerró los ojos y dejó la mano sobre el Libro.

La vida lo había convencido de que la muerte de Susan y Anthony tenía un propósito. Debían ir a la casa de Dios para que el Señor pudiese darle su luz. Con esposa y un hijo, él no podía oír su llamada; debía purificarse antes de ser un servidor digno para la lucha que le había salvado la vida.

Cuando al cabo de algunos meses el hombre que lo recogió en el callejón en Dallas le presentó a Jacob, estaba listo. Jacob se llamaba solamente «Jacob», y Richard jamás había conocido a ningún otro miembro de The 25'ers. Por todo lo que sabía, podía haber otros como él a bordo de ese mismo vuelo, y se dedicó a mirar de soslayo a la mujer al otro lado del pasillo.

De hecho, había tenido que esperar un año antes de conocer el nombre y el significado de la organización. Cuando tuvo claro que trabajaba al lado de musulmanes, al principio se enfureció. Jacob intentó convencerlo de que el trabajo en equipo era lo que había que hacer y de que era necesario. Tenían la misma meta, y los musulmanes poseían una experiencia de la cual dependían. Sus argumentos no lo convencieron. Tampoco ayudó el que se enterase de que el apoyo económico que recibían de los grupos extremistas musulmanes era considerable. Richard Forrester sabía que en buena medida ellos se autofinanciaban y no podía entender cómo aceptaban dinero de los terroristas. Él mismo había matado para entonces a dos personas en nombre de Dios, pero jamás tomaría la vida de un ser inocente. Se había sorprendido tanto como todos cuando los aviones chocaron contra el World Trade Center, y odiaba a los musulmanes casi con la misma intensidad con que despreciaba a los sodomitas. Una noche cedió, cuando despertó ante la presencia intensa de Dios y recibió el mandato del propio Señor.

Después de cada misión, una suma sustancial ingresaba en su cuenta bancaria legal. El dinero era declarado como pago por viajes y organización de eventos, y se informaba a las autoridades fiscales bajo el mismo concepto. Al comienzo sintió cierta incomodidad. La generosidad de las sumas lo hacía parecer un asesino a sueldo.

Soltó la Biblia con brusquedad.

La azafata instaló la mesa frente a él y sirvió la entrada.

Le pagaban, pensó mientras seguía con los ojos las manos rápidas y diestras de la mujer. Pero no porque mataba.

Richard Forrester mataba por órdenes del Señor. El dinero era solamente necesario para completar las misiones que le daban y aceptaba. Como ahora, cuando no era posible regresar a casa lo suficientemente rápido, a menos que viajase en primera clase.

Muy de vez en cuando se preguntaba de dónde provenían los fondos. Alguna que otra noche eso lo mantuvo despierto durante un rato, pero su confianza en Dios no conocía límite. Superaba rápidamente esa pequeña sensación incómoda en el diafragma cuando a veces se sorprendía por lo mucho que había en la cuenta.

– Gracias -dijo cuando la azafata llenó de nuevo el vaso.

Empezó a comer y decidió pensar en otra cosa.

– Tiene que pensar bien en esto. Es muy importante, Erik.

Yngvar había elegido sentarse esta vez en el sillón de Eva Karin. Había una fragancia en la tela color marrón dorado, el recuerdo un tanto desdibujado de una mujer mayor que ya no estaba. El género era suave, y todavía había algunos pocos cabellos finos, de un gris oscuro, adheridos al reposacabezas. Hasta ese momento Yngvar no había llamado al viudo por su nombre, pero dadas las circunstancias le parecía algo fuera de lugar dirigirse a él de manera más formal. «Casi irrespetuoso», pensó, e intentó hacer que el hombre levantase la mirada.

– Eva Karin creía que tenía la bendición de Jesús -lloraba Erik-. Yo nunca pude resignarme a que esto estuviese bien, pero…

– Ahora tiene que escucharme -dijo Yngvar, y se inclinó hacia el otro-. Yo no tengo ni deseos, ni necesidad de ponerme a juzgar su vida ni la de Eva Karin, ni derecho ninguno a hacerlo. Ni siquiera tengo que escuchar nada acerca de ella. Mi trabajo es encontrar al que mató a Eva Karin. Por eso tengo que preguntarle otra vez: ¿qué otra persona, además de usted, Martine y la propia Eva Karin, sabía de esta… relación?

Erik se incorporó repentinamente. Se cogió la cabeza y se agitó.

Yngvar estaba a punto de dejar el sillón para ayudarlo cuando Erik dio un puntapié en su dirección que hizo que se sentase de nuevo.

– ¡No me toque! ¡No puede haber estado bien! Ella no quería escuchar. Yo me dejé convencer, esa vez, era tan…

Hacían veintitrés años que Yngvar Stubø había ingresado en la Academia de Policía, como se llamaba en ese entonces la Escuela Superior. En el curso de esos años había visto y oído casi todo. Tuvo experiencias de las que creyó que jamás iba a sobreponerse. Su tragedia privada fue lo suficientemente devastadora. Informar a alguien de que había perdido a sus hijos, de que su pareja había sido asesinada o de que sus padres habían sido arrollados por un coche de policía durante una persecución era igual, y, de muchas formas, todavía peor. El sufrimiento propio era manejable, al fin y al cabo. Pero en presencia del dolor ajeno, Yngvar se sentía a menudo completamente desvalido. Con los años, no obstante, había encontrado una suerte de estrategia ante la infinita desesperación, un método que le permitía hacer el trabajo que debía.

Ahora no se sentía capaz de ello.

Hacía ya más de media hora que le había contado a Erik Lysgaard que él sabía la verdad. Intentó explicarle por qué había venido. Interrumpió una y otra vez la larga e inconexa historia del viudo sobre una vida construida en torno a un secreto tan enorme que nunca tuvo suficiente lugar para guardar. Era el secreto de Eva Karin, la decisión de Eva Karin.

Erik Lysgaard gritó con fuerza. Estaba de pie allí en medio, con esas ropas demasiado grandes que llevaba y que ya tampoco estaban del todo limpias, y rugió sus acusaciones. Hacia Dios. Hacia Eva Karin. Hacia Martine.