Pero más que nada hacia sí mismo.
– ¿Cómo pude creerlo? -sollozaba jadeando en busca de aire-. ¿Cómo pude…? Yo sólo quería ser como ellos…, no como el profesor Berstad, no como… Usted tiene que entender que…
De pronto se calló. Caminó dos pasos hacia el sillón en donde estaba Yngvar. Los mechones grises y grasientos apuntaban hacia todos lados y tenía los labios rojos como la sangre. Húmedos. Los ojos estaban hundidos y le temblaba el cuello.
– El profesor Berstad se suicidó -susurró ronco-. A principios de verano, en 1962. Íbamos a segundo grado de secundaria, Eva Karin y yo. Yo no podía ser como él. ¡No podía vivir como él!
Pesadas y viscosas, unas gotas de saliva enfermiza saltaban de su boca. Algunas bajaban por su cuello, pero a él no le importaba.
– Yo veía las miradas. Oía las palabras insultantes, ¡me golpeaban como… latigazos!
La saliva brillaba en sus labios. Yngvar contuvo la respiración. Erik parecía un hombrecito, magro y encorvado, boqueando en busca de aire.
– Nos pusimos de acuerdo -dijo él-. Acordamos casarnos. Ninguno de nosotros podía vivir con la vergüenza, con la vergüenza de nuestros padres, con… Yo quería a Eva Karin. Ella se convirtió en mi vida. En mi… hermana. Ella también me quería. Me amaba, decía ella, hasta tan tarde como la noche en que… Mientras que yo elegí vivir… siempre solo, ella quiso conservar a Martine. Ese era el arreglo. Eran Martine y Eva Karin.
Regresó despacio a su sillón. Se sentó. Lloraba en silencio, sin cubrirse la cara con las manos.
– Esto ha de castigarse -dijo-. Esto ha de castigarse hasta el final.
– ¿Con quién habló?
– El castigado soy yo -susurró Erik-. Yo soy el que vive en un infierno. Todo el tiempo y cada día. Cada noche, cada segundo.
– Tengo que saber con quién, Erik.
– Tenga.
La mano estirada de Erik sostenía un libro, cuya cubierta era de cuero gastado. Cuando Yngvar entró, el libro estaba sobre la mesita para el café; ajado, manchado y sin título. Dudó, pero cuando Erik insistió, lo tomó:
– Cójalo. ¡Cójalo! Es mi diario. Lea las últimas veinte hojas y entenderá. Ahí encontrará lo que busca. Léalo todo. Intente comprender.
– Pero yo no puedo…, así no puedo…
– Ahora debe irse. Coja el libro y váyase.
Yngvar se quedó ahí parado, con el libro en la mano, el libro con todos los pensamientos de Erik Lysgaard. No tenía idea de qué era lo que debía hacer y aún no había puesto orden en el caos de impresiones en el que el arrebato del aquel hombre destrozado lo había sumido. Cuando estaba a punto de preguntar si había algo que pudiese hacer por él, comprendió finalmente que nadie en el mundo podía hacer nada por Erik Lysgaard.
Yngvar cogió la vida de Erik y salió en silencio de la casa de Nubbebakken por última vez, con ella bajo el brazo.
Rolf se movió tan sigilosamente como pudo. Era posible que Marcus durmiese aún, estaba tan silencioso ahí dentro. Con todas las noches insomnes que el hombre acumulaba, era un logro si por lo menos conseguía dormir. Apoyó la mano en el picaporte y entró lentamente. Algo tarde, se percató de que las bisagras crujían, e hizo una mueca al escuchar el chirrido agudo cuando la puerta se abrió.
Marcus estaba despierto. Estaba sentado sobre la cama y miraba fijamente hacia delante; los periódicos estaban apilados sobre la colcha. No había tocado la comida, el vaso todavía estaba lleno de zumo de naranja.
– ¿No tenías hambre? -preguntó Rolf, sorprendido.
– No. Tengo que hablar contigo.
– ¡Charla en camino! -Rolf se sonrió y se sentó al borde de la cama-. ¿Qué sucede, enamorado mío?
– Quiero que mandes a Marcus a otra parte. A casa de mamá o a la de algún amigo. Da lo mismo, pero cuando esté allí y a salvo quiero que regreses aquí. Tengo que hablar contigo. A solas. Sin nadie más en la casa.
– Vaya, parece serio -dijo Rolf y se rio, rígido-. ¿Qué sucede, Marcus? ¿Estás enfermo? ¿Pasa algo grave?
– Haz lo que te digo, por favor. Te agradecería mucho que lo hicieses cuanto antes. Por favor.
La voz era distinta. No dura, pensó Rolf, sino mecánica, como si no fuese realmente Marcus quien le hablaba.
– Hazme el favor -dijo Marcus, más alto ahora-. Saca a mi hijo de la casa y regresa aquí.
Rolf se puso de pie, dudando. Por un momento consideró protestar, pero cuando vio la expresión desconocida en los ojos de Marcus, comenzó a marchar hacia la puerta.
– Probaré con Mathias o con Johan -dijo tan suavemente como pudo-. Es más fácil con un compañero de clase que conducir todo el camino hasta la casa de tu madre.
– Bien -dijo Marcus Koll junior-. Y regresa en cuanto puedas.
– Georg Koll y mi padre se conocían -dijo Silje Sørensen.
– Por negocios, más que nada. Aunque yo sólo lo vi un par de veces cuando era niña, fue suficiente para darme cuenta de que el tipo era una porquería. A mis padres tampoco les gustaba. Pero ustedes saben cómo es. En los círculos.
Los miró y se encogió de hombros, como excusándose.
Ni Inger Johanne ni Knut Bork tenían idea de cómo era en los círculos de los ricos. Intercambiaron una mirada rápida antes de que Inger Johanne se enfrascase de nuevo en el documento que había traído la secretaria del abogado.
– Hasta donde puedo ver, éste es un testamento totalmente válido -dijo-. Si no se realizó otro en fecha posterior, es propiamente… -Sacudió un poco la cabeza y levantó los papeles-. Éste es el que vale.
– Pero Georg Koll murió hace muchos años -dijo Silje, confundida-. ¡Eran sus hijos los que heredaban! Los hijos de su matrimonio. Yo no tenía idea de que Georg tuviese otro hijo. ¿Es eso lo que dice ahí?
Inger Johanne asintió otra vez con la cabeza.
– «Mi hijo Niclas Winter» -citó.
– Nadie puede haber sabido de él -dijo Silje-. Me acuerdo de que papá bromeaba cuando la herencia cayó, porque Georg había perdido contacto con todos sus hijos una vez que dejó a su mujer, cuando eran pequeños. Realmente era de mala estofa el tipo. La ex mujer y los niños residían en una casita en Vålerenga, mientras Georg vivía en el lujo. Es Marcus Koll junior, el hijo mayor, el que ahora maneja la empresa. Me parece que hicieron algunos cambios, pero… -Se volvió hacia el ordenador-. Voy a buscarlo en Google -murmuró, y miró atenta en la pantalla-. ¡Bingo! Murió el… 18 de agosto de 1999.
– Muy convenientemente, cuatro meses después de redactar este testamento -dijo Inger Johanne, cada vez más pensativa-. Poco creíble que haya escrito uno nuevo después. ¡Yo creo simplemente que a nuestro amigo Niclas Winter le robaron su herencia!
– Pero en este país uno no puede desheredar a los hijos legítimos -exclamó Knut Bork.
– Si la herencia es suficientemente grande, puede.
Inger Johanne hojeaba en el enorme libro rojo.
– La legítima para los hijos es de un millón de coronas -dijo mientras buscaba la ley de sucesiones-. ¿Cuántos hermanos tiene este Marcus?
– Dos -dijo Silje-. Una hermana y un hermano, si no recuerdo mal.
– Según este testamento… -dijo Inger Johanne-, a los tres les correspondería un millón, y a Niclas Winter el resto.
Silje soltó un silbido agudo y largo.
– Hablamos de mucho dinero -dijo-. Pero entonces debe…
Knut Bork se puso de pie bruscamente y cogió el documento.
– Aquí tiene que haber alguna especie de periodo límite -dijo irritado, como si fuera su propia fortuna la que estuviese en juego-. Niclas no podía simplemente aparecer después de tantos años y exigir…
Se interrumpió y quedó rígido en una postura que lo hacía parecer un orador fogoso.
– ¿Por qué cuernos dejé que esa mujer se fuera? -dijo-. Ella mencionó algo sobre que en los últimos tiempos Niclas Winter la llamaba de vez en cuando. Decía que su madre acababa de morir y que al borde de la muerte le confió que había un documento que le esperaba en las oficinas de un abogado en Oslo. Algo que le aseguraría el futuro. Quizás él no…