– ¿Qué sucede?
– ¿Recuerdas el disco duro que encontraste? -preguntó Marcus, y tosió levemente.
– ¿Qué?
– ¿Recuerdas que encontraste un disco duro en el Maserati?
– Sí. Tú dijiste que… No recuerdo lo que dijiste, pero… ¿Qué pasa con eso?
– No estaba destruido. Yo lo saqué de mi ordenador para que nadie pudiese ver los sitios de Internet que había visitado esa noche. En caso de que alguien quisiera verificarlo, pensé.
Rolf estaba sentado al borde del sillón, con la boca entreabierta. Marcus estaba recostado, las piernas sobre un puf que hacía juego y los antebrazos apoyados en los costados suaves del sillón.
– Porno -sonrió Rolf, inseguro, en obvia adivinanza-. ¿Te… descargaste algo ilegal que…?
– No. Había leído un artículo en Dagbladet. Totalmente inocente, por supuesto, pero quería estar seguro. Seguro del todo. -Emitió un bufido que era más una risa o un sollozo, antes de mirar a Rolf y decir-: ¿Puedes ser tan amable de sentarte un poco más cómodamente?
– ¡Me siento como mejor me place! ¿Qué te pasa, Marcus? Tu voz suena rara, y tú estás… ¡raro! Aquí sentado con chaqueta y corbata, temprano una tarde de sábado, y hablas de unas páginas ilegales en…, ¡en Dagbladetl ¿Qué puede haber de ilegítimo en…?
Marcus se incorporó bruscamente. Rolf cerró la boca con un ligero ruido audible cuando los dientes chocaron entre sí.
– Te lo ruego -dijo Marcus, y se pasó ambas manos por encima de la cabeza en un gesto de impotencia-. Te ruego con toda el alma que escuches lo que tengo que decirte. Sin interrumpirme. Ya es muy difícil como es y, por lo menos, ahora he dado con un comienzo. Déjame continuar, ¿vale?
– Desde luego -dijo Rolf-. ¿Qué pasa con…? Por supuesto. Habla. Cuéntame.
Marcus miró fijamente el sillón durante unos segundos antes de sentarse de nuevo.
– Encontré una historia sobre un artista que se llamaba Niclas Winter. Había muerto. Por una sobredosis, se presumía.
– Niclas Winter -dijo Rolf, claramente confundido-. Fue una de las víctimas de…
– Sí. Es uno de los que asesinó ese grupo de odio estadounidense sobre el que el VG escribe en estos últimos días. Además era mi hermano. Medio hermano. Era hijo de mi padre.
Rolf se levantó lentamente de su asiento.
– Siéntate -dijo Marcus-. ¡Por favor, siéntate!
Rolf obedeció, pero se sentó al borde del sillón y con una mano sobre el apoyabrazos, como listo para saltar.
– Yo no sabía nada de él -dijo Marcus-. No hasta octubre. Él me buscó. Fue una sorpresa, por supuesto, pero bastante feliz. En especial al principio. Un hermano. Surgido absolutamente de la nada.
Fuera, el cielo se oscurecía. Hacia el oeste se veía una estrecha franja naranja que el sol había dejado tras de sí. Al cabo de media hora eso también habría desaparecido.
– No fue agradable por mucho tiempo. Me contó que era el heredero legal de todo. De todo.
Tomó aliento con fuerza. Todo quedó en silencio.
– ¿Qué es todo? -se atrevió a susurrar Rolf.
– Esto -dijo Marcus, y abarcó el cuarto con los brazos-. Lo que es mío. Nuestro. Toda la herencia de nuestro padre.
Ahora Rolf comenzó a reírse. Una risa seca, extraña.
– Él no puede simplemente venir y sostener que es un hijo extraviado que…
– Un testamento -interrumpió Marcus-. Tenía un testamento. Es cierto que no lo tenía todavía, pero su madre le había dicho que ese documento debía de estar en alguna parte. Sólo tenía que encontrarlo. El tipo me pareció bastante desagradable y tampoco podía creer todo lo que me decía sin tener más datos, o sea, que lo eché. Se enojó muchísimo y prometió vengarse terriblemente en cuanto pusiera sus garras en el testamento. Casi parecía… -Marcus se cubrió los ojos con la mano derecha- traicionado. Parecía traicionado. Decidí olvidarlo, pero no tardé mucho tiempo en empezar a preocuparme. -Bajó la mano y miró a Rolf-. Niclas Winter no era del todo diferente a mi padre -dijo ronco-. Había algo en el tipo que me impulsó a averiguar que la historia que contaba era cierta. Por seguridad.
– ¿Cómo?
Rolf estaba sentado todavía exactamente en la misma posición.
– Preguntándole a mamá.
– ¿Elsa? ¿Cómo diablos podía ella…?
Marcus levantó la palma y sacudió la cabeza.
– En el momento en que le conté que me había buscado un tipo que no sólo sostenía que era mi hermano, sino que además pretendía tener derechos sobre toda la herencia de Georg, se derrumbó del todo. Cuando por fin logré hacerla hablar, me contó que ella había visto a mi padre cinco días antes de que muriese. Lo buscó para mendigarle…, para rogarle dinero para Anine. Mi hermana había roto con el hombre con quien convivía entonces y no quería desprenderse del pequeño apartamento que tenía en Grünerløkka. Trabajaba en una librería, y no tenía dinero, especialmente ahora que se había quedado sola.
– Creo que deberías terminar la historia -dijo Rolf, y tragó saliva-. Tienes el aspecto de un muerto viviente, Marcus. Deberías acostarte. Tendrías que…
– ¡Tendría que continuar con mi historia! -Hundió el puño en el apoyabrazos. El golpe sordo hizo que Rolf regresase a su posición en el sillón-. ¡Y tú me vas a escuchar! -rugió.
Rolf asintió rápidamente.
– Mi padre echó sin contemplaciones a mamá -dijo Marcus, que tomó aliento.
«Tranquilo -pensó-. Cuenta tu historia y haz lo que debes hacer.»
– Pero alcanzó a contarle que había redactado un testamento a beneficio de…, del bastardo, como le llama mamá. Ella supo de su existencia todo el tiempo. Mi padre tampoco tenía ninguna relación con él. Sólo quería castigarnos. Castigar a mamá, ésa es mi conclusión.
Uno de los setters se levantó de su cesto. El material trenzado crujió y el animal bostezó con pereza antes de acercarse hasta Marcus y apoyar la cabeza en sus rodillas.
– Cuando llegué a la conclusión de que el tipo decía la verdad, no supe qué hacer.
Apoyó la mano sobre la cabeza suave del perro.
Rolf respiraba con la boca abierta. Le raspaba la garganta, como si estuviese a punto de sufrir un ataque de asma.
– Resumiré la historia -dijo Marcus, y empujó al perro.
Despacio, como si fuese un anciano, se levantó del sillón. Dio un paso al frente y se quedó parado, vuelto a medias hacia Rolf. El perro se sentó al lado de él como si los dos estuviesen mirando juntos la misma cosa allí afuera, en la oscuridad.
– Tres días después yo estaba en los Estados Unidos -dijo Marcus; la voz había adquirido una resonancia metálica-. Era business as usual, pero no lo pasé bien. Una noche me emborraché junto con uno de los directores de Lehman Brothers que acababa de perder su trabajo. La idea era que… -La pausa fue larga-. Olvídalo. La cosa es que le conté la historia. Él tenía una solución.
Una pausa más larga todavía.
El perro gimió y barrió el suelo con el extremo de la cola.
Hacia el sur, la luz parpadeante de un avión se movía lenta contra el cielo.
– ¿Qué…? -Rolf se aclaró la garganta-. ¿Qué solución?
– Contratar a un asesino -dijo Marcus.
– ¿Contratar a un asesino?
– Sí. Contratar a un asesino. Yo estaba, como te dije, borracho.
– Y al día siguiente, por supuesto, le dijiste que era una broma.
El perro miró a su amo. Gimió otra vez antes de levantarse y arrastrar las patas otra vez hasta el cesto.
– Marcus. Contéstame. Al día siguiente los dos estabais con resaca y os desdijisteis bromeando. ¿No es cierto? ¿No es cierto, Marcus?
Marcus no contestó. Se quedó quieto, los brazos a los lados y los hombros caídos, en traje y corbata y totalmente apático.
– Liberé un monstruo -susurró sin tono-. No podía tener ni idea de que dejaba libre un monstruo.