Mort se volvió hacia Folney.
– No sé cómo Jimmy Siddons puede estar relacionado con el niño desaparecido, pero sí sé que Cally tenía demasiado miedo para hablar. Si ahora nos cuenta lo que sabe es porque cree que el Departamento… usted… no la encerraran.
Folney asintió. Era un hombre de voz suave, delgado, de casi cincuenta años y rostro de docente. En realidad había sido profesor de instituto durante tres años, antes de descubrir que su pasión era la actividad policial. En el cuerpo de policía, todos pensaban que un día llegaría a comisario jefe. Y, de hecho, ya era uno de los hombres más poderosos del Departamento.
Mort Levy sabía que si alguien podía ayudar a Cally, suponiendo que ésta se hubiera visto obligada a encubrir a Jimmy otra vez, era Folney. Pero el niño desaparecido… ¿qué relación tendría con Siddons?
Era una pregunta que todos estaban impacientes por hacer.
Cuando el coche patrulla se detuvo detrás de la furgoneta de vigilancia, Shore hizo un último intento:
– Si no abro la boca…
– Sugiero que te quedes, Jack -respondió Folney-. Ve a la furgoneta.
Pete Cruise estaba a punto de dar por terminado el día.
Había descubierto dónde vivía Cally Hunter cuando trató de entrevistarla después de que ésta saliera de la cárcel, y ahora esperaba que su hermano apareciera. Pero nada había que observar, salvo la nieve que caía y paraba a intervalos. Al menos parecía que había parado del todo.
La furgoneta, sin duda de la policía, seguía aparcada enfrente del edificio de Cally, pero seguramente lo único que hacían era grabar las llamadas. La probabilidad de que Jimmy Siddons se presentara en casa de su hermana era casi tan remota como que dos desconocidos tuvieran el mismo código genético.
Todas esas horas rondando el edificio de Hunter habían sido una pérdida de tiempo, decidió Pete. Desde que Cally llegó, poco después de las seis, y los dos agentes entraron a eso de las siete, nada había ocurrido.
No cesaba de mover el dial de su poderosa radio entre la banda de la policía; la WYME, la emisora en que él trabajaba, y la emisora de noticias WCBS. Nada se sabía de Siddons. Y era una lástima lo del niño desaparecido.
Cuando la WYME difundió el informativo de las diez, Pete pensó por centésima vez que la locutora parecía una idiota. Pero al hablar de la desaparición del niño de siete años notó auténtica emoción en su voz. "Quizá necesitemos que desaparezca un niño todos los días", se dijo Pete, sarcástico, pero enseguida se avergonzó de sí mismo.
Había mucha actividad en el edificio de Cally, con gente entrando y saliendo. Muchas iglesias habían trasladado la Misa del Gallo de las doce a las diez de la noche.
Pero citaran a la hora que fuera, algunas personas llegaban siempre tarde, pensó Pete mientras veía a una pareja de ancianos que salía deprisa del edificio y doblaba por la avenida B, probablemente en dirección a Saint Emeric.
La mujer que había llevado a la hija de Hunter apareció por la esquina. ¿Iba a casa de Cally? ¿Acaso ésta pensaba salir?, Se preguntó.
Pete se encogió de hombros. Quizá Hunter tuviera alguna cita o pensara ir a la iglesia. Resultaba obvio que ése no era el día en que lograría la noticia que lo convertiría en un periodista famoso.
"Pero lo conseguiré -se prometió-. No pienso pasarme la vida trabajando en esta emisora de mala muerte."
A un amigo que trabajaba en la WNBC le encantaba tomarle el pelo con lo de su empleo. Su broma favorita era que la audiencia de la WYME estaba compuesta por dos cucarachas y tres gatos callejeros.
Pete puso el motor en marcha. Estaba a punto de arrancar cuando vio que un coche patrulla se detenía delante del edificio de Cally.
Entrecerró los ojos. Vio que tres hombres bajaban del vehículo. Uno de ellos, que reconoció como Jack Shore, cruzó la calle y entró en la furgoneta. Después, con la luz del vestíbulo, vio a Mort Levy. No distinguió al tercero.
Algo iba a pasar. Apagó el motor, súbitamente interesado otra vez.
Mientras esperaba a Mort Levy, Cally sacó los regalos para Gigi de detrás del sofá, donde los tenía escondidos, y los puso delante del árbol de Navidad. Decidió que el cochecito de segunda mano para la muñeca, con la colcha y la funda de almohada azul de satén, no tenía ya tan mal aspecto. Le pondría la muñequita que le había comprado por un par de dólares el mes anterior, a pesar de que no era tan bonita como la que hubiese comprado al vendedor de la Quinta Avenida, que tenía el dorado cabello castaño de Gigi y llevaba un vestidito de fiesta azul. Si no hubiese buscado a aquel vendedor, no habría visto el monedero, y el niño no la habría seguido, y…
Dejó aquellos pensamientos a un lado. Ya estaba hecho. Apiló cuidadosamente los regalos envueltos en papel de celofán de brillantes colores: unos pantalones y un polo; un libro y lápices para colorearlo; unos diminutos muebles para la casita de muñecas. Todo, hasta la ropa, estaba envuelto en su correspondiente paquete, al menos así parecería que Gigi tenía un montón de regalos para abrir.
Trató de no mirar el paquete más grande que había debajo del árbol, el que Gigi creía que era para Papá Noel.
Al final llamó a Aika por teléfono. Los nietos de Aika se iban siempre a su casa a dormir, así que Cally estaba segura de que la mujer podría quedarse con Gigi, en el caso de que la policía la detuviera después de que les contara lo de Jimmy y el pequeño.
Aika atendió al primer timbrazo.
– Diga. -Su voz era tan cálida como siempre.
"Si me meten de nuevo en la cárcel, ojalá dejaran a Gigi con Aika", pensó Cally, tragando el nudo que tenía en la garganta.
– Aika, tengo un problema. ¿Puedes venir dentro de una media hora y quizá quedarte a pasar la noche?
– No lo dudes. -Aika no hizo preguntas y se limitó a colgar.
Mientras Cally dejaba el auricular en su sitio, el timbre del portero electrónico resonó por todo el apartamento.
– Nuestro centro de control está que arde, señora Dornan -dijo Leigh Ann Winick, productora del informativo de las diez de la Fox, a Catherine mientras ésta y Michael se retiraban del plató evitando cuidadosamente los cables que había por el suelo-. Es como si todos nuestros espectadores quisieran que usted supiera que la apoyan y rezan por Brian, y por su marido.
– Gracias.
Catherine trató de sonreír. Bajó la mirada hacia Michael. Su hijo se había esforzado en darle ánimos en bien de ella. Cuando oyó hacer su petición ante las cámaras, comprendió cuánto significaba para él lo que sucedía.
Michael tenía las manos en los bolsillos y los hombros encorvados. Era la misma postura que Tom adoptaba cuando estaba preocupado por un paciente. Catherine se irguió y cogió a su hijo mayor por los hombros mientras la puerta del plató se cerraba a sus espaldas.
– Nuestros operadores están agradeciendo a todo el mundo sus llamadas en nombre de ustedes -dijo la productora-. Pero ¿hay algo en especial que quisiera usted que nuestro público supiera?
Catherine respiró hondo y apretó más a su hijo contra su cuerpo.
– Me gustaría que les dijera que yo creo que el monedero se me cayó y que Brian debió de seguir a la persona que lo recogió. La razón de que estuviera tan ansioso por recuperarlo es que mi madre acababa de darme una medalla de San Cristóbal que mi padre había llevado durante la Segunda Guerra. Mi padre creía que esa medalla le había salvado la vida. Incluso tiene la marca de una bala que rebotó contra ella y que pudo matarlo. Brian tiene la misma fe maravillosa en que San Cristóbal, o lo que éste representa, cuidará de nosotros otra vez…, y yo también lo creo. San Cristóbal nos traerá a Brian sobre sus hombros y ayudará a mi marido a ponerse bien. -Sonrió a Michael-. ¿Estás de acuerdo, colega?