– Tiene que ir en coche -dijo Folney resuelto-. Es imposible que viaje en un transporte público con el niño.
Cally les había dicho que Jimmy, desde que tenía doce años, sabía abrir coches y hacerles el puente. Estaba segura que tenía un auto preparado cerca de su apartamento cuando fue allí.
– Mi idea es que Siddons querrá salir del estado de Nueva York lo antes posible -dijo Folney-, lo que significa que ha de cruzar Nueva Inglaterra hasta la frontera.
Pero sólo se trata de una suposición. También es posible que haya cogido la Thruway hasta la 187. Es la carretera más rápida.
Y era probable que la amiguita de Siddons estuviera ya en Canadá. Todo encajaba a la perfección.
También coincidían con Cally en su certeza de que Jimmy no se dejaría coger vivo, y que su acto de venganza final sería matar al rehén.
Así pues, se enfrentaban a un asesino fugitivo con un niño, que posiblemente viajaba en un coche que no podían describir, rumbo al norte en medio de una tormenta de nieve. Sería como buscar una aguja en un pajar.
Siddons era demasiado listo para llamar la atención por exceso de velocidad. En Nochebuena, la frontera estaba siempre repleta de coches.
Folney dictó un mensaje para que fuera transmitido a la policía de Nueva Inglaterra, así como a la de Nueva York, e hizo hincapié al acabar: "Ha amenazado con matar al rehén".
Calcularon que si había salido del apartamento de Cally Hunter poco después de las seis, según las condiciones de la carretera, estaría a trescientos o cuatrocientos kilómetros. En el mensaje enviado a la policía del estado, se añadía la información aportada por Cally: "Es posible que el niño lleve al cuello una medalla de bronce con la imagen de San Cristóbal del tamaño de un dólar de plata".
Pete Cruise vio que los policías salían del edificio de Cally unos veinte minutos después de haber entrado. Observó que Levy llevaba un paquete voluminoso. Shore salió al instante de la furgoneta y se les unió.
Esa vez, Pete vio bien al tercer hombre, y soltó un silbido silencioso. Era Bud Folney, el inspector, y el posible futuro comisario. Algo pasaba, y grande.
El coche patrulla arrancó con la luz giratoria encendida. Después de pasar una manzana, la sirena empezó a sonar. Pete se quedó sentado por un momento preguntándose qué hacer. Si intentaba ver a Cally, quizá los polis de la furgoneta lo parasen, pero era evidente que algo serio sucedía, y estaba decidido a sondear a cualquiera para enterarse.
Mientras se preguntaba si no habría otra entrada por la parte de atrás, vio que salía la canguro de la hija de Cally.
Bajó del coche como una exhalación y la siguió. La alcanzó al doblar la esquina, fuera de la vista de los polis de la furgoneta.
– Soy el agente Cruise-dijo-. Me han ordenado que la acompañe hasta su casa para que llegue bien. ¿Cómo está Cally?
– Ay, pobrecita-empezó Aika-. Agente, sus compañeros tienen que creerla. Ella pensó de veras que era mejor no llamarlos para decirles que su hermano había secuestrado al chiquillo…
Aunque Brian tenía hambre, le costaba tragar la hamburguesa. Sentía la garganta como obstruida, y sabía que Jimmy era el causante. Tomó un buen trago de Coca Cola e intentó pensar en cómo pegaría su papá a Jimmy por haber sido tan malo con él.
Pero pensando en su padre, lo único que no resultaba difícil recordar fue los planes que habían hecho para Nochebuena. Su padre había planeado volver a casa temprano para que adornaran juntos el árbol. Después cenarían y recorrerían las casas vecinas cantando villancicos con un montón de amigos.
Sólo podía pensar en eso, porque era lo único que quería: estar en casa con papá y mamá, muy sonrientes, como hacían siempre que estaban juntos. Al llegar a Nueva York, porque su papá estaba enfermo, mamá les había dicho, a Michael y a él, que los regalos grandes, los que ellos deseaban de verdad, estarían en casa esperándolos cuando regresaran, que Papá Noel los guardaría en el trineo hasta que se enterara de que habían vuelto.
Michael le había dicho en voz baja: "¿Y quién se cree eso?". Pero Brian creía en Papá Noel. El año anterior, su papá les había enseñado las marcas que había dejado el trineo al aterrizar sobre el tejado del garaje y las huellas del reno. Michael le contó que había oído cómo mamá decía a papá que había tenido suerte de no romperse la cabeza al subir al tejado helado para hacer marcas por todas partes. Pero a Brian no le importaba lo que decía Michael, por la sencilla razón de que no lo creía. Así como tampoco le importaba que Michael a veces lo llamara "el Bobo", porque él estaba convencido de que no lo era.
Sabía que las cosas tenían que andar muy mal si él deseaba que el pelmazo de su hermano, que a veces era un auténtico latazo, estuviera allí con él; y eso era precisamente lo que quería en aquel momento.
Mientras tragaba, a pesar de la sensación de que tenía algo en la garganta, casi se le cayó de la mano el vaso de plástico. Se dio cuenta de que Jimmy había cambiado de repente de carril.
Jimmy Siddons maldijo en voz baja. Acababa de pasar junto a un coche patrulla de tráfico detenido detrás de un deportivo. La vista del policía lo hizo sudar; pero, de todas formas, no debía haber hecho ese cambio de carril tan brusco. Empezaba a ponerse nervioso.
Brian, sintiendo la animosidad que brotaba de Jimmy, metió el resto de la hamburguesa y el refresco en la bolsa y, moviéndose con lentitud para que Jimmy viera qué hacía, se agachó y la dejó en el suelo. Volvió a su posición, se acurrucó en el asiento y se cruzó de brazos. Los dedos de la mano derecha tantearon hasta que se cerraron sobre la medalla de San Cristóbal, que había dejado al lado, sobre el asiento, cuando abrió la bolsa de la comida.
Apretó la mano con una sensación de alivio, y se imaginó al corpulento santo que llevaba al Niñito sobre sus hombros para cruzar el río, y que había cuidado de su abuelo, y que haría que su papá mejorara y que… Brian cerró los ojos… No terminó el deseo, pero se vio mentalmente a hombros del santo.
Bárbara Cavanaugh esperaba a Catherine y Michael en la sala verde del Canal 5.
– Habéis estado formidables -dijo en voz baja. Entonces, viendo el agotamiento en el rostro de su hija añadió-: Catherine, por favor, volvamos a casa. La policía nos avisará en cuanto sepan algo de Brian. Pareces a punto de desmayarte.
– No puedo, madre,-dijo Catherine-. Sé que es una locura esperar en la Quinta avenida. Brian no volverá allí solo; pero mientras estoy fuera siento que hago algo para encontrarlo. No sé muy bien lo que digo, excepto que cuando salí de tu apartamento, mis dos hijitos iban conmigo, y que ellos entrarán conmigo también cuando regrese.
Leigh Ann Winick tomó una decisión.
– Señora Dornan, ¿por qué no se queda aquí, al menos de momento? Esta sala es muy cómoda. Le mandaremos un poco de sopa, un bocadillo o lo que quiera. Pero como usted misma ha dicho, es absurdo que esperen en la Quinta Avenida.
Catherine lo pensó.
– ¿Y me encontrará la policía aquí?
– Por supuesto -respondió Winick señalando el teléfono-. Ahora dígame qué quiere comer.
Veinte minutos más tarde, Catherine, su madre y Michael tomaban una sopa caliente mientras miraban el monitor de la sala. El avance informativo hablaba de Mario Bonardi, el guardián herido. Aunque seguía grave, se había estabilizado.
El periodista estaba en la sala de espera de la unidad de vigilancia intensiva, con la mujer de Bonardi y sus hijos adolescentes. Cuando la entrevistaron, una agotada Rose Bonardi dijo:
"Mi marido sobrevivirá. Quiero dar las gracias a todos cuantos han rezado hoy por él. Nuestra familia ha pasado muchas Navidades felices, pero ésta será la mejor porque sabemos lo que hemos estado a punto de perder".