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– Madre -decía Catherine en ese momento-, ¿recuerdas la historia que nos contaba papá sobre aquella Nochebuena, cuando sólo tenía veintidós años y, en medio de la batalla, llevó a unos soldados de su compañía a un pueblo que estaba cerca del frente? ¿Por qué no se la cuentas a Michael?

La anciana continuó con la historia.

– Habían recibido un informe sobre movimientos enemigos que resultó ser falso. Cuando regresaban al batallón, pasaron por delante de la iglesia del pueblo. La Misa del Gallo acababa de comenzar y vieron que la iglesia estaba repleta. Pese al miedo y al peligro, todos los habitantes habían salido de sus casas para asistir a misa. Cantaban Noche de paz, y sus voces llegaron hasta el escuadrón. Tu abuelo decía que era la canción más bella que había oído nunca. -Bárbara Cavanaugh sonrió a su nieto-. Entonces, el abuelo y los soldados entraron en la iglesia.

El solía decirme que todos habían tenido mucho miedo hasta que vieron la valentía de aquellos aldeanos. Allí estaban, en medio de una batalla feroz. No tenían casi comida. Sin embargo creían que algo los había ayudado a sobrevivir en aquellos tiempos terribles. -El labio inferior le tembló, pero su voz no perdió firmeza mientras continuaba-: El abuelo me dijo que en aquel momento supo que volvería a casa conmigo. Y, una hora más tarde, la medalla de San Cristóbal evitó que una bala penetrara en su corazón.

– ¿Sería tan amable de llevarnos a la catedral? -preguntó Catherine al agente Ortiz, mirándolo por encima de la cabeza de Michael-. Quiero ir a la Misa del Gallo, y me gustaría sentarme en un lugar en que ustedes me encuentren enseguida si hay alguna noticia.

– Conozco a Ray Hickey, el sacristán. No se preocupe -dijo Ortiz.

– ¿Me informarán de inmediato si hay alguna novedad? -inquirió al agente Rhodes.

– Por supuesto -respondió éste, y no pudo evitar añadir-: Es usted muy valiente, señora Dornan. Y le aseguro una cosa: todos los policías de la zona noreste están trabajando para devolverle a Brian, sano y salvo.

– Le creo, y la única forma que tengo de ayudar es rezar.

– La filtración no ha salido de nosotros -informó brevemente Mort Levy al inspector jefe Folney-. Al parecer, un enterado de la WYME vigilaba el apartamento de Cally, nos vio entrar y se dio cuenta de que ocurría algo.

Siguió a Aika Banks, que iba camino de su casa, le dijo que era policía y le sacó la información. Se llama Pete Cruise.

– Qué suerte que no haya sido uno de los nuestros. Cuando todo esto termine, echaremos el guante a ese Cruise por suplantar a un policía -dijo Folney-. Pero, mientras tanto, hay mucho que hacer.

Se hallaba de pie, delante de un enorme mapa de la región noreste pegado a la pared. Las carreteras estaban marcadas con colores distintos. Bud Folney cogió un puntero.

– Nos encontramos en este punto, Mort. Debemos suponer que Siddons tenía un coche preparado cuando dejó el apartamento de su hermana.

Según ella, se marchó poco después de las seis. Si no nos equivocamos y se puso en camino enseguida, hace unas cinco horas y media que está en la carretera. -El puntero se movió-. La capa de nieve fina se extiende desde la ciudad hasta cerca de Herkimer, salida treinta de la Thruway. Por Nueva Inglaterra es más espesa. Pero aun así, probablemente Siddons esté a unas cuatro o seis horas de la frontera.

– Folney dio un golpe contra el mapa-. Una extensión tan grande que será como buscar una aguja en un pajar.

Mort esperó. Sabía que su jefe no quería comentarios.

– Hemos puesto a toda la frontera en estado de alerta especial -continuó Folney-. Pero con el tráfico tan denso que hay, no le resultará difícil pasar, y es seguro que alguien como Siddons sabe entrar en Canadá sin cruzar por un puesto fronterizo.

En aquel momento esperó los comentarios.

– ¿Y si fingimos un accidente en las principales autopistas y reducimos la circulación a un solo carril, unos treinta kilómetros antes de la frontera? -sugirió Mort.

– Yo no lo haría. Es lo mismo que poner una barrera, se formarían colas en dos minutos, y Siddons trataría de largarse por la primera salida que encontrara. Si lo hacemos, tendríamos que poner barreras de control en todas las salidas.

– Y si se siente atrapado… -dudó Mort Levy-. Siddons tiene un tornillo flojo, señor. Cally Hunter cree que su hermano es capaz de matar a Brian y de suicidarse antes que dejarse coger. Y creo que ella sabe de qué habla.

– Si hubiese tenido el valor de avisarnos en cuanto Jimmy se marchó de su apartamento, ese canalla no habría salido de Manhattan.

Los dos hombres se volvieron. Jack Shore estaba en la puerta; su mirada pasó de Mort Levy a Bud Folney.

– Hay una novedad, señor. Un policía de tráfico, Chris McNally, compró una hamburguesa hace unos veinte minutos en un área de servicio que hay entre Syracuse, en la salida 39, y Weedsport, en la salida 40, de la Thruway.

No prestó mucha atención a la hora, pero la mujer que atiende el negocio, una tal Deidre Lenihan, le habló sobre una medalla de San Cristóbal que llevaba un niño.

– ¿Dónde está esa mujer ahora? -preguntó Bud Folney.

– Ha terminado el turno a las once. Su madre nos ha dicho que el novio pasaría a recogerla. Ahora están buscándolos. Pero si Cally Hunter nos hubiese avisado antes, nada de esto habría ocurrido, hubiéramos estado vigilando todas las áreas de servicio entre…

Bud Folney casi nunca levantaba la voz, pero su creciente frustración ante las terribles dificultades de la persecución de Jimmy Siddons le hizo alzar el tono.

– ¡Cállate ya, Jack! Eso en nada nos ayuda. Así pues, haz algo útil. Llama a todas las emisoras de radio locales de aquella zona para que pidan a Deidre Lenihan que llame a su madre. Que digan que la necesitan en casa o algo así. Y, por todos los santos, que nadie relacione a esa chica con Siddons o con el niño. ¿Entendido?

Desde una elevación a un lado de la autopista, Chris McNally vigilaba a todos los coches que pasaban. Por fin había dejado de nevar, pero el asfalto seguía helado. Por lo menos, la gente conducía con cuidado, pensó, aunque seguro que lo hacían entre maldiciones por verse obligados a circular a menos de sesenta por hora.

Desde que había comprado la hamburguesa, sólo había puesto una multa, a un idiota de un deportivo.

Pese a que tenía toda la atención puesta en la circulación de la autopista, no podía quitarse de la cabeza el informe sobre el niño desaparecido. Cuando se enteró de que el asesino de un policía había raptado a un niño con una medalla de San Cristóbal, llamó al McDonald's en que acababa de estar y preguntó por Deidre Lenihan, la mujer que lo había atendido. Aunque no le había prestado atención, recordó que Deidre le había hablado de una medalla, y de un niño pequeño. Lamentaba no haber estado de humor para charlar más tiempo con ella, sobre todo cuando le dijeron que se había ido con el novio.

Aunque no era una pista muy sólida, decidió ponerlo en conocimiento de su supervisor, quien, a su vez, lo comunicó a la jefatura. Allí decidieron que valía la pena seguirla y pidieron a la emisora local que difundiera una llamada a Deidre para que ésta se pusiera en contacto con su madre. Gracias a ésta, consiguieron la descripción del coche del novio, entonces buscaron el número de matrícula y alertaron a todas las unidades para que los buscaran.

No obstante, la madre de Deidre les había dicho que pensaba que esa noche debía de ser muy especial para la joven porque el novio de su hija le había comentado en secreto que el regalo de Navidad iba a ser un anillo de compromiso. Así pues, era poco probable que estuvieran en la carretera, sino en un sitio algo más romántico.

Pero incluso si Deidre escuchaba la radio y llamaba, ¿qué iba a decirles? ¿Que había visto a un niño con una medalla de San Cristóbal? Eso ya lo sabían. ¿Acaso se había fijado en la marca o el modelo del coche? ¿Había visto el número de la matrícula? Por lo que Chris pensaba de Deidre, y por muy buena chica que fuera, no se la veía demasiado observadora, y sólo se fijaba en algo que llamara la atención. No, era bastante improbable que les diera alguna información significativa.