– No hay duda. -Consideró la respuesta algo hostil-. Ni tampoco rencor.
– Me alegro de que digas eso… porque aún quiero comprar tu empresa.
Nancy se quedó estupefacta. Había corrido el peligro de subestimarle. ¡No bajes la guardia!, se dijo.
– ¿Qué tienes en mente?
– Voy a intentarlo otra vez. Haré una oferta mejor la próxima vez, por supuesto. Pero lo más importante es que quiero tu apoyo…, antes y después de la fusión. Quiero hacer un trato contigo, para que te conviertas después en directora de «General Textiles» y firmes un contrato por cinco años.
Nancy no se esperaba eso, y tampoco sabía qué pensar. Hizo una pregunta para ganar tiempo.
– ¿Un contrato? ¿Para hacer qué?
– Para dirigir «Black’s Boots» como división de «General Textiles»
– Perdería mi independencia. Sería una empleada.
– Dependiendo de cómo se estructurase el acuerdo, podrías ser accionista. Y mientras obtengas beneficios, gozarás de toda la independencia que quieras… No me entrometo en las divisiones rentables, pero si pierdes dinero, entonces sí, perderás tu independencia. Despido a los perdedores. -Meneó la cabeza-. Pero tú no fracasarás.
La primera idea de Nancy fue rechazar la oferta. Por más que le dorase la píldora, lo que él quería era arrebatarle la empresa. Sin embargo, comprendió que la negativa instántanea era lo que papá habría deseado, y había decidido dejar de vivir conforme al programa de papá. De todos modos, tenía que contestar algo, pero con evasivas.
– Tal vez me interese.
– Con esto me basta. -Nat se levantó-. Piensa en ello y medita sobre el tipo de acuerdo que te resultará menos violento. No te ofrezco un cheque en blanco, pero quiero que comprendas que haré lo posible por complacerte.
No dejaba de ser, en cierta forma, divertido, pensó Nancy. La técnica de Nat era persuasiva. Había aprendido mucho sobre el arte de negociar en los últimos años. Nat desvió la vista hacia el malecón.
– Creo que tu hermano quiere hablar contigo -dijo.
Nancy se volvió y vio que Peter se acercaba. Nat se caló el sombreo y se marchó. Parecía un movimiento de pinza. Nancy contempló con rencor a Peter. La había engañado y traicionado, y no tenía ganas de hablar con él. Habría preferido reflexionar sobre la sorprendente oferta de Nat Ridgeway, ver si encajaba en las nuevas perspectivas de su vida, pero Peter no le dio tiempo. Se plantó frente a ella, ladeó la cabeza de una forma que le recordó a Nancy cuando era niño, y dijo:
– ¿Podemos hablar?
– Lo dudo.
– Quiero disculparme.
– Te arrepientes de tu traición, ahora que has fracasado.
– Me gustaría hacer las paces.
Hoy, todo el mundo quiere hacer tratos conmigo, pensó con sarcasmo.
– ¿Cómo piensas reparar lo que me has hecho?
– No podré -contestó de inmediato-. Nunca. -Se dejó caer en la tumbona que había ocupado Nat-. Cuando leí tu informe, me sentí como un idiota. Decías que yo no podía dirigir el negocio, que no era como mi padre, que mi hermana lo hacía mejor que yo, y me sentí muy avergonzado, porque en el fondo de mi corazón sabía que era verdad.
«Bueno, es un progreso», pensó ella.
– Me enfurecí, Nan, ésa es la pura verdad.
De niños, se llamaban Nan y Petey, y la utilización de aquel diminutivo de la infancia le puso un nudo en la garganta.
– Tengo la impresión de que no sabía lo que hacía -siguió Peter.
Nancy meneó la cabeza. Era la típica excusa de su hermano.
– Sabías muy bien lo que hacías -respondió, con más tristeza que irritación.
Un grupo de personas se detuvo ante la puerta del edificio de la compañía aérea, hablando en voz alta. Peter les dirigió una mirada colérica.
– ¿Quieres venir a dar un paseo conmigo por la playa? -preguntó.
Nancy suspiró. Al fin y al cabo, era su hermano pequeño. Se levantó.
Él le dedicó una sonrisa radiante.
Caminaron hacia el extremo del malecón que limitaba con la parte de tierra, cruzaron la vía del tren y bajaron hacia la playa. Nancy se quitó los zapatos de tacón alto y caminó sobre la arena en medias. La brisa agitó el pelo rubio de Peter y Nancy observó, sorprendida, que comenzaba a ralear en las sienes. Se preguntó por qué no se había dado cuenta antes, y comprendió que se peinaba de forma que no se notara. Se sintió vieja.
No había nadie cerca, pero Peter siguió en silencio durante un rato, hasta que Nancy habló por fin.
– Danny Riley me dijo algo muy extraño. Según él, papá planeó todo para que tú y yo nos peleáramos.
Peter frunció el ceño.
– ¿Por qué iba a hacerlo?
– Para endurecernos.
Peter lanzó una áspera carcajada.
– ¿Lo crees?
– Sí.
– Supongo que yo también.
– He decidido que no viviré el resto de mis días obedeciendo al capricho de papá.
Peter asintió con la cabeza.
– ¿Qué significa eso? -preguntó.
– Aún no lo sé. Tal vez acepte la oferta de Nat y fusione nuestra empresa con la suya.
– Ya no es «nuestra» empresa, Nan. Es tuya.
Ella le miró con atención. ¿Era sincero? Se creyó mezquina por mostrarse tan suspicaz. Decidió concederle el beneficio de la duda.
– He comprendido que no sirvo para los negocios -prosiguió Peter con aparente sinceridad-. Voy a dejarlo en manos de gente capacitada como tú.
– ¿Y qué vas a hacer?
– Tal vez compre esa casa. -Pasaban frente a una atractiva casita pintada de blanco, con postigos verdes-. Tendré mucho tiempo libre para ir de vacaciones.
Nancy experimentó cierta compasión por él.
– Es una casa bonita -dijo-. ¿Está en venta?
– Hay un cartel al otro lado. Estuve antes fisgoneando. Ven a ver.
Rodearon la casa. La puerta y los postigos estaban cerrados, y no pudieron ver las habitaciones, pero su aspecto era espléndido desde fuera. Tenía una amplia terraza con una hamaca, una pista de tenis en el jardín y un pequeño edificio sin ventanas al otro lado. Nancy supuso que en él guardaban la barca.
– Podrías comprarte una barca -dijo. A Peter siempre le había gustado navegar.
Una puerta lateral del cobertizo estaba abierta. Peter entró. Nancy le oyó exclamar:
– ¡Santo Dios!
Nancy cruzó el umbral y escudriñó la oscuridad.
– ¿Qué pasa? -preguntó, nerviosa-. Peter, ¿estás bien?
Peter apareció por detrás y le agarró el brazo. Una repulsiva sonrisa de triunfo se dibujó por una fracción de segundo en su cara, y Nancy supo que había cometido una terrible equivocación. Él le retorció el brazo con violencia, obligándola a adentrarse en el cobertizo. Tropezó, gritó, dejó caer los zapatos y el bolso, y se derrumbó sobre el polvoriento suelo.
– ¡Peter! -gritó furiosa. Escuchó tres rápidos pasos, el ruido de la puerta al cerrarse, y se hizo la oscuridad más absoluta-. ¿Peter? -gritó, asustada. Se puso en pie. La puerta recibió un golpe, como si la estuvieran atrancando-. ¡Peter! -chilló-. ¡Di algo!
No hubo respuesta.
Un terror histérico estranguló su garganta y quiso gritar de miedo. Se llevó la mano a la boca y se mordió el nudillo del pulgar. Al cabo de unos instantes, el pánico empezó a desaparecer.
De pie en la oscuridad, ciega y desorientada, comprendió que Peter lo había planeado todo desde el principio: había descubierto la casa vacía, con su providencial cobertizo para la barca, la había atraído con engaños hacia ella, encerrándola en el interior, a fin de que perdiera el avión y no llegara a tiempo de votar en la junta de accionistas. Su arrepentimiento, sus disculpas, su decisión de abandonar los negocios, su dolorosa sinceridad, todo había sido falso de principio a fin. Había evocado cínicamente su niñez para ablandarla. Nancy había confiado en él una vez más; él la había traicionado una vez más. Era más que suficiente para provocar su llanto.