– Me gustaría ayudarles, pero mi copiloto no está aquí, y el Ganso necesita dos tripulantes.
Las esperanzas de Nancy se desvanecieron.
– Yo soy piloto -dijo Mervyn.
Ned le miró con escepticismo.
– ¿Ha pilotado alguna vez un hidroavión?
Nancy contuvo el aliento.
– Sí, el Supermarine -contestó Mervyn.
Nancy nunca había oído hablar del Supermarine, pero debía ser un aparato de carreras, porque Ned se quedó impresionado.
– ¿Corre usted?
– Cuando era joven. Ahora sólo vuelo por placer. Tengo un Tiger Moth.
– Bueno, si ha pilotado un Supermarine no tendrá ningún problema en ser copiloto del Ganso. Y el señor Southborne estará ausente hasta mañana. ¿A dónde quiere ir.
– A Boston.
– Le costará mil dólares.
– ¡No hay problema! -saltó Nancy, excitada-. Pero necesitamos marcharnos ahora mismo.
El hombre la miró con cierta sorpresa; había pensado que era el hombre quien llevaba la voz cantante.
– Saldremos dentro de pocos minutos, señora. ¿Cómo va a pagar?
– Puede elegir entre un talón nominal o pasar la factura a mi empresa en Boston, «Black’s Boots».
– ¿Usted trabaja en «Black's Boots»?
– Soy la propietaria.
– ¡Oiga, yo gasto sus zapatos!
Nancy bajó la vista. El hombre calzaba el Oxford acabado en punta de 6,95 dólares, color negro, talla 9.
– ¿Cómo le van? -preguntó automáticamente.
– De perlas. Son unos buenos zapatos, pero supongo que usted ya lo sabe.
– Sí -sonrió Nancy-. Son unos buenos zapatos.
SEXTA PARTE. De Shediac a la bahía de Fundy
26
Margaret se sentía loca de preocupación mientras el clipper sobrevolaba Nueva Brunswick en dirección a Nueva York. ¿Dónde estaba Harry?
La policía había descubierto que viajaba con pasaporte falso; todos los pasajeros lo sabían. Ignoraba cómo lo habían averiguado, pero era una pregunta meramente convencional. Lo más importante era qué le harían si le encontraban. Lo más probable sería que le enviaran de vuelta a Inglaterra donde iría a la cárcel por robar aquellos horribles gemelos, o sería reclutado por el ejército. ¿Cómo podrían reunirse algún día?
Por lo que ella sabía aun no le habían cogido. La última vez que le vio había entrado en el lavabo de caballeros mientras ella desembarcaba en Shediac. ¿Había sido el principio de un plan para escaparse? ¿Ya conocía los problemas que se avecinaban?
La policía había registrado el avión sin encontrarle: así que debía de haber bajado en algún momento. ¿ A dónde había ido? ¿Estaría caminando en estos momentos por la estrecha carretera que atravesaba el bosque, intentando autoestop, o se habría embarcado en un pesquero y huido por mar? Independientemente de lo que hubiera hecho, la misma pregunta torturaba a Margaret: ¿volvería a verle?
Se dijo una y otra vez que no debía desanimarse. Perder a Harry la hacía sufrir, pero todavía contaba con Nancy Lenehan para que la ayudara.
Papá ya no podría detenerla. Era un fracasado y un exiliado, y había perdido su poder de coerción sobre ella. Sin embargo, aún temía que perdiera los estribos, como un animal herido y acosado, y cometiera alguna insensatez.
En cuanto el avión alcanzó la altitud de crucero, se desabrochó el cinturón y fue a ver a la señora Lenehan.
Los mozos estaban preparando el comedor para el almuerzo cuando pasó. Más atrás, en el compartimento número 4, Ollis Field y Frank Gordon estaban sentados codo con codo, esposados. Margaret llegó a la parte posterior del avión y llamó a la puerta de la suite nupcial. No hubo respuesta. Llamo otra vez y abrió. No había nadie.
Un terror frío invadió su corazón.
Quizá Nancy había ido al tocador, pero ¿dónde estaba el señor Lovesey? Si hubiera ido a la cubierta de vuelo o al lavabo de caballeros, Margaret le habría visto al pasar por el compartimento número 2. Se quedó de pie en el umbral, con templando la habitación con el ceño fruncido, como si se ocultaran en algún sitio, pero no había escondite posible.
Peter, el hermano de Nancy, y su acompañante se encontraban sentados a la derecha de la suite nupcial, frente al tocador.
– ¿Dónde está la señora Lenehan? -les pregunto Margaret.
– Decidió quedarse en Shediac -contestó Peter. Margaret dio un respingo.
– ¿Qué? ¿Cómo lo sabe?
– Me lo dijo.
– Pero ¿por qué? ¿Por qué se quedó?
Peter pareció ofenderse.
– No lo sé -dijo con frialdad-. No me lo dijo. Se limito a pedirme que informara al capitán de que no pensaba continuar el vuelo.
Margaret sabía que era una grosería seguir interrogándole, pero pese a todo insistió.
– ¿A dónde fue?
Peter cogió un periódico del asiento contiguo.
– No tengo ni idea -replicó, y se puso a leer.
Margaret se sentía desolada. ¿Cómo era posible que Nancy hubiera hecho aquello? Sabía lo mucho que confiaba Margaret en su ayuda. No se habría marchado del avión sin decir nada, o al menos le habría dejado un mensaje.
Margaret miró con fijeza a Peter. Pensó que su mirada era huidiza. También parecía que las preguntas le molestaban en exceso.
– Creo que no me está diciendo la verdad -le espetó, obedeciendo a un impulso.
Era una frase insultante, y contuvo el aliento mientras aguardaba su reacción.
Peter, ruborizado, levantó la vista.
– Jovencita, ha heredado los malos modales de su padre -dijo-. Lárguese, por favor.
Se sintió abatida. Nada era más detestable a sus ojos que la comparasen con su padre. Se marchó sin decir palabra, a punto de llorar.
Al pasar por el compartimento número 4 se fijó en Diana Lovesey, la bella esposa de Mervyn. Todo el mundo se había interesado por el drama de la esposa fugitiva y el marido que la perseguía, drama que se convirtió en vodevil cuando Nancy y Mervyn se vieron obligados a compartir la suite nupcial. Ahora, Margaret se preguntó si Diana estaría enterada de lo ocurrido a su marido. Sería muy embarazoso preguntárselo, desde luego, pero Margaret estaba demasiado desesperada para preocuparse por eso. Se sentó al lado de Diana y dijo:
– Perdone, pero ¿sabe lo que les ha pasado a la señora Lenehan y al señor Lovesey?
Diana aparentó sorpresa.
– ¿Pasado? ¿No están en la suite nupcial?
– No… No están a bordo.
– ¿De veras? -Era obvio que Diana se encontraba asombrada y confusa-. ¿Cómo es posible? ¿Han perdido el avión?
– El hermano de Nancy me ha dicho que decidieron no continuar el vuelo, pero no le creí.
– Ninguno de los dos me lo comunicó -dijo Diana, malhumorada.
Margaret dirigió una mirada interrogativa al acompañante de Diana, el plácido Mark.
– A mí no me dijeron nada, desde luego -respondió.
– Espero que estén bien -comentó Diana, en un tono de voz diferente.
– ¿Qué quieres decir, cariño? -preguntó Mark.
– No sé lo que quiero decir. Sólo espero que estén bien.
Margaret se mostró de acuerdo con Diana.
– No confío en el hermano. Creo que no es honrado.
– Es posible que tenga razón -intervino Mark-, pero no podremos hacer nada mientras volemos. Además…
– Sé que ya no es de mi incumbencia -dijo Diana, irritada-, pero hemos estado casados durante cinco años y estoy preocupada por él.
– Supongo que nos entregarán un mensaje suyo cuando lleguemos a Port Washington -la calmó Mark.
– Eso espero -dijo Diana.
Davy, el mozo, tocó el brazo de Margaret.
– La comida está servida, lady Margaret, y su familia ya se ha sentado a la mesa.
– Gracias.
Margaret no estaba interesada en la comida, pero la pareja no podía decirle nada más.
– ¿Es usted amiga de la señora Lenehan? -preguntó Diana cuando Margaret se levantó.