– Iba a darme un empleo -respondió la joven con amargura. Se alejó, mordiéndose el labio.
Sus padres y Percy ya estaban sentados en el comedor, y habían servido el primer plato: cóctel de langosta, preparado con langostas frescas de Shediac. Margaret se sentó y se disculpó automáticamente.
– Lamento llegar tarde.
Papá se limitó a mirarla.
Jugueteó con la comida. Tenía ganas de apoyar la cabeza en la mesa y derramar abundantes lágrimas. Harry y Nancy la había abandonado sin previo aviso. Estaba igual que al principio, sin amigos que le ayudaran ni ánimos para continuar adelante. Era injusto: había intentado ser como Elizabeth y planificarlo todo, pero su cuidadoso plan se había venido abajo.
Se llevaron la langosta, sustituida por sopa de riñones. Margaret tomó un sorbo y dejó la cuchara sobre la mesa. Se sentía cansada e irritable. Tenía dolor de cabeza y nada de apetito. El superlujoso clipper empezaba a parecer una prisión. El vuelo duraba ya veintisiete horas, y tenía bastante. Quería dormir en una cama de verdad, con un colchón blando y montones de almohadas; dormir durante una semana.
Los demás también experimentaban la misma tensión. Mamá estaba pálida y agotada. Papá, con los ojos inyectados en sangre y la respiración dificultosa, se hallaba al borde del ataque de nervios. Percy se mostraba inquieto y nervioso, como alguien que hubiera tomado demasiado café, y no cesaba de lanzar miradas hostiles hacia papá. Margaret tenía la sensación de que iba a cometer alguna atrocidad de un momento a otro.
Como plato principal podían elegir entre lenguado frito con salsa cardenal, o solomillo de ternera. No le apetecía ninguna de ambas cosas, pero eligió el pescado. La guarnición consistía en patatas y coles de Bruselas. Pidió a Nicky una copa de vino blanco.
Pensó en los espantosos días que la aguardaban. Se alojaría con papá y mamá en el Waldorf, pero Harry no se introduciría a hurtadillas en su cuarto; se tendería sola en la cama y anhelaría su compañía. Tendría que ir con mamá a comprar ropa. Después, todos viajarían a Connecticut. Sin consultarle, inscribirían a Margaret en un club de equitación y en otro de tenis, y recibiría invitaciones a fiestas. Mamá les integraría en un círculo social en un periquete, y no tardarían en aparecer chicos «convenientes» para tornar el té, asistir a fiestas o pasear en bicicleta. ¿Cómo podía participar en esta pantomima, si Inglaterra estaba en guerra? Cuanto más lo pensaba, más deprimida se sentía.
Como postre se podía escoger entre tarta de manzana con nata o helado bañado en chocolate. Margaret pidió el helado y lo devoró.
Papá pidió un coñac con el café, y luego carraspeó. Iba a pronunciar un discurso. ¿Se disculparía por la horrible escena de ayer? Imposible.
– Tu mádre y yo hemos estado hablando de ti -empezó.
– Como si fuera una criada respondona -espetó Margaret.
– Eres una niña respondona -dijo mamá.
– Tengo diecinueve años y me viene la regla desde hace seis… ¿Cómo voy a ser una niña?
– ¡Calla! -ordenó mamá, escandalizada-. ¡El hecho de que emplees semejantes palabras delante de tu padre demuestra que aún no eres adulta!
– Me rindo -dijo Margaret-. No puedo ganar.
– Tu estúpido comportamiento sólo confirma todo lo que hemos hablado -siguió su padre-. Aún no podemos confiar en que lleves una vida social normal entre gente de tu clase.
– ¡Gracias a Dios!
Percy rió a carcajada limpia, y papá le miró, pero continuó hablando a Margaret.
– Hemos pensando en un lugar donde enviarte, un lugar donde no tendrás la menor oportunidad de causar problemas.
– ¿Habéis pensado en un convento?
Lord Oxenford no estaba acostumbrado a que su hija le replicara, pero controló su ira con un gran esfuerzo.
– Hablar así no mejorará tu situación.
– ¿Mejorar? ¿Cómo puede mejorar mi situación? Mis amantísimos padres están decidiendo mi futuro, teniendo sólo en cuenta lo que más me conviene. ¿Qué más podría pedir?
Ante su sorpresa, mamá se secó una lágrima.
– Eres muy cruel, Margaret -dijo.
Margaret se sintió conmovida. Ver llorar a su madre destruía su rebeldía. Volvió a ablandarse y preguntó en voz baja:
– ¿Qué quieres que haga, mamá?
Papá respondió a la pregunta.
– Irás a vivir con tu tía Clare. Tiene una casa en las montañas de Vermont, bastante aislada. No podrás molestar a ningún vecino.
– Mi hermana Clare es una mujer maravillosa -añadió mamá-. Es soltera. Es la espina dorsal de la iglesia episcopaliana de Brattleboro.
Una fría rabia se apoderó de Margaret, pero logró controlarla.
– ¿Cuántos años tiene tía Clare? -preguntó.
– Unos cincuenta y pico.
– ¿Vive sola?
– Aparte de los criados, sí.
Margaret temblaba de ira.
– De modo que éste es mi castigo por intentar vivir a mi gusto -dijo, con voz vacilante-. Vivir exiliada en las montañas con una tía loca y solterona. ¿Cuánto tiempo habéis calculado que estaré allí?
– Hasta que te hayas serenado -respondió papá-. Un año, tal vez.
– ¡Un año!
Se le antojó toda una vida, pero no podían obligarla a permanecer en aquel horrible lugar.
– No seáis estúpidos. Me volveré loca, me suicidaré o escaparé.
– No podrás marcharte sin nuestro consentimiento -dijo papá-. Y si lo haces… -titubeó.
Margaret le miró de frente. Dios mío, pensó, hasta él se siente avergonzado de lo que iba a decir. ¿A qué demonios se refería?
Papá apretó los labios hasta formar una fina línea y continuó.
– Si te escapas, te declararemos loca y te internaremos en un manicomio.
Margaret respingó. Se quedó muda de horror. No le había imaginado capaz de semejante crueldad. Miró a su madre, pero ésta desvió la vista.
Percy se levantó y tiró la servilleta sobre la mesa.
– Maldito loco, has perdido la chaveta -dijo, y se marchó. Si Percy hubiera hablado así una semana antes, se habría producido un buen escándalo, pero ahora nadie le hizo caso. Margaret volvió a mirar a papá. Su expresión era desafiante, obstinada y culpable. Sabía que se equivocaba, pero no iba a cambiar de opinión.
Por fin, encontró las palabras que expresaban lo que sentía en su corazón.
– Me has sentenciado a muerte -dijo.
Mamá se puso a llorar en silencio.
De pronto, el sonido de los motores cambió. Todo el mundo lo oyó y todas las conversaciones cesaron. Se notó una sacudida y el avión empezó a descender.
27
Cuando los dos motores de babor se detuvieron al mismo tiempo, la suerte de Eddie quedó sentenciada.
Hasta aquel momento podía haber cambiado de idea. El avión habría seguido volando, nadie sabría lo que había planeado. Pero ahora, pasara lo que pasara, todo saldría a la luz. Nunca volvería a volar, excepto quizá como pasajero. Su carrera habría terminado. Combatió la furia que amenazaba con poseerle. Debía conservar la frialdad y cumplir su encargo. Después, pensaría en los bastardos que habían arruinado su vida.
El avión debería realizar un amaraje de emergencia. Los secuestradores subirían a bordo y rescatarían a Frankie Gordino. Después, podía pasar cualquier cosa. ¿Saldría indemne Carol-Ann? ¿Tendería la Marina una emboscada a los gángsteres cuando se dirigieran hacia la orilla? ¿Iría Eddie a la cárcel por su participación en el complot? Era un prisionero del destino, pero se contentaba con estrechar a Carol-Ann entre sus brazos, sana y salva.
Un momento después de que los motores se detuvieran, la voz del capitán Baker sonó por los altavoces.
– ¿Qué demonios sucede?
Eddie tenía la garganta seca por la tensión y tuvo que tragar saliva dos veces para poder contestar.
– Aún no lo sé.
Claro que lo sabía. Los motores se habían detenido porque carecían de combustible: él había cortado el suministro.