Oyó una voz que paralizó su corazón.
– ¿Cuál es la emergencia?
Era Mickey Finn, que subía por la escalera para investigar.
Eddie le miró, horrorizado. Mickey descubriría en menos de un minuto que la válvula situada sobre la rueda de mano no había sido conectada de nuevo. Eddie tenía que deshacerse de él a toda prisa.
Pero el capitán Baker hizo el trabajo por él.
– ¡Largo de aquí, Mickey! -ordenó-. ¡Los tripulantes libres de servicio han de estar sujetos con el cinturón de seguridad durante un amaraje de emergencia, no paseando por el avión y haciendo preguntas estúpidas!
Mickey se marchó como espoleado por un rayo, y Eddie respiró con mayor facilidad.
El avión perdió altura rápidamente. Baker quería encontrarse cerca del agua en caso de que el combustible se agotara antes de lo esperado.
Giraron hacia el oeste para no sobrevolar la isla; si se quedaban sin combustible sobre tierra, todos morirían. Pocos momentos después se hallaron sobre el canal.
Eddie calculó que las olas medían alrededor de un metro veinte. La altura crítica del oleaje se estimaba en unos noventa centímetros; sobrepasado este límite, resultaba peligroso para el clipper amarar. Eddie apretó los dientes. Baker era un buen piloto, pero todo dependería de la suerte.
El avión descendió a toda velocidad. Eddie notó que el casco rozaba la cresta de una gigantesca ola. Siguieron volando durante uno o dos segundos y volvieron a tocar agua. El impacto fue más violento esta vez, y su estómago se revolvió cuando rebotaron hacia arriba.
Eddie temía por su vida. Así se estrellaban los hidroaviones.
Aunque el avión seguía en el aire, el impacto había reducido la velocidad, y se encontraba a una altitud muy baja. En lugar de deslizarse por el agua sin hundirse demasiado, chocaría con violencia. Era la diferencia entre zambullirse y darse una panzada, sólo que el estómago del avión, de fino aluminio, podía romperse como una bolsa de papel.
Se quedó inmóvil, esperando el impacto. El avión golpeó el agua con un estrépito terrorífico que se trasmitió a lo largo de su columna vertebral. El agua cubrió las ventanas. Eddie salió lanzado hacia el lado izquierdo, pero consiguió aferrarse a su asiento. El operador de radio, que estaba sentado mirando hacia adelante, se golpeó la cabeza con el micrófono. Eddie pensó que el avión iba a romperse en mil pedazos. Si un ala se sumergía, todo habría terminado.
Pasó un segundo, y luego otro. Desde la cubierta de vuelo se oían los gritos de los aterrorizados pasajeros. El avión volvió a elevarse, saliendo en parte del agua y avanzando a rastras. Después, se hundió de nuevo, y Eddie salió disparado contra un lado.
Sin embargo, el avión se estabilizó, y Eddie empezó a confiar en que saldrían bien librados. Las ventanas quedaron limpias y logró ver el mar. Los motores continuaban rugiendo; no se habían sumergido.
La velocidad del avión fue disminuyendo. Eddie se sintió cada vez más a salvo, hasta que el avión se quedó quieto, mecido por las olas.
– Jesús, ha sido más difícil de lo que creía -oyó que decía el capitán por sus auriculares, y el resto de la tripulación estalló en carcajadas de alivio.
Eddie se levantó y miró por todas las ventanas, buscando el barco. El sol brillaba, pero divisó nubes de lluvia en el cielo. La visibilidad era buena, pero no distinguió ningún barco. Quizá la lancha se hallaba detrás del clipper, para que no la vieran.
Se sentó y cortó los motores. El operador de radio transmitió un SOS.
– Bajaré a tranquilizar a los pasajeros -dijo el capitán.
El operador de radio recibió una respuesta a su llamada, y Eddie confió en que procediera de los que venían a rescatar a Gordino.
No pudo esperar a averiguarlo. Se dirigió hacia la proa, abrió la escotilla de la cabina y bajó al compartimento de proa. La escotilla se abría hacia abajo, formando una plataforma. Eddie salió y permaneció de pie sobre ella. Tuvo que sujetarse al marco de la puerta para conservar el equilibrio. Las olas saltaban sobre los hidroestabilizadores, y algunas llegaron a mojar sus pies. El sol se ocultaba tras las nubes de vez en cuando, y soplaba una fuerte brisa. Examinó con minuciosidad el casco y las alas, pero no observó el menor desperfecto. El gran aparato había sobrevivido sin sufrir ningún daño.
Soltó el ancla y escudriñó el mar, buscando un barco. ¿Dónde estaban los compinches de Luther? ¿Y si algo iba mal, y si no aparecían? Entonces, divisó por fin en la distancia una lancha motora. Su corazón desfalleció. ¿Era la que esperaba? ¿Iría Carol-Ann a bordo? Le preocupó la idea de que se tratara de otra embarcación, atraída por la curiosidad, y que podía entorpecer todo el proceso.
Se acercaba a gran velocidad, cabalgando sobre las olas. Eddie, después de soltar el ancla y comprobar los posibles daños, debía volver a su puesto en la cubierta de vuelo, pero era incapaz de moverse. Contemplaba la lancha como hipnotizado a medida que aumentaba de tamaño. Era una lancha grande, con la cabina del timonel cubierta. Sabía que corría a unos veinticinco o treinta nudos, pero se le antojaba penosamente lenta. Distinguió unas cuantas figuras en la cubierta. Las contó: cuatro. Se fijó en que una era mucha más pequeña que las otras. El grupo fue configurándose como tres hombres vestidos con trajes oscuros y una mujer ataviada con una chaqueta azul. Carol-Ann tenía una chaqueta azul.
Pensó que era ella, pero no estaba seguro. Tenía el pelo rubio y era menuda, como ella. Estaba algo apartada de los demás. Los cuatro se apoyaban en la barandilla y miraban en dirección al clipper. La espera resultaba insoportable. Entonces, el sol surgió de detrás de una nube y la mujer levantó la mano para protegerse los ojos. El gesto pulsó las fibras más sensibles del corazón de Eddie, y supo que era su mujer.
– Carol-Ann -gritó.
Una oleada de excitación se apoderó de él, y olvidó por un momento los peligros a los que ambos se enfrentaban, dando rienda suelta a la alegría de verla otra vez. Agitó los brazos, ebrio de dicha.
– ¡Carol-Ann! -chilló-. ¡Carol-Ann!
Ella no podía oírle, por supuesto, pero sí podía verle. Demostró sorpresa, vaciló como si no estuviera segura de que era él y luego respondió a su saludo, primero con timidez y después con energía.
Si podía moverse así, significaba que se encontraba bien, y se sintió débil como un niño, lleno de alivio y gratitud. Recordó que aún faltaba mucho por hacer. Saludó por última vez y regresó de mala gana al interior del avión. Apareció en la cubierta de vuelo justo cuando el capitán subía de la cubierta de pasajeros.
– ¿Algún desperfecto? -preguntó.
– Ninguno, por lo que he podido comprobar.
El capitán se volvió hacia el radiotelegrafista, que le dio su informe.
– Nuestra llamada de socorro ha sido contestada por varios barcos, pero el más próximo es un barco de recreo que se acerca por babor. Quizá pueda verlo.
El capitán se acercó a la ventana y vio la lancha. Meneó la cabeza.
– No nos sirve. Han de arrastrarnos. Intente conectar con los guardacostas.
– Los pasajeros de la lancha quieren subir a bordo -dijo el radiotelegrafista.
– Ni hablar -respondió Baker. Eddie se sintió abatido. ¡Tenían que subir a bordo!-. Es demasiado peligroso -siguió el capitán-. No quiero un barco amarrado al avión. Podría dañar el casco, y si intentamos trasladar a la gente con este oleaje, seguro que alguien se cae al agua. Dígales que agradecemos su oferta, pero que no pueden ayudarnos.
Eddie no se esperaba esto. Disfrazó con una expresión de indiferencia su angustia. ¡A la mierda los desperfectos del avión! ¡La banda de Luther ha de subir a bordo! aunque lo pasarían mal sin ayuda desde el interior.
Aun con ayuda, sería una pesadilla tratar de entrar por las puertas normales. Las olas saltaban por encima de los hidroestabilizadores, y llegaban a mitad de las puertas. Nadie podía mantenerse de pie sobre los hidroestabilizadores sin sujetarse a una cuerda, y el agua entraría en el comedor mientras la puerta estuviera abierta. Esto nunca le había pasado a Eddie, porque el clipper solía aterrizar en aguas tranquilas.