¿Cómo subirían a bordo?
Tendrían que entrar por la escotilla de proa.
– Les he dicho que no pueden subir -informó el radiotelegrafista-, pero no parece que me hayan oído.
Eddie miró por la ventana. La lancha estaba dando vueltas alrededor del avión.
– No les haga caso -dijo el capitán.
Eddie se levantó y se dirigió a la escalerilla que descendía al compartimento de proa.
– ¿A dónde va? -preguntó el capitán Baker con sequedad. -Necesito verificar el ancla -respondió Eddie de forma vaga, y continuó sin esperar la respuesta.
– Es el último viaje de ese tío -oyó que decía Baker. Yo lo sabía, pensó, desolado.
Salió a la plataforma. La lancha se encontraba a unos diez o doce metros del morro del clipper. Vio a Carol-Ann, apoyada en la barandilla. Llevaba un vestido viejo y zapatos de tacón bajo, los que utilizaba para estar por casa. Se había echado su mejor chaqueta sobre los hombros cuando la secuestraron. Ya podía distinguir su rostro. Parecía pálida y agotada. Una rabia sorda bulló en el interior de Eddie. Me las pagarán, pensó.
Alzó el cabrestante plegable, gesticuló en dirección a la lancha, señalando el cabrestante y fingiendo que lanzaba una cuerda. Tuvo que repetirlo varias veces antes de que los hombres de la lancha le entendieran. Adivinó que no eran marineros experimentados. Parecían fuera de lugar en la embarcación, con sus trajes de chaqueta cruzada y sujetándose los sombreros de fieltro para que el viento no se los arrebatara. El tipo que manejaba el timón, tal vez el patrón de la lancha, estaba ocupado en sus controles, intentando que la lancha no zozobrara. Por fin, uno de los hombres dio a entender que había comprendido con un ademán y lanzó una cuerda.
No era muy ducho, y Eddie sólo consiguió cogerla a la cuarta intentona.
La aseguró al cabrestante. Los hombres de la lancha acercaron su embarcación al avión. La barca, que era mucho más ligera, se balanceaba mucho más en el oleaje. Amarrar la lancha al avión, iba a convertirse en una tarea difícil y peligrosa.
De pronto, escuchó la voz de Mickey Finn detrás de él.
– Eddie, ¿qué coño estás haciendo?
Se giró en redondo. Mickey se hallaba en el compartimento de proa, mirándole con una expresión de preocupación en su rostro franco y cubierto de pecas.
– ¡No te entrometas, Mickey! -gritó Eddie-. ¡Si lo haces, alguien saldrá malherido, te lo advierto!
Mickey parecía asustado.
– Muy bien, muy bien, lo que tú digas.
Retrocedió hacia la cubierta de vuelo, pensando que Eddie se había vuelto loco, tal como demostraba su expresión.
Eddie miró hacia la lancha. Ya estaba muy cerca. Contempló a los tres hombres. Uno era muy joven; no tendría más de dieciocho años. Otro era mayor, pero bajo y delgado, y un cigarrillo colgaba de la esquina de su boca. El tercero, vestido con un traje negro a rayas blancas, daba la impresión de estar al mando.
Iban a necesitar dos cuerdas para asegurar la lancha, decidió Eddie. Se llevó las manos a la boca para que actuaran como un megáfono y gritó:
– ¡Lancen otra cuerda!
El hombre del traje a rayas cogió otra cuerda de la proa, cercana a la que ya estaban utilizando. No serviría de nada: necesitaban una en cada extremo de la lancha, a fin de formar un triángulo.
– ¡No, ésa no! -chilló Eddie-. ¡Tírenme una cuerda desde la popa!
El hombre comprendió el mensaje.
Esta vez, Eddie se apoderó de la cuerda a la primera. La introdujo en el interior del avión, atándola a un puntal.
La lancha se aproximó con mayor rapidez, gracias a que un hombre tiraba de cada cuerda. De repente, los motores enmudecieron y un hombre cubierto con un mono salió de la timonera y se encargó de la tarea. Se trataba de un marinero, sin lugar a dudas.
Eddie oyó otra voz a su espalda, procedente del compartimento de proa. Era el capitán Baker.
– ¡Deakin, está desobedeciendo una orden directa! -aulló.
Eddie no le hizo caso y rezó para que tardara unos segundos más en intervenir. La lancha ya se encontraba lo más cerca posible. El patrón ató las cuerdas a los puntales de la cubierta, tensándolas lo suficiente para que la lancha se meciera al compás de las olas. Los gángsters deberían esperar hasta que el oleaje permitiera que la cubierta se situara al nivel de la plataforma. Después, saltarían de una a otra. Utilizarían la cuerda que unía la popa de la lancha con el compartimento de proa para conservar el equilibrio.
– ¡Deakin! -ladró Baker-. ¡Vuelva aquí!
El marinero abrió una puerta practicada en la barandilla y el gángster del traje a rayas se dispuso a saltar. Eddie notó que el capitán Baker le agarraba por la chaqueta desde atrás. El gángster comprendió lo que estaba pasando y deslizó su mano en el interior de la chaqueta.
La peor pesadilla de Eddie consistía en que uno de sus compañeros de tripulación decidiera comportarse como un héroe y le mataran. Ojalá hubiera podido contarles que Steve Appleby iba a enviar un guardacostas, pero temía que, sin darse cuenta, alguno de ellos pusiera sobre aviso a los gángsters. Por lo tanto, debía esforzarse por controlar la situación.
– ¡Capitán, no se entrometa! -gritó, volviéndose hacia Baker-. ¡Estos bastardos llevan pistolas!
Baker se mostró sorprendido. Miró al gángster, y luego se escabulló. Eddie se giró en redondo y vio que el hombre del traje a rayas guardaba una pistola en el bolsillo de la chaqueta. Jesús, ojalá pueda impedir que empiecen a disparar sobre la gente, pensó, presa del pánico. Si alguien muere, será por culpa mía.
La embarcación se hallaba sobre la cresta de una ola, con la cubierta algo elevada sobre el nivel de la plataforma. El gángster asió la cuerda, vaciló y saltó sobre la plataforma. Eddie le sujetó para que no cayera.
– ¿Tú eres Eddie? -preguntó el hombre.
Eddie reconoció la voz: la había oído por teléfono. Recordó cómo se llamaba el nombre: Vincini. Eddie le había insultado. Ahora lo lamentó, porque necesitaba su colaboración.
– Quiero trabajar con ustedes, Vincini -dijo-. Si quiere que no haya problemas, déjenme ayudarles.
Vincini le dirigió una dura mirada.
– Muy bien -dijo al cabo de un momento-, pero un paso en falso y está muerto.
Su tono era enérgico, práctico. No dio muestras de guardarle rencor. Sin duda, tenía demasiadas cosas en la cabeza para pensar en desaires anteriores.
– Entre y espere a que los demás suban.
– Muy bien -Vincini se volvió hacia la lancha-. Joe, tú eres el siguiente. Después, el muchacho. La chica será la última.
Entró en el compartimento de proa.
Eddie vio que el capitán Baker estaba subiendo por la escalerilla hacia la cubierta de vuelo. Vincini sacó la pistola y dijo:
– Quieto ahí.
– Obedézcale, capitán -indicó Eddie-. Estos tíos no se andan con bromas.
Baker bajó y levantó las manos.
Eddie devolvió su atención a la lancha. El tal Joe se aferraba a la barandilla de la embarcación, con el aspecto de estar muerto de miedo.
– ¡No sé nadar! -chilló, con voz rasposa.
– No le hará falta -contestó Eddie, extendiendo una mano.
Joe saltó, asió su mano y entró tambaleándose en el compartimento de proa.
El jovencito era el último. Se mostraba más confiado, después de ver que los otros dos se habían trasladado al avión sin problemas.
– Yo tampoco sé nadar -dijo, sonriente. Saltó demasiado pronto, posó los pies en el mismo borde de la plataforma, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Eddie se inclinó hacia adelante, sujetándose a la cuerda con la mano izquierda, y agarró al muchacho por el cinturón, tirando de él hasta depositarle sobre la plataforma.