– ¿Se siente mejor, lady Margaret?
Observó por el rabillo del ojo que su título había impresionado a Harry Marks.
– Mucho mejor, gracias -contestó. Hablando con Harry, había conseguido olvidar sus problemas, pero ahora recordó todo cuanto había hecho-. Han sido muy amables -prosiguió-. Me voy a marchar, porque me aguardan asuntos muy importantes.
– No hace falta que se apresure -dijo el policía-. Su padre, el marqués, ya viene a buscarla.
El corazón de Margaret se paralizó. ¿Cómo era posible? Estaba tan convencida de encontrarse a salvo…, ¡Había subestimado a su padre! Se sentía tan asustada como en el momento de huir hacia la estación de ferrocarril. ¡Iba en su persecución, corría tras ella en este preciso momento! Sintió que el suelo temblaba bajo sus pies.
El joven agente parecía orgulloso.
– Su descripción empezó a circular a última hora de la noche, y la leí mientras estaba de servicio. No la reconocí a oscuras, pero me acordaba del nombre. Las instrucciones consistían en informar al marqués de inmediato. En cuanto la traje aquí, le llamé por teléfono.
Margaret se puso en pie. Su corazón latía locamente.
– No voy a esperarle -anunció-. Ya es de día. El semblante del policía reflejó nerviosismo.
– Un momento -la atajó, volviéndose hacia el mostrador-. Sargento, la señorita no quiere esperar a su padre.
– No pueden obligarla a quedarse -le dijo Harry Marks-. Huir de casa no es ningún crimen a su edad. Si quiere marcharse, hágalo.
La idea de que encontraran alguna excusa para detenerla horrorizaba a Margaret.
El sargento se levantó de su silla y dio la vuelta al mostrador.
– El señor tiene razón -dijo-. Puede marcharse cuando quiera.
– Oh, gracias -respondió Margaret, aliviada.
El sargento sonrió.
– Pero no tiene zapatos, y las medias están rotas. Si va a marcharse antes de que llegue su padre, deje que llamemos un taxi.
Ella reflexionó unos momentos. Habían telefoneado a papá en cuanto entró en la comisaría, pero hacía menos de una hora. Papá no llegaría hasta dentro de otra hora, o más.
– Muy bien -accedió-. Gracias.
El sargento abrió una puerta que daba al vestíbulo.
– Estará más cómoda aquí, mientras espera el taxi. Abrió una luz.
Margaret habría preferido quedarse a hablar con el fascinante Harry Marks, pero no quería rechazar la amable invitación del sargento, sobre todo después de que hubiera accedido a su petición.
– Gracias -repitió.
– Es una trampa -dijo Harry, mientras se encaminaba hacia la puerta.
Entró en la pequeña habitación. Había unas sillas baratas, un banco, una bombilla desnuda que colgaba del techo y una ventana con barrotes. No pudo imaginar por qué el sargento consideraba este cubículo más cómodo que el vestíbulo. Se volvió para decírselo.
La puerta se cerró en sus narices. Un presentimiento espantoso hinchó su corazón de pánico. Se abalanzó sobre la puerta y aferró el tirador. En ese momento, una llave giró en la cerradura, confirmando sus terrores. Agitó el tirador furiosamente. La puerta no se abrió.
Se desplomó, desesperada, apoyando la cabeza contra la madera.
Oyó al otro lado una carcajada, y después la voz de Harry, apagada pero comprensible.
– Bastardos.
La voz del sargento ya no era amistosa.
– Métete la lengua en el culo -dijo con rudeza.
– No tiene derecho, y lo sabe.
– Su padre es un podrido marqués, y ése es todo el derecho que necesito.
Nadie volvió a hablar.
Margaret comprendió con amargura que había perdido. Su gran evasión había fracasado. Los que había considerado sus amigos la habían traicionado. Había gozado de libertad por un breve espacio de tiempo, pero todo había terminado. No se iba a enrolar en el STA, pensó, desolada. Se embarcaría en el clipper de la Pan Am y volaría a Nueva York, huyendo de la guerra. A pesar de todas las vicisitudes, no había logrado alterar su destino. Le pareció horriblemente injusto.
Al cabo de un largo rato, se apartó de la puerta y recorrió los pocos pasos que la separaban de la ventana. Vio un patio vacío y una pared de ladrillo. Se quedó de pie, derrotada e indefensa, mirando por entre los barrotes la brillante luz del amanecer, esperando a su padre.
Eddie Deakin dio al clipper de la Pan American un vistazo final. Los cuatro motores Wright Cyclone de 1500 caballos de fuerza brillaban de aceite. Cada motor era tan alto como un hombre. Habían cambiado todas las cincuenta y seis bujías. Guiado por un impulso, Eddie sacó del bolsillo de su mono una galga y la deslizó por el asiento de uno de los motores, entre la goma y la parte metálica, para probar la estanqueidad. La potente vibración debida al largo vuelo sometía el adhesivo a un terrorífico esfuerzo. Sin embargo, la delgada hoja de la galga no consiguió penetrar ni medio centímetro. El encaje del motor era perfecto.
Cerró la escotilla y bajó por la escalerilla. Mientras depositaban de nuevo el avión sobre el agua, se quitaría el mono, se cambiaría de ropa y adoptaría su uniforme de vuelo negro de la Pan American.
El sol brillaba cuando salió del muelle y subió por la colina hasta el hotel donde la tripulación se hospedaba durante la escala. Estaba orgulloso del avión y de su trabajo. Las tripulaciones del clipper constituían una élite, los mejores hombres al servicio de la compañía aérea, pues la línea transatlántica era la ruta más prestigiosa. Siempre podría decir que había sobrevolado el Atlántico durante la primera época.
Sin embargo, tenía el proyecto de despedirse pronto. Tenía treinta años, estaba casado desde hacía uno y Carol Ann estaba embarazada. Volar era perfecto para un soltero, pero no iba a pasarse la vida lejos de su mujer y sus hijos. Había ahorrado y contaba casi con la cantidad suficiente para emprender un negocio propio. Tenía una opción sobre un lugar cercano a Bangor (Maine), ideal para construir un campo de aviación. Se dedicaría al mantenimiento de aviones y vendería combustible, y a la larga adquiriría un avión para vuelos charter. Soñaba en secreto con llegar a ser algún día el propietario de una compañía aérea, como el pionero Juan Trippe, fundador de la Pan American.
Entró en los terrenos del hotel Langdown Lawn. Era una suerte para la tripulación de la Pan American que un hotel tan agradable distara tan sólo un kilómetro y medio del complejo de Imperial Airways. Era una típica casa de campo inglesa, dirigida por una pareja encantadora que caía bien a todo el mundo y servía el té en el jardín por las tardes, bajo la luz del sol.
Entró en el hotel. Se encontró en el vestíbulo con su ayudante, Desmond Finn, conocido inevitablemente como Mickey. Mickey le recordaba a Eddie al Jimmy Olsen de las aventuras de Supermán; era un tipo despreocupado, que sonreía exhibiendo toda la dentadura y adoraba a Eddie como a un héroe, una característica que turbaba a Eddie. Estaba hablando por teléfono, y se interrumpió al ver a Eddie.
– Espera. Tienes suerte, acaba de entrar. -Tendió el auricular a Eddie-. Una llamada para ti.
Se alejó escaleras arriba, dejando a Eddie solo.
– ¿Sí? -dijo Eddie.
– ¿Es usted Edward Deakin?
Eddie frunció el ceño. No reconoció la voz, y nadie le llamaba Edward.
– Sí, soy Eddie Deakin. ¿Quién es usted?
– Espere, le paso a su mujer.
El corazón le dio un vuelco. ¿Por qué le llamaba Carol-Ann desde Estados Unidos? Algo iba mal.
Un momento después escuchó su voz.
– ¿Eddie?
– Hola, cariño, ¿qué ocurre?
Ella estalló en lágrimas.
Una serie de espantosas explicaciones acudieron a su mente: la casa se había incendiado, alguien había muerto, Carol-Ann se había herido en algún accidente, había sufrido un aborto…
– Carol-Ann, cálmate. ¿Te encuentras bien?