– ¡Caray, gracias! -dijo el chico, como si Eddie, en lugar de salvarle la vida, se hubiera limitado a echarle una mano.
Carol-Ann se encontraba de pie en la cubierta de la lancha, mirando hacia la plataforma con el temor reflejado en su cara. No era cobarde, pero Eddie adivinó que el amago de accidente del muchacho la había asustado.
– Haz lo mismo que ellos, cariño -dijo Eddie, sonriendo-. Tú puedes hacerlo.
Ella asintió y agarró la cuerda.
Eddie esperó, con el corazón en un puño. El oleaje elevó la lancha al nivel de la plataforma. Carol-Ann titubeó, perdió una oportunidad y se asustó aún más.
– No te precipites -aconsejó Eddie, hablando con una voz serena que ocultaba sus propios temores-. Salta cuando lo creas conveniente.
La lancha volvió a mecerse. Una expresión de forzada determinación apareció en el rostro de Carol-Ann. Apretó los labios y frunció el entrecejo. La lancha se alejó medio metro de la plataforma, ensanchando la separación.
– Quizá no sea el momento… -empezó Eddie, pero ya era demasiado tarde. Carol-Ann estaba tan decidida a comportarse con valentía que ya había saltado.
Ni siquiera llegó a tocar la plataforma.
Lanzó un chillido de terror y quedó colgada de la cuerda.
Sus pies patalearon en el aire. Eddie no podía hacer nada mientras la lancha se deslizaba hacia abajo por la pendiente de la ola y Carol-Ann se alejaba de la plataforma.
– ¡Cógete fuerte! -gritó-. ¡Ya subirás!
Estaba dispuesto a lanzarse al mar para salvarla si fuera necesario.
Pero ella se aferró con fuerza a la cuerda y el oleaje volvió a elevarla. Cuando llegó al nivel de la plataforma, estiró una pierna, pero no logró tocarla. Eddie se arrodilló y extendió una mano. Casi perdió el equilibrio y cayó al agua, pero ni siquiera consiguió rozarle la pierna. El oleaje se la llevó de nuevo, y la joven chilló de desesperación.
– ¡Colúmpiate! -gritóEddie-. ¡Colúmpiate de un lado a otro cuando subas!
Ella le oyó. Eddie advirtió que apretaba los dientes a causa del dolor que sentía en sus brazos, pero logró columpiarse atrás y adelante mientras el oleaje elevaba la lancha. Eddie se arrodilló y alargó la mano. Carol-Ann se situó al nivel de la plataforma y se columpió con todas sus fuerzas. Eddie la agarró por el tobillo. No llevaba medias. La atrajo hacia sí y se apoderó del otro tobillo, pero sus pies aún no llegaban a la plataforma. La lancha cabalgó sobre la cresta de la ola y empezó a caer. Carol-Ann chilló. Eddie continuaba agarrándola por los tobillos. Entonces, ella soltó la cuerda.
Eddie no cedió. Cuando Carol-Ann cayó, su peso le arrastró y estuvo a punto de caer al mar, pero consiguió deslizarse sobre el estómago y permanecer en la plataforma. Carol-Ann subía y bajaba, sin soltar sus manos. En esta posición no podía elevarla, pero el mar se encargó del trabajo. La siguiente ola sumergió su cabeza, pero la alzó hacia él. Eddie soltó el tobillo que atenazaba con la mano derecha y rodeó su cintura con el brazo.
La había salvado. Descansó unos momentos.
– Ya está, nena, te he cogido -dijo, mientras ella respiraba con dificultad y farfullaba palabras entrecortadas. Después la izó hasta la plataforma.
La sostuvo con una mano mientras ella se ponía de pie, y luego la condujo al interior del avión.
Carol-Ann, sollozando, se derrumbó en sus brazos. Eddie apretó la cabeza chorreante contra su pecho. Tenía ganas de llorar, pero se contuvo. Los tres gángsteres y el capitán Baker le miraban expectantes, pero siguió sin hacerles caso varios segundos más. Abrazó a Carol-Ann con fuerza cuando ella se puso a temblar.
– ¿Te encuentras bien, cariño? -preguntó por fin-. ¿Te han hecho daño estos canallas?
Ella meneó la cabeza.
– Creo que estoy bien -balbució, mientras sus dientes castañeteaban.
Eddie levantó la vista y miró al capitán Baker. Éste les contempló con estupor.
– Dios mío, empiezo a comprender esta…
– Basta de cháchara. Hay mucho que hacer -interrumpió Vincini.
Eddie soltó a Carol-Ann.
– Muy bien. Creo que antes deberíamos hablar con la tripulación, serenarla y lograr que no se entrometa. Después, les conduciré hasta el hombre que buscan. ¿De acuerdo?
– Sí, pero démonos prisa.
– Síganme.
Eddie se encaminó a la escalerilla y subió por ella. Salió a la cubierta de vuelo y se puso a hablar al instante, aprovechando los pocos segundos que había sacado de ventaja a Vincini.
– Escuchad, chicos, que nadie intente hacerse el héroe, por favor, no es necesario. Espero que me comprendáis. -No podía arriesgarse más. Un momento después, Carol-Ann, el capitán Baker y los tres malhechores surgieron por la escotilla-. Mantened todos la calma y haced lo que os digan -continuó Eddie-. No quiero disparos, no quiero que nadie resulte herido. El capitán os dirá lo mismo. -Miró a Baker.
– Exactamente, muchachos. No deis motivos a estos tipos para utilizar sus armas.
Eddie miró a Vincini.
– Muy bien, adelante. Capitán, venga con nosotros para tranquilizar a los pasajeros, por favor. Después, que Joe y Kid conduzcan a los tripulantes al compartimento número 1.
Vincini mostró su aprobación con un cabeceo.
– Carol Ann, ¿quieres ir con la tripulación, cariño?
– Sí.
Eddie se sintió mejor. Estaría lejos de las pistolas, y podría explicar a sus compañeros de tripulación por qué había ayudado a los gángsteres.
– ¿Quiere esconder su pistola? -preguntó Eddie a Vincini-. Asustará a los pasajeros…
– Que te den por el culo. Vamos.
Eddie se encogió de hombros. Al menos, lo había intentado.
Les guió hasta la cubierta de pasajeros. Muchos conversaban en voz alta, otros reían con cierta nota de histeria y una mujer sollozaba. Todos estaban sentados, y los dos mozos realizaban heroicos esfuerzos para aparentar calma y normalidad.
Eddie recorrió el avión. Vajilla y vasos rotos sembraban el suelo del comedor; de todos modos, no se había derramado mucha comida, porque la comida casi había terminado, y todo el mundo estaba tomando café. La gente se calló cuando reparó en la pistola de Vincini.
– Les pido disculpas, damas y caballeros -iba diciendo el capitán Baker, que caminaba detrás de Vincini-, pero sigan sentados, mantengan la calma y todo terminará en breve plazo.
Hablaba con tal aplomo que hasta Eddie se sintió más aliviado.
Atravesó el compartimento número 3 y entró en el número 4. Ollis Field y Frankie Gordino estaban sentados codo con codo. Ya está, pensó Eddie; voy a dejar en libertad a un criminal. Apartó el pensamiento, señaló a Gordino y dijo:
– Aquí tiene a su hombre.
Ollis Field se puso en pie.
– Soy el agente del FBI Tommy McArdle -dijo-. Frankie Gordino cruzó el Atlántico en un barco que llegó ayer a Nueva York, y ahora está encerrado en la cárcel de Providence, Rhode Island.
– ¡Por los clavos de Cristo! -estalló Eddie. Estaba atónito-. ¡Un señuelo! ¡He sufrido tanto por un asqueroso señuelo!
A la postre, no iba a dejar en libertad a un asesino, pero no podía sentirse contento porque temía la reacción de los gángsters. Miró con temor a Vincini.
– Gordino nos importa un rábano -dijo Vincini-. ¿Dónde está el devorador de salchichas?
Eddie le miró, sin habla. ¿No querían a Gordino? ¿Qué significaba eso? ¿Quién era el devorador de salchichas?
La voz de Tom Luther sonó desde el compartimento número 3.
– Está aquí, Vincini. Ya le tengo.
Luther estaba en el umbral, apuntando con una pistola a la cabeza de Carl Hartmann.
Eddie no salía de su asombro. ¿Por qué demonios quería secuestrar a Carl Hartmann la banda de Patriarca?
– ¿Por qué les interesa un científico?
– No sólo es un científico -dijo Luther-. Es un físico nuclear.
– ¿Son ustedes nazis?
– Oh, no -explicó Vincini-. Sólo hacemos un trabajo para ellos. De hecho, somos demócratas. -Lanzó una ronca carcajada.