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– Yo no soy demócrata -replicó con frialdad Luther-. Estoy orgulloso de ser miembro del Deutsch-Amerikaner Bund.

Eddie había oído hablar del Bund; era una supuesta sociedad de amistad germano-norteamericana, pero la habían fundado los nazis.

– Estos hombres son simples mercenarios -prosiguió Luther-. Recibí un mensaje personal del propio Führer, solicitando mi ayuda para capturar a un científico fugado y devolverle a Alemania. -Eddie comprendió que Luther estaba orgulloso de tal honor. Era el acontecimiento más importante de su vida-. Pagué a esta gente para que me ayudara. Ahora, llevaré de vuelta a Alemania al profesor Hartmann, donde el Tercer Reich requiere su presencia.

Eddie miró a Hartmann. El hombre estaba muerto de miedo. Un abrumador sentimiento de culpa embargó a Eddie. Obligarían a Hartmann a regresar a la Alemania nazi, todo por culpa de Eddie.

– Raptaron a mi esposa -le dijo Eddie-. ¿Qué podía hacer?

La expresión de Hartmann se transformó de inmediato. -Lo comprendo -dijo-. En Alemania estamos acostumbrados a estas cosas. Te obligan a traicionar una lealtad por el bien de otra. Usted no tenía otra alternativa. No se culpe.

Que el hombre aún conservara arrestos para consolarle en un momento como éste dejó estupefacto a Eddie. Miró a Ollis Field.

– ¿Por qué trajo un señuelo al clipper? -preguntó-. ¿Quería que la banda de Patriarca secuestrara el avión?

– De ninguna manera -contestó Field-. Nos informaron que la banda quiere matar a Gordino para impedir que cante. Iban a atentar contra su vida en cuanto pusiéramos pie en Estados Unidos. Esparcimos el rumor de que volaba en el clipper, pero le enviamos en barco. En estos momentos, la radio estará transmitiendo la noticia de que Gordino ha ingresado en prisión, y la banda sabrá que fue engañada.

– ¿Por qué no protegía a Carl Hartmann?

– No sabíamos que viajaba a bordo… ¡Nadie nos lo dijo!

¿Viajaba Hartmann sin ninguna protección, o contaba con un guardaespaldas desconocido para todo el mundo?, se preguntó Eddie.

El gángster bajito llamado Joe entró en el compartimento con su pistola en la mano derecha y una botella abierta de champán en la izquierda.

– Están pacíficos como corderitos, Vinnie -dijo-. Kid se ha quedado en el comedor, para cubrir la parte delantera del avión desde allí.

– ¿Y dónde está el jodido submarino? -preguntó Vincini a Luther.

– Llegará de un momento a otro, estoy seguro -respondió Luther.

¡Un submarino! ¡Luther se había citado con un submarino frente a la costa de Maine! Eddie miró por las ventanas, esperando verlo surgir de las aguas como una ballena de acero, pero sólo divisó olas.

– Bien, ya hemos cumplido nuestra parte -dijo Vincini-. Dénos el dinero.

Luther retrocedió hacia su asiento, sin dejar de apuntar a Hartmann, cogió un maletín y lo entregó a Vincini. Éste lo abrió. Estaba repleto de fajos de billetes.

– Cien mil dólares en billetes de veinte -dijo Luther.

– Lo comprobaré -replicó Vincini. Guardó la pistola y se sentó con el maletín sobre las rodillas.

– Tardará años en… -empezó Luther.

– ¿Cree que nací ayer? -repuso Vincini, en un tono de infinita paciencia-. Comprobaré dos fajos y después contaré cuántos fajos hay. Ya lo he hecho otras veces.

Todo el mundo miró a Vincini mientras contaba el dinero, la princesa Lavinia, Lulu Bell, Mark Alder, Diana Lovesey, Ollis Field y el presunto Frankie Gordino. Joe reconoció a Lulu Bell.

– Oiga, ¿no sale usted en las películas?

Lulu Bell desvió la vista, sin hacerle caso. Joe bebió directamente de la botella, y después se la ofreció a Diana Lovesey. Ésta palideció y se apartó de él.

– Estoy de acuerdo, no es tan bueno como dicen -comentó Joe, y derramó champagne sobre su vestido a topos crema y rojo.

Diana lanzó un grito de angustia y rechazó las manos del hombre. La tela mojada se pegó a su piel, resaltando la turgencia de sus pechos.

Eddie se sintió consternado. Incidentes como éste podían degenerar en actos violentos.

– ¡Basta! -dijo.

Joe no le hizo caso.

– Vaya tetas -dijo, con una sonrisa lasciva. Dejó caer la botella y aferró un pecho de Diana, apretándolo. Ella chilló.

– ¡No la toques, mamarracho…! -gritó Mark, forcejeando con el cinturón de seguridad.

El gángster le golpeó en la boca con la pistola, efectuando un movimiento sorprendentemente veloz. Brotó sangre de los labios de Mark.

– ¡Vincini, por el amor de Dios, deténgale! -gritó Eddie.

– Joder, si a una tía como ésta no le han tocado aún las tetas a su edad, ya es hora -dijo Vincini.

Joe hundió la cara entre los pechos de Diana, que se debatía en el asiento, intentando soltarse el cinturón.

Mark se desabrochó el cinturón, pero Joe volvió a golpearle antes de que consiguiera ponerse de pie. Esta vez, la culata de su pistola le alcanzó cerca del ojo. Joe utilizó su puño derecho para hundirlo en el estómago de Mark, asestándole otro golpe en la cara con la pistola. La sangre de sus heridas cegó a Mark. Varias mujeres empezaron a chillar.

Eddie ya no pudo soportarlo más. Estaba decidido a evitar el derramamiento de sangre. Cuando Joe iba a golpear a Mark de nuevo, Eddie, jugándose la vida, agarró al gángster por detrás y le retorció los brazos.

Joe se debatió, tratando de apuntar a Eddie, pero éste no aflojó la presa. Joe apretó el gatillo. El estruendo resultó ensordecedor en un espacio tan restrignido, pero la bala se estrelló en el suelo.

Ya se había disparado el primer tiro. Eddie se quedó horrorizado, temiendo perder el control de la situación. El baño de sangre parecía inevitable.

Vincini intervino por fin.

– ¡Basta, Joe! -aulló.

El hombre se inmovilizó.

Eddie le soltó.

Joe le dirigió una mirada envenenada, pero no dijo nada.

– Ya podemos marcharnos -dijo Vincini-. Tenemos el dinero.

Eddie vislumbró un rayo de esperanza. Si se marchaban ahora, no se derramaría más sangre. Idos, pensó. ¡Por el amor de Dios, idos!

– Llévate a la puta si quieres, Joe -siguió Vincini-. Yo también me la quiero tirar… Me gusta más que la huesuda mujer del mecánico.

Se levantó.

– ¡No, no! -chilló Diana.

Joe le desabrochó el cinturón de seguridad y la agarró por el pelo. Diana luchó con él. Mark se puso en pie, intentando secarse la sangre que cegaba sus ojos. Eddie cogió a Mark, conteniéndole.

– ¡No sea suicida! -dijo-. Todo saldrá bien, se lo prometo -añadió, bajando la voz.

Deseaba decirle a Mark que un guardacostas de la Marina estadounidense interceptaría a la lancha de la banda antes de que tuvieran tiempo de hacerle algo a Diana, pero tenía miedo de que Vincini le escuchara.

– O vienes con nosotros o le meto una bala a tu amiguito entre ceja y ceja -dijo Vincini a Diana, apuntando a Mark.

Diana se quedó quieta y empezó a llorar.

– Yo iré con ustedes, Vincini -dijo Luther-. Mi submarino no ha conseguido llegar.

– Ya lo sabía -replicó Vincini-. Es imposible acercarse tanto a Estados Unidos.

Vincini no sabía nada acerca de submarinos. Eddie sabía por qué el submarino no había hecho acto de aparición. El comandante había visto el guardacostas de Steve Appleby, patrullando el canal… No debía estar muy lejos, escuchando la radio del guardacostas, confiando en que la lancha se alejaría.

La decisión de Luther de huir con los gángsteres, en lugar de aguardar al submarino, envalentonó a Eddie. La lancha de los gángsteres se dirigía hacia la trampa preparada por Steve Appleby, y si Luther y Hartmann se encontraban a bordo de la lancha, Hartmann se salvaría. Si todo terminaba sin más daños que algunos cortes en la cara de Mark Alder, Eddie se daría por satisfecho.