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Percy tiró la pistola y miró, horrorizado, al hombre que había matado. Parecía al borde de las lágrimas.

Todo el mundo miró a Luther, el último de la banda, y la única persona que todavía empuñaba un arma.

Carl Hartmann se liberó de la presa de Luther con un repentino movimiento y se arrojó al suelo. La idea de que Hartmann resultara asesinado aterró a Margaret; luego pensó que Luther mataría a Percy, pero lo que en realidad ocurrió la pilló totalmente desprevenida.

Luther se apoderó de ella.

La sacó del asiento y la sostuvo frente a él, apoyando la pistola en su sien, tal como había hecho antes con Hartmann. Todo el mundo permaneció inmóvil.

Margaret estaba demasiado aterrorizada para hablar, incluso para gritar. El cañón de la pistola se hundía dolorosamente en su sien. Luther estaba temblando, tan asustado como ella.

– Hartmann, vaya hacia la puerta de proa. Suba a la lancha. Haga lo que le digo o mataré a la chica.

De pronto, Margaret notó que una terrorífica calma descendía sobre ella. Comprendió, con espantosa claridad, la astucia de Luther. Si se hubiera limitado a apuntar a Hartmann, éste habría dicho: «Máteme. Prefiero morir que regresar a Alemania». Pero ahora, su vida estaba en juego. Hartmann podía estar dispuesto a sacrificar su vida, pero no la de una joven.

Hartmann se levantó lentamente.

Todo dependía de ella, comprendió Margaret con lógica fría e implacable. Podía salvar a Hartmann sacrificando su vida. No es justo, pensó, no esperaba esto, no estoy preparada, no puedo hacerlo.

Miró a su padre. Parecía horrorizado.

En aquel horrible momento recordó cómo se había burlado de ella, diciendo que era demasiado blanda para combatir, que no duraría ni un día en el STA.

¿Tenía razón?

Lo único que debía hacer era moverse. Tal vez Luther la matara, pero los demás hombres saltarían sobre él al instante, y Hartmann conseguiría salvarse.

El tiempo transcurría con tanta lentitud como en una pesadilla.

Puedo hacerlo, penso con absoluta frialdad.

Respiró hondo y pensó: «Adiós a todos».

De pronto, oyó la voz de Harry detrás de ella.

– Señor Luther, creo que su submarino acaba de llegar. Todo el mundo miró por las ventanas.

Margaret notó que la presión del cañón sobre su sien cedía una fracción de milímetro, y reparó en que Luther se distraía un momento.

Agachó la cabeza y se liberó de su presa.

Oyó un disparo, pero no sintió nada.

Todo el mundo se movió al mismo tiempo.

Eddie, el mecánico, pasó junto a ella y cayó como un árbol sobre Luther.

Margaret vio que Harry le arrebataba la pistola a Luther.

Luther se derrumbó sobre el suelo, bajo el peso de Eddie y Harry.

Margaret comprendió que aún vivía.

De repente, se sintió débil como un bebé, y se desplomó en el asiento.

Percy se lanzó hacia ella. Se abrazaron. El tiempo se había detenido.

– ¿Estás bien? -se oyó preguntar.

– Creo que sí -contestó Percy, tembloroso.

– ¡Eres muy valiente!

– ¡Y tú también!

Sí, lo he sido, pensó. He sido valiente.

Todos los pasajeros se pusieron a gritar a la vez, hasta que el capitán Baker intervino.

– ¡Cállense todos, por favor!

Margaret miró a su alrededor.

Luther seguía caído en el suelo, sujeto por Eddie y Harry. El peligro procedente del interior del aparato ya no existía. Miró afuera. El submarino flotaba en el agua como un gran tiburón gris, y sus mojados flancos de acero centelleaban a la luz del sol.

– Hay un guardacostas de la Marina en las cercanías -explicó el capitán Baker- y vamos a informarles por radio ahora mismo de la presencia del submarino. -La tripulación había entrado en el comedor desde el compartimento número 1. El capitán se dirigió al radiotelegrafista-. Ponte en contacto, Ben.

– Sí, señor, pero tenga en cuenta que el submarino puede captar nuestro mensaje y darse a la fuga.

– Tanto mejor -gruñó el capitán-. Nuestros pasajeros ya han corrido suficientes peligros.

El radiotelegrafista subió a la cubierta de vuelo.

Todo el mundo miraba al submarino, cuya escotilla seguía cerrada. Su comandante se mantenía a la espera de los acontecimientos.

– Falta un gángster por capturar -continuó Baker-, y me gustaría echarle el guante. Es el patrón de la lancha. Eddie, ve a la puerta de proa y hazle subir a bordo. Dile que Vincini le reclama.

Eddie se levantó y salió.

– Jack, coge todas estas jodidas pistolas y quítales la munición -dijo el capitán al navegante. Después, al darse cuenta de que había soltado un taco, se disculpó-. Señoras, les ruego que perdonen mi lenguaje.

Habían oído tantas palabrotas en boca de los gángsters que Margaret no pudo por menos que reír de su ingenuidad, y los demás pasajeros la secundaron. El capitán manifestó estupor al principio, pero luego comprendió el motivo de sus carcajadas y sonrió.

Las risas hicieron comprender a todos que el peligro había pasado, y algunos pasajeros empezaron a tranquilizarse. Margaret aún se sentía rara, y temblaba como si la temperatura fuera extremadamente fría.

El capitán empujó a Luther con la punta del zapato y habló a otro tripulante.

– Johnny, encierra a este tipo en el compartimento número uno y no le pierdas de vista.

Harry soltó a Luther y el tripulante se lo llevó. Harry y Margaret se miraron.

Ella había imaginado que Harry la había abandonado. Había pensado que nunca volvería a verle. Había abrigado la certidumbre de que iba a morir. De repente, se le antojaba insoportablemente maravilloso que ambos estuvieran vivos y juntos. Harry se sentó a su lado y ella le echó los brazos al cuello. Se unieron en un estrecho abrazo.

– Mira afuera -murmuró Harry en su oído al cabo de un rato.

El submarino se estaba sumergiendo poco a poco bajo las olas.

Margaret sonrió y le besó.

29

Cuando todo hubo terminado, Carol-Ann no quiso tocar a Eddie.

Estaba sentada en el comedor, bebiendo un café con leche caliente que le había preparado Davy, el mozo. Estaba pálida y temblorosa, pero no cesaba de repetirse que se encontraba bien. Sin embargo, se encogía cada vez que Eddie le ponía la mano encima.

Ella miraba, sentado a su lado, pero ella evitaba sus ojos. Hablaron en voz baja de lo ocurrido. Ella le refirió de forma obsesiva, una y otra vez, cómo los hombres habían irrumpido en casa, arrastrándola hacia el coche.

– ¡Yo estaba envasando ciruelas! -repetía, como si fuera el aspecto más ultrajante del lance.

– Todo ha terminado -respondía él cada vez, y Carol-Ann asentía con la cabeza vigorosamente, pero Eddie se daba cuenta de que aún no lo creía.

Por fin, ella le miró y preguntó:

– ¿Cuándo volverás a volar?

Entonces, Eddie comprendió. Estaba asustada de quedarse sola otra vez. Experimentó un gran alivio; no iba a costarle nada tranquilizarla.

– No volveré a volar. Voy a retirarme ya. En caso contrario, tendrían que despedirme. No pueden emplear a un mecánico que hizo aterrizar un avión de forma deliberada.

El capitán Baker escuchó parte de la conversación y le interrumpió.

– Eddie, debo decirle algo. Comprendo lo que hizo. Le pusieron en una tesitura imposible y se enfrentó a ella como mejor pudo. Más aún: no conozco a otro hombre que la hubiera manejado tan bien. Fue valiente y listo, y me siento orgulloso de volar con usted.

– Gracias, señor -dijo Eddie, con un nudo en la garganta-. No sé explicarle cuánto se lo agradezco. -Vio por el rabillo del ojo a Percy Oxenford, que estaba sentado solo, con aspecto de seguir conmocionado-. Señor, creo que deberíamos dar las gracias al joven Percy. ¡Su intervención fue fundamental!