Percy le oyó y levantó la vista.
– Bien pensado -respondió el capitán. Palmeó el hombro de Eddie y fue a estrechar la mano del muchacho-. Eres un hombre muy valiente, Percy.
Percy se animó al instante.
– ¡Gracias!
El capitán se sentó a charlar con él.
– Si no sigues volando, ¿qué vamos a hacer? -preguntó Carol-Ann a Eddie.
– Iniciaré el negocio del que hemos hablado.
Vio la esperanza reflejada en su cara, pero aún no le creía del todo.
– ¿Podremos?
– He ahorrado suficiente dinero para comprar el aeródromo, y pediré prestado el que haga falta para empezar.
El optimismo de Carol-Ann aumentaba a cada segundo.
– ¿Podríamos dirigirlo juntos? -preguntó-. Yo me encargaré de los libros y contestaré al teléfono, mientras tú te encargas de las reparaciones y de reabastecer de combustible a los aviones.
Eddie sonrió y asintió con la cabeza.
– Claro, al menos hasta que llegue el niño.
– Como una tienda familiar.
Eddie cogió su mano, y esta vez ella no la retiró, sino que apretó la de su marido.
– Una tienda familiar -repitió Eddie, y ella sonrió por fin.
Nancy estaba abrazando a Mervyn cuando Diana palmeó el hombro de éste.
Nancy estaba loca de alegría y alivio, abrumada por el placer de seguir con vida y en compañía del hombre al que amaba. Ahora, se preguntó si Diana iba a proyectar una nube sobre este momento. Diana había dejado a Mervyn de forma vacilante, y había dado muestras de arrepentirse de vez en cuando. Mervyn había demostrado que aún se preocupaba por ella, negociando con los gángsteres para salvarla. ¿Iba a rogarle ella que la acogiera de nuevo a su lado?
Mervyn se volvió y dirigió a su esposa una mirada cautelosa.
– ¿Y bien, Diana?
Las lágrimas cubrían su rostro, pero su expresión era decidida.
– ¿Quieres darme la mano?
Nancy no estaba segura de lo que eso significaba, y el comportamiento precavido de Mervyn le dio a entender que él tampoco lo tenía claro. Sin embargo, Mervyn le ofreció la mano.
– Por supuesto.
Diana retuvo la mano de Mervyn entre las suyas. Derramó más lágrimas, y Nancy creyó que iba a decir: «Intentémoslo otra vez», pero no fue así.
– Buena suerte, Mervyn. Te deseo mucha felicidad.
– Gracias, Di -contesto Mervyn, solemne-. Te deseo lo mismo.
Entonces, Nancy comprendió: se estaban perdonando el daño mutuo que se habían infligido. Iban a separarse, pero como amigos.
– ¿Quieres darme la mano? -preguntó Nancy a Diana, obedeciendo a un súbito impulso.
La otra mujer sólo vaciló una fracción de segundo.
– Sí -dijo. Se estrecharon la mano-. Te deseo lo mejor.
– Y yo a ti.
Diana se volvió sin decir nada más y caminó hacia su compartimento.
– ¿Y nosotros? -preguntó Mervyn-. ¿Qué vamos a hacer?
Nancy se dio cuenta de que aún no había tenido tiempo de contarle sus planes.
– Voy a ser la directora para Europa de Nat Ridgeway. Mervyn se quedó sorprendido.
– ¿Cuándo te ha ofrecido el empleo?
– Todavía no lo ha hecho…, pero lo hará -dijo Nancy, y lanzó una alegre carcajada.
Captó el sonido de un motor. No eran los poderosos motores del clipper, sino uno pequeño. Miró por la ventana, preguntándose si la Marina habría llegado.
Ante sus sorpresa, vio que alguien había desamarrado la lancha motora de los gángsteres y se alejaba del clipper y del hidroavión pequeño a toda velocidad.
¿Quién la conducía?
Margaret abrió la válvula de estrangulación por completo y la lancha se alejó del clipper.
El viento le apartó el pelo de la cara. La joven lanzó un grito de júbilo.
– ¡Libre! ¡Soy libre!
Harry y ella habían tenido la idea al mismo tiempo. Estaban de pie en el pasillo del clipper, preguntándose qué iban a hacer, cuando Eddie trajo al patrón de la lancha y le encerró en el compartimento número 1 con Luther. Un pensamiento idéntico pasó por la cabeza de ambos.
Pasajeros y tripulantes estaban demasiado ocupados felicitándose mutuamente para fijarse en que Harry y Margaret se deslizaban en el compartimento de proa y subían a la lancha. El motor estaba en marcha. Harry había desatado las cuerdas mientras Margaret examinaba los controles, iguales a los de la barca que su padre tenía en Niza, y al cabo de unos segundos ya estaban lejos.
No creía que les persiguieran. El guardacostas de la Marina que había acudido a la llamada del mecánico había partido a la caza del submarino, y no iba a mostrar el menor interés por un hombre que había robado un par de gemelos en Londres. Cuando la policía llegara, investigaría asesinato, secuestro y piratería. Pasaría mucho tiempo antes de que se preocuparan por Harry.
Harry rebuscó en un cajón y encontró algunos mapas, que estudió durante un rato.
– Hay montones de mapas de las aguas que rodean una bahía llamada Blacks Harbour, que está situada a la derecha de la frontera entre Estados Unidos y Canadá. Creo que estamos cerca. Deberíamos dirigirnos hacia el lado canadiense.
Poco rato después, añadió:
– Hay una ciudad grande a unos cien kilómetros al norte llamada St. John. Tiene estación de tren. ¿Vamos hacia el norte?
Margaret comprobó la brújula.
– Sí, más o menos.
– No sé nada de navegación, pero creo que no nos perderemos si seguimos la costa. Deberíamos llegar al anochecer. Ella sonrió.
Harry dejó los mapas y se acercó a ella, mirándola con fijeza.
– ¿Qué pasa? -preguntó Margaret.
Harry meneó la cabeza, como incrédulo.
– Eres tan bonita… ¡Y me quieres!
Margaret lanzó una carcajada.
– Cualquiera que te conozca ha de quererte.
Harry deslizó los brazos alrededor de su cintura.
– Es increíble navegar bajo el sol con una chica como tú. Mi madre siempre dice que soy un tío con suerte, y tiene razón, ¿no crees?
– ¿Qué haremos cuando lleguemos a St. John? -preguntó Margaret.
– Dejaremos la lancha en la playa, iremos a la ciudad, alquilaremos una habitación para pasar la noche y cogeremos el primer tren de la mañana.
– No sé cómo nos arreglaremos para conseguir dinero -dijo Margaret, frunciendo el ceño de preocupación.
– Sí, es un problema. Sólo me quedan unas pocas libras, y tendremos que pagar los hoteles, los billetes de tren, ropas nuevas…
– Ojalá me hubiera traído la maleta, como tú.
Harry le dirigió una mirada maliciosa.
– No es mi maleta -dijo-. Es la del señor Luther. Margaret se mostró perpleja.
– ¿Por qué has traído la maleta del señor Luther? -Porque contiene cien mil dólares -contestó Harry, y se echó a reír.
Nota del Autor
La edad de oro de los hidroaviones duró muy poco.
Sólo se construyeron doce Boeings B-314, seis del primer modelo y seis más de una versión ligeramente modificada llamada B-314A. Nueve fueron cedidos al ejército de Estados Unidos a principios de la guerra. Uno de ellos, el Dixie Clipper, transportó al presidente Roosevelt a la conferencia de Casablanca, en enero de 1943. Otro, el Yankee Clipper, se estrelló en Lisboa en febrero de 1943, con veintinueve víctimas mortales. Fue el único accidente en toda la historia del aparato.
Los tres aviones que la Pan American no entregó a las autoridades militares nortemearicanas fueron vendidos a los ingleses, y también fueron utilizados para transportar a personajes prominentes de uno a otro lado del Atlántico. Churchill voló en dos de ellos, el Bristol y el Berwick.