Hendió la superficie, arando un surco blanco en el verde, lanzando al aire curvas gemelas de espuma, a ambos lados. Le hizo pensar a Luther en un pato real que descendiera sobre un lago con las alas desplegadas y las patas dobladas bajo el cuerpo. El casco se hundió un poco más, y las cortinas de espuma en forma de vela que se alzaban a derecha e izquierda aumentaron de tamaño; después, empezó a inclinarse hacia adelante. La espuma se acrecentó a medida que el avión se estabilizaba, sumergiendo cada vez más su vientre de ballena. El morro se hundió por fin. Su velocidad disminuyó de repente, la espuma se convirtió en una estela y el avión surcó el mar como el barco que era, con tanta calma como si jamás hubiera ascendido al cielo.
Luther se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento, y dejó escapar un largo suspiro de alivio. Empezó a canturrear de nuevo.
El avión avanzó hacia su amarradero. Luther había desembarcado tres semanas antes. El muelle era una balsa diseñada especialmente, con dos malecones gemelos. Dentro de breves minutos, se atarían cuerdas a los puntales situados delante y detrás del avión, que sería remolcado hacia su aparcamiento, entre los malecones. A continuación, los privilegiados pasajeros saldrían por la puerta a la amplia superficie de las plataformas laterales, pasarían después a la balsa y subirían por una pasarela a tierra firme.
Luther hizo ademán de marcharse, pero se detuvo con brusquedad. Detrás de él había alguien a quien no había visto antes, un hombre de estatura similar a la suya, vestido con un traje gris oscuro y sombrero hongo, como un funcionario camino de su oficina. Luther estaba a punto de pasar de largo, pero volvió a mirar. El rostro que asomaba bajo el sombrero no era el de un funcionario. El hombre tenía frente despejada, ojos muy azules, mandíbula larga y una boca fina y cruel. Era mayor que Luther, de unos cuarenta años, pero ancho de espaldas y parecía en buen estado físico. Su aspecto era apuesto y peligroso. Miró a Luther a los ojos.
Luther dejó de tararear por lo bajo.
– Soy Henry Faber -dijo el hombre.
– Tom Luther.
– Tengo un mensaje para usted.
El corazón de Luther desfalleció. Intentó ocultar su nerviosismo y habló en el mismo tono conciso del otro hombre.
– Bien. Adelante.
– El hombre que le interesa tanto tomará este avión el miércoles cuando salga hacia Nueva York.
– ¿Está seguro?
El hombre le miró fijamente a Luther y no contestó. Luther asintió, sombrío. El trabajo seguía adelante. Al menos, la incertidumbre había terminado.
– Gracias -dijo.
– Hay algo más.
– Le escucho.
– La segunda parte del mensaje es: No nos falle. Luther respiró hondo.
– Dígales que no se preocupen -respondió, con más confianza de la que en realidad sentía-. Es posible que ese tipo salga de Southampton, pero nunca llegará a Nueva York.
Imperial Airways tenía un taller para hidroaviones en la parte del estuario opuesta a los muelles de Southampton. Los mecánicos de la Imperial se encargaban del mantenimiento del clipper, bajo la supervisión del ingeniero de vuelo de la Pan American. El ingeniero de este viaje era Eddie Deakin.
Era mucho trabajo, pero tenían tres días. Después de descargar a sus pasajeros en el amarradero 108, el clipper se dirigiría a Hythe. Una vez allí, y en el agua, se maniobraba hasta una grúa, era izado a una grada y remolcado, como una ballena montada en un cochecito de bebé, hacia el interior del enorme hangar verde.
El vuelo transatlántico castigaba mucho los motores. En el tramo más largo, de Terranova a Irlanda, el avión estaba en el aire durante nueve horas (y en el viaje de vuelta, con el viento en contra, el mismo tramo se tardaba en recorrer dieciséis horas y media). El combustible fluía hora tras hora, las bujías echaban chispas, los catorce cilindros de cada enorme motor se movían arriba y abajo sin cesar, y las hélices de cuatro metros y medio desmenuzaban las nubes, la lluvia y las galernas.
Todo ello representaba para Eddie el romanticismo de su trabajo. Era maravilloso, era asombroso que los hombres pudieran construir motores que trabajaran con tanta precisión y perfección, hora tras hora. Había muchas cosas que podían averiarse, muchas piezas móviles que debían fabricarse con absoluta precisión y ensamblarse meticulosamente, con el fin de que no se rompieran, deslizaran, bloquearan o deterioraran mientras transportaban un aeroplano de cuarenta y una toneladas a lo largo de miles de kilómetros.
El miércoles por la mañana, el clipper estaría preparado para volverlo a hacer.
2
El día que estalló la guerra era un domingo agradable de finales de verano, templado y soleado.
Pocos minutos antes de que la noticia fuera retransmitida por radio, Margaret Oxenford se hallaba en el exterior de la enorme mansión de ladrillo que era su casa familiar, sudando un poco porque llevaba sombrero y chaqueta, y de mal humor porque la habían obligado a ir a la iglesia. Desde el otro lado del pueblo la única campana de la iglesia emitía una nota monótona.
Margaret detestaba la iglesia, pero su padre no le permitía que faltara al servicio, a pesar de que ya tenía diecinueve años y era lo bastante mayor para haberse forjado su propia opinión sobre la religión. Un año antes, aproximadamente, había reunido el valor suficiente para decirle que no quería ir, pero él se había negado a escuchar. Margaret había dicho: «¿No crees que es hipócrita de mi parte ir a la iglesia si no creo en Dios?», a lo que su padre había replicado: «No seas ridícula». Derrotada e irritada, le había dicho a su madre que cuando fuera mayor de edad no volvería a la iglesia. Su madre había dicho: «Eso dependerá de tu marido, querida». En lo que a sus padres respectaba, la discusión estaba zanjada, pero Margaret, desde entonces, hervía de indignación cada domingo por la mañana.
Su hermana y su hermano salieron de la casa. Elizabeth tenía veintiún años. Era alta, desgarbada y no muy bonita. En un tiempo, su intimidad había sido absoluta. Habían pasado juntas muchos años, sin ir a la escuela, educadas en casa por institutrices y profesores particulares. Habían compartido todos sus respectivos secretos, pero últimamente se habían alejado. Elizabeth, al llegar a la adolescencia, había abrazado los rígidos valores tradicionales de sus padres: era ultra-conservadora, monárquica ferviente, ciega a las nuevas ideas y hostil al cambio. Margaret había tomado el camino opuesto. Era feminista y socialista, y le interesaba la música de jazz, la pintura cubista y el verso libre. Elizabeth creía que Margaret era desleal a la familia por adoptar ideas radicales. La estupidez de su hermana irritaba a Margaret, pero el hecho de que ya no fueran amigas íntimas la entristecía y disgustaba. No tenía muchas amigas íntimas.
Percy tenía catorce años. No estaba a favor ni en contra de las ideas radicales, pero como era travieso por naturaleza, simpatizaba con la rebeldía de Margaret. Compañeros de sufrimientos bajo la tiranía de sus padres, se daban mutuamente solidaridad y apoyo, y Margaret le quería de todo corazón.
Mamá y papá salieron un momento después. Papá llevaba una espantosa corbata naranja y verde. Apenas distinguía los colores, pero lo más probable era que mamá se la hubiera comprado. Mamá tenía el cabello rojizo, ojos verdes como el mar y piel pálida y cremosa. Colores como el naranja y el verde la dotaban de un aspecto radiante. Por el contrario, el cabello negro de papá se estaba tiñendo de gris y su tez era sonrosada, de forma que, en él, la corbata parecía una advertencia contra algo peligroso.
Elizabeth se parecía a papá. Tenía el cabello oscuro y facciones irregulares. Margaret había heredado los colores de su madre; habría cambiado la corbata de seda de papá por una bufanda. Percy cambiaba a tal velocidad que nadie sabía a quién acabaría pareciéndose. Caminaron por el largo sendero hasta el pueblecito que se extendía al otro lado de las puertas. Papá era el dueño de casi todas las casas y de todos los terrenos de cultivo en kilómetros a la redonda. No había hecho nada para reunir tamaña riqueza: una serie de matrimonios celebrados a principios del siglo diecinueve había unido a las tres familias de terratenientes más importantes del condado, y la enorme propiedad resultante había pasado intacta de generación en generación.