Oyó que el coche de Mervyn frenaba en la calle. Era un sonido familiar, pero esta noche se le antojó ominoso, como el gruñido de una bestia peligrosa.
Puso la sartén sobre el gas con mano temblorosa. Mervyn entró en la cocina.
Era tremendamente atractivo. Su cabello oscuro ya se había teñido de gris, pero le dotaba de un porte aún más distinguido. Era alto y no había engordado, como la mayoría de sus amigos. No era presumido, pero Diana le animaba a vestir trajes oscuros a medida y camisas blancas caras, porque le gustaba que pareciera tan triunfador como era.
La aterrorizaba que él distinguiera la culpabilidad en su rostro y le preguntara cuál era la causa.
La besó en la boca. Avergonzada, ella le devolvió el beso. A veces él la abrazaba, le introducía la mano entre las nalgas y la pasión se apoderaba de ellos, que se precipitaban al dormitorio y dejaban que la comida se quemara; pero esto ya no solía ocurrir, y hoy, gracias a Dios, no fue una excepción. Él la besó distraído y se alejó.
Se quitó la chaqueta, el chaleco, la corbata y el cuello, y se subió las mangas. Después, se lavó las manos y la cara en el fregadero de la cocina. Era ancho de pecho y tenía los brazos fuertes.
No se había dado cuenta de que algo iba mal. Ni lo haría, por supuesto; no la veía. Ella era un objeto más, como la mesa de la cocina. Diana no tenía por qué preocuparse. No se enteraría de nada hasta que ella se lo dijera.
No se lo diré aún, pensó.
Mientras se freían las patatas, untó el pan con mantequilla y preparó el té. Todavía temblaba, pero lo disimuló. Mervyn leía el Manchester Evening News y apenas la miraba.
– Tengo un alborotador en el trabajo -dijo, mientras ella colocaba su plato frente a él.
Me importa un pimiento, pensó Diana. Ya no tengo nada que ver contigo.
Entonces, ¿por qué te he preparado «el té»?
– Es de Londres, de Battersea, y creo que es comunista. En cualquier caso, ha pedido aumento de sueldo por trabajar en la nueva taladradora de plantillas. En realidad, no le falta razón, pero pago el trabajo de acuerdo con las tarifas antiguas, así que deberá pasar por el tubo.
– He de decirte algo -ensayó Diana, armándose de valor. Después, deseó con todas sus fuerzas no haber pronunciado las palabras, pero ya era demasiado tarde.
– ¿Qué te has hecho en el dedo?
– preguntó su marido, reparando en el pequeño vendaje.
Esta pregunta vulgar la disuadió.
– Nada -contestó, dejándose caer en la silla-. Me hice un corte mientras preparaba las patatas.
Cogió el cuchillo y el tenedor.
Mervyn comió con voracidad.
– Debería mirar con más cuidado a quien contrato, pero el problema es que actualmente no se encuentran buenos fabricantes de herramientas.
No estaba previsto que ella contestara cuando él hablaba de sus negocios. Si hacía una sugerencia, su marido le dirigía una mirada irritada, como si hubiera hablado cuando no le tocaba. Su deber era escuchar.
Mientras él hablaba acerca de la nueva taladradora de plantillas y del comunista de Battersea, ella recordó el día de su boda. Su madre aún vivía. Se habían casado en Manchester, y habían celebrado la fiesta en el hotel Midland. Mervyn vestido de novio había sido el hombre más apuesto de Inglaterra. Diana había supuesto que siempre lo sería. Ni siquiera había cruzado por su mente la idea de que su matrimonio podía fracasar. Nunca había conocido a una persona divorciada antes de Mervyn. Al recordar sus sentimientos de aquella época, tuvo ganas de llorar.
También sabía que su separación destrozaría a Mervyn. No tenía ni idea de lo que ella planeaba. Aún empeoraba más la situación el hecho de que su primera mujer le hubiera abandonado de la misma manera, por supuesto. Iba a enloquecer. Pero antes se pondría furioso.
Terminó el plazo y se sirvió otra taza de té.
– Apenas has cenado -dijo. De hecho, Diana no había probado nada.
– He comido mucho -contestó ella.
– ¿A dónde fuiste?
Aquella inocente pregunta la embargó de pánico. Había comido bocadillos con Mark en la cama de un hotel de Blackpool, y no se le ocurrió ninguna mentira plausible. Acudieron a su mente los nombres de los principales restaurantes de Manchester, pero cabía la posibilidad de que Mervyn hubiera comido en alguno de ellos.
– Al Waldorf Café -dijo, tras una penosa pausa.
Había varios Waldorf Cafés; era una cadena de restaurantes baratos en los que se podía comer filete con patatas fritas por un chelín y nueve peniques.
Mervyn no le preguntó en cuál.
Diana recogió los platos y se levantó. Sentía tal debilidad en las rodillas que tuvo miedo de caer, pero consiguió transportarlos hasta el fregadero.
– ¿Quieres postre?
– Sí, por favor.
Diana buscó en la alacena y sacó una lata de peras y leche condensada. Abrió las latas y llevó el postre a la mesa.
Mientras le contemplaba comer peras, el horror de lo que iba a hacer la estremeció. Parecía imperdonablemente destructor. Como la inminente guerra, iba a destrozarlo todo. La vida que Mervyn y ella habían creado juntos en esta casa, en esta ciudad, quedaría reducida a escombros.
Comprendió de súbito que no podía hacerlo.
Mervyn dejó la cuchara sobre la mesa y consultó su reloj de bolsillo.
– La siete y media… Vamos a poner las noticias.
– No puedo hacerlo -dijo Diana en voz alta.
– ¿Cómo?
– No puedo hacerlo -repitió.
Lo dejaría correr todo. Iría a ver a Mark ahora mismo y le diría que había cambiado de idea, que no iba a huir con él.
– ¿Por qué no puedes escuchar la radio? -preguntó Mervyn, impaciente.
Diana le miró. Estuvo tentada de revelarle la verdad, pero no se atrevió.
– He de salir -respondió. Buscó frenéticamente una excusa-. Doris Williams está en el hospital y he de ir a verla.
– ¿Quién es Doris Williams, por el amor de Dios?
Esa persona no existía.
– La conoces -dijo Diana, improvisando a marchas forzadas-. La acaban de operar.
– No la recuerdo -dijo él, sin suspicacia. Tenía mala memoria para los encuentros fortuitos.
– ¿Quieres acompañarme? -preguntó Diana, guiada por su inspiración.
– ¡No, por Dios! -respondió él, justo como Diana sabía que haría.
– Iré en coche.
– No corras mucho con el oscurecimiento.
Mervyn se levantó y se dirigió a la sala donde estaba la radio.
Diana le contempló un momento. Nunca sabrá lo poco que ha faltado para que le abandonara, pensó, entristecida.
Se puso un sombrero y salió con la chaqueta en el brazo. El coche, gracias a Dios, arrancó a la primera. Enfiló el camino particular y se desvió hacia Manchester.
El trayecto fue una pesadilla. Tenía una prisa desesperada, pero debía conducir a paso de tortuga, porque llevaba los faros delanteros velados y sólo veía unos metros por delante de ella; además, el llanto incesante nublaba su visión. No sufrió un accidente porque conocía bien la carretera.
La distancia era menor de quince kilómetros, pero tardó más de una hora en recorrerla.
Cuando por fin frenó el coche frente al Midland, estaba agotada. Se quedó inmóvil un minuto, intentando serenarse. Sacó la polvera y se maquilló para ocultar las huellas del llanto.
Sabía que le rompería el corazón a Mark, pero lo superaría. No tardaría en considerar su relación como un romance de verano. Era menos cruel concluir una relación amorosa corta y apasionada que cinco años de matrimonio. Mark y ella siempre recordarían con ternura aquel verano de 1939…
Volvió a estallar en lágrimas.
Al cabo de un rato, decidió que no tenía sentido continuar sentada pensando en ello. Debía salir y terminar de una vez. Se recompuso el maquillaje y bajó del coche.
Atravesó el vestíbulo del hotel y subió la escalera sin detenerse en la recepción. Sabía el número de la habitación de Mark. Era muy escandaloso que una mujer sola acudiera a la habitación de un hombre, por supuesto, pero hizo caso omiso. La alternativa habría sido encontrarse con Mark en el salón o en el bar, pero era impensable darle semejante noticia en un lugar público. No miró a su alrededor, indiferente a si alguien conocido la veía.