Mervyn subió al cabo de un rato. Las maletas estaban preparadas y Diana se había puesto su camisón menos atractivo. Se hallaba sentada frente al espejo del tocador, quitándose el maquillaje. Él se colocó detrás de ella y se apoderó de sus pechos.
Oh, no, pensó Diana; ¡esta noche no, por favor!
Aunque estaba aterrorizada, su cuerpo respondió de inmediato, y enrojeció de culpabilidad. Los dedos de Mervyn apretaron sus pezones erectos, y ella emitió un leve gemido de placer y desesperación. Mervyn le cogió las manos y la obligó a levantarse. Ella le siguió sin fuerzas hasta la cama. Su marido apagó la luz y yacieron en la oscuridad. Él la montó de inmediato y le hizo el amor con una especie de furiosa desesperación, casi como si supiera que le iba a abandonar y no podía hacer nada por evitarlo. El cuerpo de Diana la traicionó, y se estremeció de placer y vergüenza. Se dio cuenta con extrema mortificación de que había llegado al orgasmo con dos hombres en menos de dos horas y trató de evitarlo, pero no pudo.
Cuando se produjo, lloró.
Por suerte, Mervyn no se dio cuenta.
El miércoles por la mañana, sentada en el elegante salón del hotel SouthWestern, mientras esperaba el taxi que la conduciría junto con Mark al amarradero 108 del muelle de Southampton para subir a bordo del clipper, se sintió libre y triunfante.
Todos los presentes en el salón o la miraban o procuraban no mirarla. Un hombre atractivo, vestido con traje azul, que debía ser diez años menor que ella, la miraba con particular insistencia, pero ya estaba acostumbrada. Ocurría siempre que acentuaba su belleza, y hoy estaba espléndida. Su vestido a lunares crema y rojos era fresco, veraniego y llamativo, perfectos sus zapatos color crema, y el sombrero de paja culminaba el acierto de su indumentaria. Tanto el lápiz de labios como el barniz de las uñas eran rojo naranja, como los lunares del vestido. Había pensado en ponerse zapatos rojos, pero el resultado sería demasiado chillón.
Le encantaba viajar: hacer y deshacer las maletas, conocer gente nueva, beber champán y comer hasta la saciedad, y ver sitios nuevos. Volar la ponía nerviosa, pero cruzar el Atlántico era el viaje más fascinante, porque al final la esperaban los Estados Unidos. Se moría de ganas de llegar. Se había hecho una idea acerca del país extraída de las películas. Ya se veía en un apartamento art décco, todo ventanas y espejos; una doncella uniformada la ayudaba a ponerse un abrigo de pieles blanco; un coche negro largo, con un chófer de color al volante, la esperaba en la calle con el motor en marcha para llevarla al club nocturno, donde pediría un martini, muy seco, y bailaría a los sones de una orquesta de jazz, cuyo cantante sería Bing Crosby. Sabía que era una fantasía, pero estaba ansiosa de descubrir la realidad.
La invadían los sentimientos contradictorios por abandonar Inglaterra cuando la guerra empezaba. Lo consideraba una cobardía, pero estaba ansiosa por partir.
Sabía muchas cosas acerca de los judíos. En Manchester residía una extensa comunidad judía. Los judíos de Manchester habían plantado un millar de árboles en Nazaret. Los amigos judíos de Diana seguían los acontecimientos de Europa con horror y miedo. No se trataba únicamente de los judíos; los fascistas odiaban a los negros, los gitanos y los maricones, y a cualquiera que rechazara el fascismo. Diana tenía un tío maricón, que siempre la había tratado como a una hija.
Diana era demasiado mayor para alistarse, pero debería quedarse en Manchester y realizar trabajos voluntarios, como preparar vendajes para la Cruz Roja…
Eso también era una fantasía, más improbable aún que bailar arropada por la voz de Bing Crosby. No era el tipo de mujer propenso a preparar vendajes. La austeridad y los uniformes no eran su fuerte.
A fin de cuentas, nada de eso le importaba. Lo único fundamental era que estaba enamorada. Seguiría los pasos de Mark. Le seguiría al campo de batalla, de ser preciso. Se casarían y tendrían hijos. Él volvía a su país, y ella le acompañaba.
Echaría de menos a sus adorables sobrinas. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a verlas. Ya habrían crecido para entonces, llevarían perfume y sujetador en lugar de calcetines y trenzas.
Pero ella también tendría hijas…
El viaje a bordo del clipper de la Pan American le resultaba emocionante. Había leído un reportaje en el Manchester Guardian, sin soñar siquiera que un día volaría en él. Trasladarse a Nueva York en poco más de un día parecía un milagro.
Había escrito una nota a Mervyn. No contenía nada de lo que había querido decirle; no explicaba cómo se había desvanecido su amor, lenta pero inexorablemente, por culpa del descuido y la indiferencia; ni siquiera decía que Mark era maravilloso. «Querido Mervyn», había escrito, «te dejo. He notado tu progresiva frialdad hacia mí, y me he enamorado de otro hombre. Cuando leas estas líneas, ya me encontraré en Estados Unidos. Lamento herirte, pero creo que tienes parte de la culpa.» No se le ocurrió ninguna forma apropiada de despedida (era incapaz de escribir «tuya» o «con amor»), y se limitó a garrapatear «Diana».
Al principio, pensó en dejar la nota sobre la mesa de la cocina. Después, la obsesionó la posibilidad de que Mervyn cambiara de planes, y en lugar de quedarse a pasar la noche del martes en su club volviera a casa, encontrara la nota y les causara dificultades a ella o a Mark antes de abandonar el país. Al final, la envió por correo a la fábrica, a donde llegaría hoy.
Consultó su reloj, un regalo de Mervyn, que le imponía siempre puntualidad. Conocía bien su rutina: pasaba casi toda la mañana en la planta de la fábrica, subía a mediodía a su oficina y examinaba el correo antes de salir a comer. Había escrito en el sobre «Personal», para que su secretaria no la abriera. Estaría sobre su despacho, entre un montón de facturas, pedidos, cartas e informes. En estos momentos, la estaría leyendo. Pensar en ello la hizo sentirse culpable y apesadumbrada, pero también aliviada de que se hallara a trescientos kilómetros de distancia.
– Nuestro taxi ha llegado -dijo Mark.
Diana estaba un poco nerviosa. ¡Cruzar el Atlántico en avión!
– Es hora de irnos -insistió él.
Diana reprimió su angustia. Dejó sobre la mesa la taza de café, se levantó y le dedicó la más radiante de las sonrisas.
– Sí -respondió en tono alegre-. Es hora de volar.
Eddie siempre había sido tímido con las chicas.
Aún era virgen cuando se graduó en Annapolis. Mientras se hallaba destinado en Pearl Harbor acudió a prostitutas, y esa experiencia le había dejado una sensación de desagrado consigo mismo. Después de abandonar la Marina había sido un solitario; recorría en coche los pocos kilómetros que le separaban de un bar cuando necesitaba compañía. Carol-Ann era una azafata de tierra que trabajaba para la línea aérea en Port Washington, Long Island, la terminal de hidroaviones de Nueva York. Era una rubia tostada por el sol con los ojos azules de la Pan American, y Eddie jamás se había atrevido a pedirle una cita. Un día, en la cantina, un joven operador de radio le dio dos billetes para ir a ver Vivir con papá en Broadway, y cuando dijo que no tenía con quien ir, el radiotelegrafista se volvió hacia la mesa de al lado y preguntó a Carol-Ann si quería acompañarle.
– Siiií -respondió ella, y Eddie comprendió que pertenecía a su parte del mundo.
Averiguó más tarde que, en aquella época, la joven se sentía desesperadamente sola. Era una chica del campo, y la sofisticación de los neoyorkinos le producía ansiedad y tensión. Era sensual, pero no sabía qué hacer cuando los hombres se tomaban libertades, de manera que, desconcertada, rechazaba sus propuestas con indignación. Su nerviosismo le ganó la reputación de «témpano», y no recibía muchas invitaciones.