Recorrieron la calle del pueblo, cruzaron el jardín y llegaron a la iglesia de piedra gris. Entraron en procesión: primero, mamá y papá; detrás, Margaret y Elizabeth; Percy cerraba la comitiva. Los aldeanos se llevaron la mano a la frente, mientras los Oxenford avanzaban por el pasillo hacia el banco de la familia. Los granjeros más acaudalados, todos los cuales pagaban un alquiler a papá, inclinaron la cabeza en señal de cortesía; y la clase media, el doctor Rowan; el coronel Smythe y sir Alfred, saludaron respetuosamente con un movimiento de cabeza. Este ridículo ritual feudal exasperaba y turbaba a Margaret cada vez que ocurría. En teoría, todos los hombres eran iguales ante Dios, ¿verdad? «¡Mi padre no es mejor que cualquier que ustedes, pero sí mucho peor que la mayoría!», deseaba gritar. Algún día reuniría el valor. Si hacía una escena en la iglesia, quizá no tendría que volver jamás. Pero la posible reacción de papá la asustaba demasiado.
– Llevas una corbata muy bonita, papá -dijo Percy, con un susurro estruendoso, cuando entraban en su banco, seguidos por las miradas de todos los presentes.
Margaret reprimió una carcajada, pero sufrió un acceso de risas histéricas. Percy y ella se sentaron precipitadamente y ocultaron sus rostros, fingiendo que rezaban, hasta que el acceso pasó. Después, Margaret se sintió mejor.
El sermón del vicario giró en torno al Hijo Pródigo. Margaret pensó que el viejo chocho bien podía haber elegido un tema más acorde con las preocupaciones de todo el mundo: la inminencia de la guerra. El primer ministro había enviado un ultimátum a Hitler, al que el Führer no había hecho caso, y se esperaba una declaración de guerra de un momento a otro.
Margaret temía la guerra. Un chico al que amaba había muerto en la Guerra Civil española. Había ocurrido justo un año antes, pero todavía se despertaba llorando por las noches. Para ella, la guerra significaba que miles de chicas más experimentarían el dolor que ella había padecido. La idea le resultaba casi intolerable.
Pero otra parte de ella ansiaba la guerra. La cobardía de Inglaterra durante la guerra española la había torturado durante años. Su país había hecho el papel de espectador pasivo, mientras el gobierno progresista electo era derribado por una pandilla de asesinos armados por Hitler y Mussolini. Cientos de jóvenes idealistas procedentes de toda Europa habían ido a España para luchar por la revolución, pero carecían de armas, y los gobiernos democráticos del mundo se habían negado a proporcionárselas. Los jóvenes habían perdido sus vidas, y las personas como Margaret se sentían airadas, impotentes y avergonzadas. Si Inglaterra se alzaba ahora contra el fascismo, podría volverse a sentir orgullosa de su país. Su corazón saltaba ante la perspectiva de la guerra por otro motivo. Significaría, casi con toda seguridad, el fin de la vida mezquina y asfixiante que llevaba con sus padres. Estaba aburrida, harta y frustrada de sus ritos invariables y de su absurda vida social. Deseaba escapar y vivir su vida, pero le parecía imposible: era menor de edad, no tenía dinero y no sabía trabajar en nada. Claro que, pensaba esperanzada, todo será diferente en tiempos de guerra.
Había leído fascinada que, en la última guerra, las mujeres se habían puesto pantalones y trabajado en fábricas. Actualmente, ya existían cuerpos femeninos del ejército, la armada y las fuerzas aéreas. Margaret soñaba con presentarse voluntaria al Servicio Territorial Auxiliar, el ejército de las mujeres. Una de las pocas habilidades que poseía era saber conducir. El chófer de papá, Digby, la había instruido en el Rolls, y Ian, el chico que había muerto, la había dejado montar en su motocicleta. Hasta sabía manejar una lancha a motor, pues papá tenía un pequeño yate anclado en Niza. El STA necesitaba conductores de ambulancia y repartidores de mensajes. Ya se veía en uniforme, llevando un casco, a lomos de una motocicleta, transportando informes urgentes de un campo de batalla a otro a toda velocidad, con una fotografía de Ian en el bolsillo de su camisa caqui. Estaba segura de que, si le daban la oportunidad, se comportaría con valentía.
Según descubrieron después, la guerra se declaró durante el servicio. Hasta se produjo una señal de ataque aéreo a las once y veintiocho minutos, en pleno sermón, pero no llegó al pueblo, y en cualquier caso era una falsa alarma. La familia Oxenford volvió a casa ignorante de que estaban en guerra con Alemania. Percy quería coger una escopeta para ir a cazar conejos. Todos podían disparar; era un pasatiempo familiar, casi una obsesión. Papá, por supuesto, se negó a la petición de Percy, porque no estaba bien disparar los domingos. Percy se disgustó, pero obedeció. Aunque muy travieso, aún no era lo bastante hombre para desafiar a papá abiertamente.
Margaret amaba las picardías de su hermano. Era el único rayo de sol que iluminaba las tinieblas de su vida. Deseaba a menudo burlarse de papá como Percy lo hacía, y reírse a sus espaldas, pero se enfurecía demasiado para bromear sobre ello.
Al llegar a casa, se quedaron estupefactos al ver a una camarera descalza que regaba las flores del vestíbulo. Papá no la reconoció.
– ¿Quién es usted? -preguntó con brusquedad.
– Se llama Jenkins y ha empezado esta semana -dijo mamá, con su suave acento norteamericano.
La muchacha hizo una reverencia.
– ¿Y dónde demonios están sus zapatos? -preguntó papá. Una expresión de suspicacia cruzó el rostro de la chica, que lanzó una mirada acusadora a Percy.
– Su señoría, por favor, fue el joven lord Isley. -El título de Percy era conde de Isley-. Me dijo que las camareras deben ir descalzas los domingos para santificar la fiesta.
Mamá suspiró y papá emitió un gruñido de exasperación. Margaret no pudo reprimir una sonrisa. Era la broma favorita de Percy: dar instrucciones imaginarias a los nuevos criados. Podía decir lo más ridículos del mundo con el rostro imperturbable, y como la familia tenía fama de ser excéntrica, la gente se creía cualquier cosa.
Percy hacía reír con frecuencia a Margaret, pero ésta sentía pena en estos momentos por la pobre camarera, descalza en el vestíbulo y sintiéndose como una idiota.
– Vaya a ponerse los zapatos -dijo mamá.
– Y no crea nunca lo que diga lord Isley -añadió Margaret.
Se quitaron los sombreros y entraron en la sala de estar.
– Lo que has hecho ha sido vergonzoso -siseó Margaret, tirando del pelo a Percy. Percy se limitó a sonreír: era incorregible. En una ocasión le había dicho al vicario que su padre había muerto de un ataque al corazón durante la noche, y todo el pueblo inició el duelo antes de descubrir que no era cierto.
Papá conectó la radio y fue entonces cuando supieron la noticia: Inglaterra había declarado la guerra a Alemania.
Margaret sintió que un salvaje regocijo crecía en su pecho, como la excitación de conducir a excesiva velocidad o de subir a la copa de un árbol alto. Se habían disipado las incógnitas: habría tragedia y aflicción, dolor y pena, pero ya era inevitable. La suerte estaba echada y lo único que se podía era combatir. La idea aceleró su corazón. Todo sería diferente. Se abandonarían las convenciones sociales, las mujeres participarían en la contienda, las diferencias de clase desaparecerían, todo el mundo trabajaría codo con codo. Casi podía palpar la atmósfera de libertad. Y entrarían en guerra contra los fascistas, los mismos que habían asesinado al pobre Ian y a otros miles de jóvenes excelentes. Margaret no creía ser vengativa, pero se sentía así cuando pensaba en luchar contra los nazis. Era una sensación desconocida, aterradora y escalofriante.