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– ¡Cierra el pico! ¡Eres un chico horrible! -gritó, y se puso a llorar.

El camarero se llevó de nuevo sus platos intactos. El siguiente consistía en costillas de cordero con guarnición de verduras. El camarero sirvió vino. Mamá tomó un sorbo, señal de que estaba afligida.

Papá empezó a comer, atacando la carne con el cuchillo y el tenedor y masticando con furia. Margaret estudió su rostro colérico, y se quedó sorprendida al detectar una huella de perplejidad tras la máscara de rabia. Pocas veces se le veía agitado; su arrogancia solía sortear todas las crisis. Mientras examinaba su expresión, comprendió que todo el mundo de su padre se estaba viniendo abajo. Esta guerra era el fin de sus esperanzas. Había querido que los ingleses abrazaran el fascismo bajo su liderazgo, pero en lugar de ello habían declarado la guerra al fascismo y le exiliaban.

La verdad era que le habían rechazado a mediados de los años treinta, pero hasta ahora había hecho la vista gorda, fingiendo que un día acudirían a él cuando fuera necesario. Supuso que por esa razón estaba tan irritado: vivía una mentira. Su celo de cruzado había degenerado en una manía obsesiva, su confianza en fanfarronadas, y al fracasar en su intento de convertirse en el dictador de Inglaterra sólo le había quedado la opción de tiranizar a sus hijos. Ahora, sin embargo, ya no podía ignorar la verdad. Abandonaba su país y, como comprendió Margaret de repente, nunca le permitirían regresar.

Y para colmo, en el momento en que sus esperanzas políticas se reducían a la nada, sus hijos también se rebelaban. Percy fingía ser judío, Margaret había intentado escapar, y Elizabeth, el único seguidor que le quedaba, le estaba desafiando.

Margaret pensaba que agradecería la aparición de una brecha en su armadura, pero se sentía incómoda. El firme despotismo de papá había sido una constante en su vida, y el hecho de que pudiera desmoronarse la desconcertaba. Se sintió repentinamente insegura, como una nación oprimida que encarase la perspectiva de una revolución.

Intentó comer algo, pero apenas podía tragar. Mamá jugueteó con un tomate durante unos momentos, y luego dejó caer su tenedor.

– ¿Hay algún chico de Berlín que te guste, Elizabeth? -preguntó de súbito.

– No -contestó Elizabeth.

Margaret le creyó, pero la pregunta de mamá, en cualquier caso, había sido muy perspicaz. Margaret sabía que Alemania no sólo atraía a Elizabeth desde un punto de vista ideológico. Había algo en los altos y rubios soldados, en sus uniformes inmaculados y botas centelleantes, que estremecía profundamente a Elizabeth. Mientras la sociedad londinense consideraba a Elizabeth una chica más bien fea y vulgar, procedente de una familia excéntrica, en Berlín era algo especiaclass="underline" una aristócrata inglesa, la hija de un pionero del fascismo, una extranjera que admiraba a la Alemania nazi. Su deserción nada más estallar la guerra le granjearía una gran popularidad; la agasajarían como a una celebridad. Se enamoraría de algún oficial joven, o de un relevante miembro del partido, se casarían y tendrían hijos rubios que hablarían alemán.

– Lo que vas a hacer es muy peligroso, querida -dijo mamá-. Papá y yo estamos preocupados por tu seguridad.

Margaret se preguntó si a papá le preocupaba en realidad la seguridad de Elizabeth. A madre sí, seguro, pero lo que más irritaba a papá era la desobediencia. Tal vez, oculto bajo su furia, existía un vestigio de ternura. No siempre había sido intratable. Margaret recordaba momentos cariñosos, incluso divertidos, tiempo atrás. El recuerdo la entristeció hasta límites insospechados.

– Sé que es peligroso, mamá -contestó Elizabeth-, pero mi futuro se juega en esta guerra. No quiero vivir en un mundo dominado por financieros judíos y mugrientos sindicalistas manipulados por el partido Comunista.

– ¡Qué disparate! -exclamó Margaret, pero nadie la escuchó.

– Entonces, ven con nosotros -dijo mamá-. Estados Unidos es un lugar estupendo.

– Los judíos controlan Wall Street…

– Creo que exageras -dijo mamá con firmeza, evitando mirar a papá-. Es cierto que hay demasiados judíos y otros personajes desagradables en el mundo de las finanzas norteamericanas, pero la gente decente les sobrepasa en número. Recuerda que tu abuelo era banquero.

– Es increíble que hayamos pasado de afiladores a banqueros en sólo dos generaciones -dijo Percy.

– Estoy de acuerdo con tus ideas, querida -continuó mamá-, ya lo sabes, pero creo que no hace falta morir por ellas. Ninguna causa lo merece.

Margaret se quedó estupefacta. Mamá estaba diciendo que no valía la pena morir por la causa del fascismo, lo cual suponía casi una blasfemia a los ojos de papá. Nunca había visto a su madre rebelarse contra él de esta forma. Margaret también se dio cuenta de que Elizabeth estaba sorprendida. Las dos miraron a papá, que enrojeció un poco y gruñó, expresando su desaprobación, pero no se produjo la explosión que todos esperaban. Y esto fue lo más sorprendente de todo.

Sirvieron el café y Margaret vio que habían llegado a las afueras de Southampton. El tren se detendría dentro de pocos minutos en la estación. ¿Iba Elizabeth a conseguirlo?

El tren redujo la velocidad.

– Me bajo del tren en la estación central -dijo Elizabeth al camarero-. ¿Quiere traer mi equipaje del vagón contiguo, por favor? Es una bolsa roja de piel, y me llamo lady Elizabeth Oxenford.

– Desde luego, señorita.

Casas suburbanas de ladrillo rojo pasaron ante las ventanillas del vagón como filas de soldados. Margaret observaba a papá. No decía nada, pero su rostro, a causa de la rabia contenida, estaba hinchado como un globo. Mamá apoyó una mano en su rodilla.

– No hagas una escena, querido, por favor -dijo.

Papá no contestó.

El tren se detuvo en la estación.

Elizabeth estaba sentada junto a la ventanilla. Miró a Margaret. Ésta y Percy se levantaron para dejarla pasar, y después se volvieron a sentar.

Papá se puso en pie.

Los demás pasajeros presintieron la tensión y contemplaron la escena: Elizabeth y papá plantándose cara en el pasillo, mientras el tren se detenía.

La idea de que Elizabeth había elegido el momento perfecto volvió a llamar la atención de Margaret. A papá le resultaría difícil emplear la fuerza en estas circunstancias; los demás pasajeros podrían impedírselo. Sin embargo, el miedo la atenazó.

El rostro de papá se había teñido de púrpura, y sus ojos casi se le salían de las órbitas. Respiraba con violencia. Elizabeth temblaba, pero su boca reflejaba firmeza.

– Si bajas del tren ahora, no quiero volver a verte nunca más -dijo papá.

– ¡No digas eso! -gritó Margaret, pero ya era demasiado tarde. Nadie podía borrar aquellas palabras.

Mamá se puso a llorar.

– Adiós -se limitó a contestar Elizabeth.

Margaret se levantó y le echó los brazos al cuello.

– ¡Buena suerte! -susurró.

– Lo mismo digo -replicó Elizabeth, abrazándola.

Besó la mejilla de Percy, se inclinó con torpeza sobre la mesa y besó el rostro de mamá, anegado en lágrimas. Por fin, miró a papá de nuevo.

– ¿Nos estrechamos las manos? -preguntó con voz tensa y dolorosa.

El rostro de papá era una máscara de odio.

– Mi hija ha muerto -replicó.

Mamá emitió un sollozo de pesar.

El silencio reinaba en el vagón, como si todo el mundo fuera consciente de que un drama familiar estaba llegando a su conclusión.

Elizabeth dio media vuelta y se marchó.

Margaret deseó aferrar a su padre y agitarle hasta que sus dientes castañetearan. Su insensata obstinación la estremecía. ¿Por qué no podía darse por vencido una sola vez? Elizabeth era una persona adulta; ¡no estaba obligada a obedecer a sus padres el resto de su vida! Papá no tenía derecho a proscribirla. Impulsado por la ira, había destruido la familia, absurda y vengativamente. Margaret le odió en aquel momento. Al contemplar su semblante furioso y beligerante, quiso decirle que era mezquino, injusto y estúpido, pero se mordió los labios y calló, como siempre hacía con su padre.