Elizabeth pasó frente a la ventanilla del vagón, cargada con su maleta roja. Les miró a todos, sonrió entre lágrimas y agitó su mano libre, casi con timidez. Mamá se puso a llorar en silencio. Percy y Margaret le devolvieron el saludo. Papá apartó la vista. Después, Elizabeth se perdió de vista.
Papá se sentó y mamá le imitó.
Se oyó un silbato y el tren se movió.
Volvieron a ver a Elizabeth, esperando en la cola de salida. Levantó la vista cuando pasó su vagón. Esta vez no sonrió ni saludó; su aspecto era triste y taciturno.
El tren aceleró y pronto dejaron de ver a Elizabeth.
– La familia es algo maravilloso -comentó Percy, y aunque se expresó con sarcasmo, su voz estaba desprovista de humor, aunque henchida de amargura.
Margaret se preguntó si volvería a ver a su hermana.
Mamá se secó los ojos con un pequeño pañuelo de hilo, pero no paraba de llorar. No solía perder la compostura. Margaret no recordaba la última vez que la había visto llorar. Percy parecía conmovido. La fidelidad de Elizabeth a una causa tan vil deprimía a Margaret, pero no podía reprimir cierta sensación de júbilo. Elizabeth lo había conseguido: ¡había desafiado a papá y ganado! Se había mostrado a su altura, le había derrotado, había escapado de sus garras.
Si Elizabeth podía hacerlo, Margaret también.
Captó el olor del mar. El tren entró en los muelles. Corría paralelo a la orilla del agua, dejando atrás poco a poco cobertizos, grúas y transatlánticos. A pesar de la pena que la embargaba por la partida de su hermana, Margaret experimentó un escalofrío de anticipación.
El tren se detuvo tras un edificio designado como «terminal de Imperial». Era una estructura ultramoderna que recordaba un poco una tienda. Las esquinas eran redondeadas y el piso superior tenía un amplio mirador similar a una plataforma, con una barandilla a lo largo de todo el perímetro.
Los Oxenford, al igual que los demás viajeros, recogieron su equipaje y bajaron del tren. Mientras comprobaban que las maletas eran trasladadas del tren al avión, acudieron a la terminal de Imperial Airlines para completar las formalidades de salida.
Margaret se sentía mareada. El mundo que la rodeaba estaba cambiando a demasiada velocidad. Había abandonado su hogar, su país estaba en guerra, había perdido a su hermana y faltaban pocos minutos para que volara en dirección a Estados Unidos. Deseó detener un rato el reloj y tratar de asumirlo todo.
Papá explicó a un empleado de la Pan American que Elizabeth no vendría con ellos.
– No hay problema -contestó el hombre-. Hay alguien que espera comprar un billete. Yo me ocuparé de todo.
Margaret reparó en que el profesor Hartmann, que fumaba un cigarrillo en un rincón, dirigía nerviosas y preocupadas miradas a su alrededor. Parecía nervioso e impaciente. Gente como mi hermana le ha convertido en lo que es ahora, pensó Margaret; los fascistas le han perseguido hasta transformarle en un manojo de nervios. No me extraña que tenga tanta prisa por abandonar Europa.
Desde la sala de espera no podían ver el avión, de modo que Percy fue a buscar un lugar más a propósito. Volvió con cantidad de información.
– El despegue tendrá lugar a las dos en punto, tal como estaba previsto -anunció. Margaret experimentó una punzada de aprehensión-. Tardaremos una hora y media en llegar a nuestra primera escala, que es Foynes. En Irlanda es verano, al igual que en Inglaterra, así que llegaremos a las tres y media. Esperaremos una hora, mientras lo reaprovisionan de combustible y deciden la ruta de vuelo definitivo. Volveremos a despegar a las cuatro y media.
Margaret vio caras nuevas, gente que no había viajado en el tren. Algunos pasajeros habrían acudido directamente a Southampton por la mañana, o habrían permanecido en algún hotel. Mientras pensaba en esto, una mujer increíblemente hermosa llegó en taxi. Era rubia, tendría unos treinta años y llevaba un vestido magnífico, de color crema con lunares rojos. La acompañaba un hombre sonriente, de aspecto vulgar, vestido con una chaqueta de cachemira. Todo el mundo les miró; parecían muy felices, y su aspecto era atractivo.
Pocos minutos después, el avión estaba preparado para que los pasajeros subieran.
Pasaron por las puertas principales de la terminal al muelle, donde se hallaba amarrado el clipper, oscilando sobre el agua. El sol arrancaba destellos de sus costados plateados. Era enorme.
Margaret no había visto jamás un avión ni la mitad de grande. Era del tamaño de una casa y largo como dos pistas de tenis. Una gran bandera norteamericana estaba pintada sobre su morro, parecido al de una ballena. Las alas eran altas y estaban situadas a la altura de la parte superior del fuselaje. Había cuatro enormes motores empotrados en las alas, y las hélices debían medir unos cuatro metros y medio de diámetro.
¿Cómo era posible que aquel trasto volara?
– ¿Pesa mucho? -preguntó en voz alta.
Percy la oyó.
– Cuarenta y una toneladas. -se apresuró a contestar. Sería como volar por los aires en una casa.
Llegaron al borde del muelle. Una pasarela descendía hasta un embarcadero flotante. Mamá avanzó a toda prisa, aferrándose a la barandilla; daba la impresión de que se tambaleaba, como si hubiera envejecido veinte años. Papá cargaba con las maletas de ambos. Mamá nunca cargaba con nada; era una de sus fobias.
Una pasarela más corta les condujo desde el embarcadero flotante hasta lo que parecía un ala secundaria roma, medio sumergida en el agua.
– Un hidroestabilizador -indicó Percy-. También conocido como ala acuática. Impide que el avión se incline hacia un costado en el agua.
La superficie del ala acuática era ligeramente curva, y Margaret pensó que iba a resbalar, pero no fue así. Se situó a la sombra de la gigantesca ala que se cernía sobre su cabeza. Le habría gustado tocar una de las enormes hélices, pero no llegaba.
Había una puerta en el fuselaje bajo la palabra american de líneas aéreas pan american. Margaret agachó la cabeza y pasó por la puerta.
Bajó tres escalones hasta pisar el suelo del avión. Margaret se encontró en una habitación de unos seis metros cuadrados, con una lujosa alfombra de color terracota, paredes beige y sillas azules, cuyo tapizado estaba adornado con estrellas. Había lámparas en el techo y grandes ventanas cuadradas con celosías. Las paredes y el techo eran rectos, en lugar de curvos como el fuselaje; no daba la impresión de subir a un avión, sino de entrar en una casa.
La habitación tenía dos puertas. Algunos pasajeros fueron conducidos hasta la parte posterior del avión. Margaret observó que, en aquella dirección, había una serie de saloncitos, alfombrados y decorados en suaves tonos verdes y canelas. A los Oxenford, sin embargo, les había tocado la parte de delante. Un mozo bajo y regordete con chaqueta blanca, que se presentó como Nicky, les guió hasta el compartimento siguiente.
Era algo más pequeño que el anterior, decorado de manera diferente: alfombra turquesa, paredes verde pálido y tapicería beige. A la derecha de Margaret había dos largas otomanas de tres plazas, una enfrente de la otra, separadas por una mesita situada bajo la ventana. A su izquierda, al otro lado del pasillo, había otro par de otomanas, un poco más pequeñas, de dos plazas.
Nicky les indicó los asientos más amplios de la derecha. Papá y mamá se sentaron al lado de la ventana, y Margaret y Percy junto al pasillo, dejando dos asientos libres entre ellos, y otros cuatro al otro lado del pasillo. Margaret se preguntó quien se sentaría en ellos. La hermosa mujer del vestido a topos sería interesante. Y también Lulu Bell, sobre todo si quería hablar de la abuela Fishbein. Lo mejor sería que le tocara Carl Hartmann.
Notó que el avión se movía al compás de las aguas. Era un movimiento casi imperceptible, suficiente para recordarle que se encontraba en el mar. Decidió que el avión era como una alfombra mágica. Era imposible imaginar cómo simples motores lograban que volara. Resultaba mucho más sencillo creer que un antiguo hechizo le sostendría en el aire.