Percy se levantó.
– Voy a echar un vistazo -dijo.
– Quédate aquí -ordenó papá-. Si empiezas a dar vueltas, molestarás a todo el mundo.
Percy se sentó al instante. Papá aún no había perdido toda su autoridad.
Mamá se empolvó la nariz. Había dejado de llorar. Margaret llegó a la conclusión de que se sentía mejor.
– Prefiero sentarme mirando hacia adelante -dijo una voz de acento norteamericano.
Margaret levantó la vista. Nicky, el mozo, le enseñó al hombre un asiento, al otro lado del compartimento. Margaret no le identificó, pues se encontraba de espaldas a ella. Era rubio y llevaba un traje azul.
– No hay problema, señor Vandenpost -dijo el mozo-. Acomódese en el asiento opuesto.
El hombre se volvió. Margaret le miró con curiosidad, y los ojos de ambos se encontraron.
Se quedó atónita al reconocerle.
Ni era norteamericano ni se llamaba Vandenpost.
Los ojos azules del joven le dirigieron una advertencia, pero ya era demasiado tarde.
– ¡Caramba! -exclamó Margaret-. ¡Si es Harry Marks!
7
En momentos como éste, Harry Marks se comportaba mejor que nunca.
Después de salvarse de la cárcel, viajar con pasaporte robado, utilizar un nombre falso y fingir que era norteamericano, tenía la increíble mala suerte de tropezarse con una chica enterada de que era un ladrón, que le había oído hablar con diferentes acentos y que le llamaba en voz alta por su nombre real.
Un pánico ciego le atenazó por un instante.
Una horrenda visión de lo que dejaba a sus espaldas apareció ante sus ojos: un juicio, la prisión y la vida miserable de un soldado raso del ejército británico.
Pero entonces recordó que era un hombre afortunado, sonrió.
La chica parecía desconcertada por completo. Trató de recordar su nombre. Margaret. Lady Margaret Oxenford.
Ella le miraba estupefacta, demasiado sorprendida para decir algo, mientras él esperaba que una inspiración le iluminase.
– Me llamo Harry Vandenpost -dijo-, pero creo que mi memoria es mejor que la de usted. Es Margaret Oxenford, ¿verdad? ¿Cómo está?
– Bien -respondió ella, aturdida. Estaba más confusa que él. Dejó que se hiciera cargo de la situación.
El joven extendió la mano, como si fuera a estrechar la de Margaret, y ésta hizo lo propio. En ese momento, la inspiración acudió en auxilio de Harry Marks. En lugar de estrechar la mano de la muchacha, inclinó la cabeza, en un gesto pasado de moda, y susurró en su oído:
– Finja que nunca me ha visto en una comisaría de policía y yo haré lo mismo por usted.
Se irguió y la miró a los ojos. Advirtió que eran de un tono verde oscuro muy poco común; muy bellos.
Margaret continuó aturdida durante un momento. Después, su rostro se iluminó y sonrió. Había comprendido, y estaba complacida e intrigada por la pequeña conspiración que él proponía.
– Claro, soy una tonta. Harry Vandenpost.
Harry se tranquilizó. El hombre más afortunado del mundo, pensó.
– Por cierto… ¿Dónde nos conocimos? -añadió Margaret, frunciendo el ceño con malicia.
Harry no se arredró.
– ¿No fue en el baile de Pippa Matchingham?
– No. No fui.
Harry comprendió que sabía muy poco sobre Margaret. ¿Residía en Londres durante la «estación» social, o se refugiaba en el campo? ¿Iba de cacería, colaboraba con instituciones caritativas, hacía campaña por los derechos de la mujer, pintaba acuarelas, o realizaba experimentos agrícolas en la granja de su padre? Decidió referirse a uno de los grandes acontecimientos de la temporada.
– Estoy seguro de que nos conocimos en Ascot.
– Sí, por supuesto -respondió ella. Harry se permitió una leve sonrisa de satisfacción. Ya la había convertido en su cómplice.
– Pero creo que no conoce a mi familia -prosiguió Margaret-. Mamá, te presento al señor Vandenpost, de…
– Pennsylvania -se apresuró a completar Harry. Se arrepintió de inmediato. ¿Dónde demonios estaba Pennsylvania? No tenía ni idea.
– Mi madre, lady Oxenford. Mi padre, el marqués. Y éste es mi hermano, lord Isley.
Harry había oído hablar de todos ellos, por supuesto; era una familia famosa. Estrechó la mano de los tres con energía y cordialidad, que los Oxenford tomaron por una costumbre típicamente norteamericana.
Lord Oxenford parecía lo que era: un viejo fascista, gordo e iracundo. Llevaba un traje de tweed marrón y un chaleco cuyos botones estaban a punto de reventar por el empuje de la tripa.
– Estoy encantado de conocerla, señora -dijo Harry a Lady Oxenford-. Me interesan mucho las joyas antiguas, y he oído decir que usted posee una de las mejores colecciones del mundo.
– Bueno, gracias -contestó ella-. Es mi afición favorita.
Su acento norteamericano sorprendió a Harry. Lo que sabía sobre ella lo había leído en las revistas de sociedad. Pensaba que era inglesa, pero ahora recordó vagamente algunas habladurías sobre los Oxenford. El marqués como muchos aristócratas propietarios de enormes fincas en el campo, casi se había arruinado después de la guerra, a causa de la bajada mundial de los precios de los productos agrícolas. Algunos habian vendido sus propiedades para irse a vivir a Niza o Florencia, donde sus menguadas fortunas les permitían un nivel de vida más alto. Sin embargo, Algernon Oxenford se había casado con la heredera de un banquero norteamericano, y su dinero había permitido al hombre continuar viviendo con su estilo de vida.
Todo ello significaba que Harry se las tendria que ingeniar para engañar a una norteamericana autentica. No debía cometer ni un error, y la farsa se prolongaría durante treinta y seis horas.
Decidió mostrarse fascinante. Adivinó que la mujer no era inmune a los cumplidos, sobre todo procedentes de un hombre atractivo. Miró con atención el broche sujeto a la pechera de su traje de viaje color naranja. Estaba hecho de esmeraldas, zafiros, rubíes y diamantes, con la forma de una mariposa posada sobre una rama de rosas silvestres. Era extraordinariamente realista. Llegó a la conclusion de que era francés, que databa de 1880, y adivinó la identidad del fabricante.
– ¿Ese broche es de Oscar Massin?
– En efecto.
– Es muy bonito.
– Gracias.
Era una mujer bella. Comprendió por qué Oxenford se había casado con ella, pero no por qué ella se había enamorado de él. Quizás él era más atractivo veinte años atrás.
– Creo que conozco a los Vandenpost de Filadelfia. -dijo la mujer.
Vaya, pues yo no, pensó Harry. Sin embargo no parecia muy segura.
– Mi familia son los Glencarry de Stamford, Connecticut -añadió ella.
– ¡No me diga! -exclamó Harry, fingiendo sentirse impresionado. Continuaba pensando en Filadelfia. ¿Había dicho que era natural de Filadelfia o Pennsylvania? Ya no se acordaba. Quizás fueran el mismo lugar. Encajaban bien. Filadelfia, Pennsylvania. Stamford, Connecticut. Recordó que cuando se le preguntaba a un norteamericano de dónde era, siempre daba dos respuestas: Houston, Texas. San Francisco, California. Ya.
– Me llamo Percy.
– Harry -contestó Harry, contento de moverse otra vez en territorio conocido.
El título de Percy era lord Isley. Era un título de cortesía porque lo utilizaba hasta que su padre muriera, momento en que se convertiría en el marqués de Oxenford. La mayoría de estos tipos estaban ridículamente orgullosos de sus estúpidos títulos. A Harry le habían presentado en una ocasión a un niño de tres años como el barón de Portrail. Sin embargo, parecía buen chico. Estaba comunicando a Harry con educación que no quería ser llamado por sus título.