Ya era hora de estrechar lazos con Margaret Oxenford, que bebía una copa de champán y hojeaba una revista. Había flirteado con docenas de muchachas de su edad y posición social, y llevó a cabo la rutina de forma automática.
– ¿Vive en Londres?
– Tenemos una casa en la plaza Eaton, pero vivimos casi siempre en el campo -contestó ella-. Nuestra residencia está en Berkshire. Papá también tiene un pabellón de caza en Escocia.
Su tono era tan desapasionado en exceso, como si considerara la pregunta aburrida y quisiera soslayarla lo antes posible.
– ¿Suele ir de caza seguido? -preguntó Harry. Era un tema de conversación manido: casi todos los ricos la hacían, y les encantaba hablar de ello.
– No mucho. Preferimos tirar al blanco.
– ¿Usted tira al blanco? -preguntó Harry sorprendido, pues no pensaba que fuera una ocupación muy femenina.
– Cuando me dejan.
– Supongo que tendrá montones de admiradores.
Margaret le miró y bajo la voz.
– ¿Por qué me hace unas preguntas tan estúpidas?
Harry se quedó sin habla, pasmado. Había formulado las mismas preguntas a docenas de chicas y nunca había reaccionado así.
– ¿Son estúpidas?
– A usted le importa un pito dónde vivo y si voy a cazar.
– ¡Pero son los temas favoritos de la alta sociedad!
– ¡Pero usted no pertenece a la alta sociedad!
– ¡Que me aspen! -exclamó Harry, recobrando su acento normal-. ¡Usted no se anda con rodeos!
– Así está mejor -rió Margaret.
– Si sigo cambiando de acento, me confundiré.
– Muy bien. Soportaré su acento norteamericano si me promete dejar de decir tonterías.
– Gracias, cariño -contestó Harry, asumiendo de nuevo el papel de Harry Vandenpost.
No es tan ingenua, pensó. Era una chica que sabía lo que quería, estupendo. Eso la hacía todavía más interesante.
– Lo imita muy bien -continuó ella-. Nunca habría adivinado que lo fingía. Supongo que debe formar parte de su modus operandi.
Las chicas que hablaban latín siempre le desconcertaban.
– Imagino que sí -dijo, sin tener ni idea de lo que había querido decir. Debía cambiar de tema. Se preguntó cuál sería el mejor método de acceder a su corazón. Estaba claro que no podía flirtear con ella como hacía con las demás. Tal vez es del tipo psíquico, interesada en sesiones espiritistas y nigromancia-. ¿Cree en los fantasmas?
Se ganó otra contestación sarcástica.
– ¿Por quién me ha tomado? ¿Y por qué ha cambiado de tema?
Se habría reído de cualquier otra chica, pero Margaret, por alguna razón, le llegaba al fondo.
– Porque no hablo latín -respondió con brusquedad. -¿A qué demonios se refiere?
– No entiendo palabras como modus andy.
Ella pareció desconcertada e irritada por un momento; después, su rostro se serenó y repitió la frase.
– Modus operandi.
– Me fui del colegio antes de cursar esa asignatura. Sus palabras causaron en Margaret un efecto muy sorprendente: enrojeció de vergüenza.
– Lo siento muchísimo -dijo-. He sido muy grosera.
Esta vez le tocó a Harry sorprenderse. Mucha gente de la alta sociedad parecía considerar un deber presumir de su educación. Se alegró de que Margaret fuera más considerada que los demás miembros de su clase.
– Perdonada -dijo, sonriendo.
– Sé muy bien cómo se siente, porque yo tampoco he tenido una educación adecuada -explicó la joven.
– ¿A pesar de su dinero? -preguntó Harry, incrédulo. Ella asintió con la cabeza.
– Nunca fuimos al colegio.
Harry se quedó estupefacto. Los londinenses respetables de la clase obrera consideraban vergonzoso no enviar a sus hijos al colegio; era casi tan malo como ser incordiado por la policía o expulsado por los caseros. La mayoría de los niños se quedaban en casa el día que llevaban a reparar sus botas al zapatero, porque no tenían otro par de repuesto; su madre sufría mucho por este motivo…
– Pero los niños deben ir al colegio… ¡Lo exige la ley! -dijo Harry.
– Teníamos aquellas estúpidas institutrices. Por eso no puedo ir a la universidad. No cumplo los requisitos necesarios. -Parecía triste-. Creo que me habría gustado la universidad.
– Es increíble. Pensaba que los ricos podían hacer lo que les daba la gana.
– Gracias a mi padre, no es mi caso.
– ¿Y el chico? -Harry señaló a Percy.
– Oh, él va a Eton, por supuesto -dijo con amargura-. Con los chicos es diferente.
Harry reflexionó unos momentos.
– Eso quiere decir que usted disiente de su padre en otros temas. ¿En política, tal vez?
– Claro que disiento -respondió Margaret con pasión-. Soy socialista.
Esa podía ser la llave de su afecto, pensó Harry.
– Yo era del partido Comunista -dijo. Era verdad: se había afiliado a los dieciséis años y lo abandonó tres semanas después. Aguardó su reacción para decidir el alcance de sus confidencias.
La joven se animó de inmediato.
– ¿Por qué lo dejó?
La verdad era que las reuniones políticas le aburrían sobremanera, pero sería un error decirlo.
– Es difícil explicarlo con palabras -mintió.
Tendría que haber adivinado que ella no iba a conformarse con eso.
– Ha de saber por qué lo dejó -dijo, impaciente.
– Se parecía demasiado a la escuela dominical.
Margaret lanzó una carcajada.
– Sé lo que quiere decir.
– De todos modos, estoy seguro de que he hecho más que los comunistas por devolver la riqueza a los trabajadores que la han producido.
– ¿Por qué?
– Bueno, saco dinero de Mayfair y lo llevo a Battersea.
– ¿Quiere decir que sólo roba a los ricos?
– Es absurdo robar a los pobres: no tienen dinero.
Margaret volvió a reir.
– ¿A que no devuelve sus mal habidas ganancias, como Robin de los Bosques?
Pensó en lo que iba a contestar. ¿Le creería ella si le decía que robaba a los ricos para dárselos a los pobres? Era inteligente aunque también ingenua, pero… no tan ingenua, decidió.
– No soy una institución de caridad -respondió, con un encogimiento de hombros-. Pero a veces ayudo a la gente.
– Sorprendente -comentó Margaret. Sus ojos centelleaban de interés y animación, y su aspecto era arrebatador-. Sabía que existía gente como usted, pero es extraordinario conocerle y hablar con usted.
No exageres, pimpollo, pensó Harry. Las mujeres que se entusiasmaban con él le ponían nervioso; eran propensas a sentirse ofendidas cuando descubrían que ra humano.
– No soy tan especial -dijo, con autentico embarazo-. Lo que pasa es que procedo de un mundo desconocido para usted.
La mirada de Margaret reveló que sí le consideraba especial.
Hasta aquí hemos llegado, decidió Harry. Ya era hora de cambiar de tema.
– Me está poniendo violento -reconoció avergonzado.
– Lo siento -se disculpó Margaret al instante-. ¿Por qué viaja a Estados Unidos? -preguntó, tras meditar un momento.
– Para huir de Rebecca Maugham-Fint.
Margaret rió.
– Dígame la verdad.
Cuando agarraba algo, era como un terrier, pensó: no lo soltaba. Era imposible controlarla, lo cual aumentaba su peligrosidad.
– Tenía que salvarme para no ir a la cárcel.
– ¿Qué hará cuando lleguemos?
– Pensaba alistarme en las Fuerzas Aérea Canadienses. Me gustaría volar.
– Qué emocionante.
– ¿Y usted? ¿Por qué viaja a Estados Unidos?