– Se marcha sin usted -comentó el joven.
– Es un monstruo sin entrañas.
– ¿Es su marido?
– ¡Por supuesto que no!
– Supongo que, para el caso, es lo mismo.
Nancy se sintió desfallecer. Hoy la habían traicionado dos hombres. ¿Había algo en ella que no funcionaba?, se preguntó.
Pensó que lo mejor sería rendirse. Ya no podría alcanzar el clipper. Peter vendería la empresa a Nat Ridgeway, y ése sería el final.
El avión se inclinó y giró. Lovesey ponía rumbo hacia Foynes, supuso ella. Alcanzaría a su esposa fugitiva. Nancy deseó que se negara a volver con él.
Inesperadamente, el avión continuó girando. Cuando apuntó hacia la aldea, se enderezó. ¿Qué estaba haciendo ese hombre?
Seguía la carretera embarrada, perdiendo altura. ¿Por qué regresaba? A medida que el avión se aproximaba, Nancy se empezó a preguntar si iba a aterrizar. ¿Fallaba de nuevo el motor?
El pequeño avión tocó la carretera embarrada y avanzó rebotando hacía las tres personas que se hallaban frente a la casa del herrero.
Nancy casi se desmayó de alivió. ¡Regresaba a buscarla! El avión frenó delante de ella. Mervyn gritó algo que Nancy no entendió.
– ¿Qué? -chilló ella.
Lovesey, impaciente, le indicó por señas que se acercara. Nancy corrió hacia el avión.
– ¿A qué está esperando? -gritó Lovesey, inclinándose hacia ella-. ¡Suba!
Nancy consultó el reloj. Eran las tres menos cuarto. Todavía podían llegar a Foynes a tiempo. El optimismo volvió a invadirla. ¡Aún no estoy acabada!, pensó.
El joven herrero se acercó. Le brillaban los ojos.
– Permítame ayudarla -gritó.
Hizo un asiento con las manos enlazadas. Nancy apoyó su pie desnudo, cubierto de barro, y él la izó. Se dejó caer en el asiento.
El avión se elevó al instante.
Pocos segundos después estaban en el aire.
9
La esposa de Mervyn Lovesey era muy feliz.
Diana tuvo miedo cuando el clipper despegó, pero ahora sólo sentía júbilo.
Nunca había volado. Mervyn jamás la había invitado a compartir su pequeño aeroplano, aunque ella había dedicado días a pintarlo de amarillo para él. Había descubierto que, en cuanto se dominaba el nerviosismo, era terriblemente excitante elevarse en el aire en algo parecido a un hotel de lujo con alas, y contemplar desde lo alto los pastos y trigales, carreteras y vías férreas, casas, iglesias y fábricas de Inglaterra. Se sentía libre. Era libre. Había dejado a Mervyn y huido con Mark.
La víspera, en el hotel SouthWestern de Southampton, se habían registrado como señores Alder y pasado la primera noche entera juntos. Habían hecho el amor antes de dormir y al amanecer, nada más despertarse. Parecía un lujo, después de tres meses de tardes breves y besos robados.
Volar en el clipper era como vivir en una película. El decorado era soberbio, la gente elegantísima, los dos camareros muy eficientes; todo ocurría como por capricho de un guión, y se veían caras famosas por todas partes. Estaba el barón Gabon, el rico sionista, siempre enfrascado en apasionadas discusiones con su demacrado acompañante. El marqués de Oxenford, el famoso fascista, iba a bordo con su bella esposa. La princesa Lavinia Bazarov, uno de los pilares de la sociedad parisina, iba en el compartimento de Diana, y ocupaba el asiento de ventanilla de la otomana de Diana.
Frente a la princesa, en el otro asiento de ventanilla de su lado, estaba Lulu Bell, la estrella de cine. Diana la había visto en muchas películas: Mi primo Jake, Tormento, La vida secreta, Elena de Troya y muchas otras que se habían proyectado en el cine Paramount de la calle Oxford de Manchester. Sin embargo, lo más sorprendente fue que Mark la conocía. Mientras se acomodaban en sus asientos, una estridente voz norteamericana se puso a gritar.
– ¡Mark! ¡Mark Alder! ¿De veras eres tú?
Diana se volvió y vio que una rubia menuda, parecida a un canario, se precipitaba sobre él.
Resultó que habían trabajado juntos unos años atrás en un programa radiofónico de Chicago, antes de que Lulu convirtiera en una gran estrella. Mark le presentó a Diana y Lulu se mostró muy cordial, alabando la belleza de Diana y la suerte de Mark por haberla encontrado. Por supuesto se hallaba mucho más interesada en Mark, y los dos se pusieron a hablar desde el momento del despegue, recordando los viejos tiempos, cuando eran jóvenes y pobres, vivían el hoteles de mala muerte y bebían licor destilado clandestinamente.
Diana no se había dado cuenta de que Lulu era tan bajita. Parecía más alta en sus películas. Y también más joven. Al natural, resultaba obvio que su cabello rubio no era autentico, como el de Diana, sino teñido. No obstante, poseía la personalidad vivaz y agresiva que exhibía en todas sus películas. Incluso en este momento, atraía la atención general. Aunque estaba hablando con Mark, todo el mundo la miraba: la princesa Lavinia, Diana y los dos hombres que se sentaban al otro lado del pasillo.
Estaba narrando una anécdota referida a un programa de radio; uno de los actores se había marchado a mitad de la retransmisión, creyendo que su intervención había terminado, cuando en realidad le quedaba una línea de diálogo al final.
Total, que yo leí mi línea, que era «¿Quién se ha comido la mona de Pascua?», y todo el mundo miró a su alrededor…, ¡pero George había desaparecido! Y se produjo un largo silencio.
Hizo una pausa para dotar de énfasis dramático a la situación. Diana sonrió. ¿Qué coño hacía la gente cuando algo se torcía durante un programa de radio? Escuchaba mucho la radio, pero no recordaba ningún incidente similar. Lulu reanudó su explicación.
– Volví a repetir mi línea, «¿Quién se ha comido la mona de Pascua?». Y me inventé la continuación. -Bajó la barbilla y habló con una áspera voz masculina muy convincente-. Creo que ha sido el gato.
Todos rieron.
– Y así terminó el programa -concluyó,
Diana recordó un programa en que el locutor, sobresaltado por algo, había exclamado ¡Hostia!».
– Una vez oí a un locutor blasfemar -dijo. Iba a contar la anécdota, pero Mark la interrumpió.
– Bueno, es muy normal. -Se volvió hacia Lulu-. ¿Te acuerdas cuando Max Gifford dijo que Babe Ruth [1] tocaba las pelotas con mucha limpieza, y no pudo parar de reír?
Mark y Lulu estallaron en carcajadas. Diana sonrió, pero empezaba a sentirse un poco desplazada. Pensó que era un poco injusta. Durante tres meses, mientras Mark había estado solo en una ciudad desconocida, ella había acaparado toda su atención. No siempre iba a ser así. Tendría que acostumbrarse a compartirle con más gente a partir de ahora. Sin embargo, no le apetecía interpretar el papel de público. Se volvió hacia la princesa Lavinia, que estaba sentada a su derecha.
– ¿Escucha usted la radio, princesa? -preguntó. La vieja rusa inclinó su delgada y ganchuda nariz.
– La encuentro algo vulgar -contestó.
Diana ya había conocido a otras viejas altivas, y no la intimidaban.
– Me sorprende -contraatacó-. Sin ir más lejos, anoche sintonizamos unos quintetos de Beethoven.
– La música alemana es muy mecánica -replicó la princesa.
No había forma de complacerla, pensó Diana. Había pertenecido a la clase más perezosa y privilegiada de la historia, y quería que todo el mundo lo supiera, por lo cual fingía que nada era comparable a lo que había poseído en otros tiempos. Iba a ser un auténtico latazo.
El mozo destinado a la parte posterior del avión vino para tomar nota de los combinados. Se llamaba Davy. Era un joven pulcro, bajo y agradable, de cabello rubio, y caminaba por el pasillo alfombrado dando ligeros saltitos. Diana pidió un martini seco. No sabía lo que era, pero sabía por las películas que en Estados Unidos era una bebida muy elegante.