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Aflojó su presa y acabó soltándole. Luther se derrumbó contra la pared, jadeando en busca de aire, y se llevó la mano a la garganta.

El funcionario de la aduana irlandesa asomó la cabeza alertado por el estruendo.

– ¿Qué pasa?

Luther se incorporó con un esfuerzo.

– Me he caído, pero estoy bien -balbució.

El aduanero se inclinó y recogió el sombrero de Luther. Le dirigió una mirada de curiosidad mientras se lo entregaba, pero no dijo nada más y entró en la oficina.

Eddie miró a su alrededor. Nadie había presenciado la refriega. Los pasajeros y la tripulación habían desaparecido tras la pequeña estación de tren.

Luther se caló el sombrero.

– Si mete la pata, nos matarán a los dos, igual que a su maldita esposa, imbécil -dijo con voz ronca.

La referencia a Carol-Ann enfureció de nuevo a Eddie, que levantó el puño para golpear a Luther, pero éste alzó un brazo para protegerse.

– Cálmese, ¿quiere? ¡Así no la recuperará! ¿No se da cuenta de que me necesita?

Eddie se daba cuenta a la perfección, pero había perdido la razón durante unos momentos. Retrocedió un paso y examinó al hombre. Luther se expresaba como un hombre culto y sus ropas eran caras. Lucía un erizado bigote rubio y sus ojos claros centelleaban de odio. Eddie no lamentaba haberle golpeado. Necesitaba descargar su angustia sobre algo, y Luther era el blanco perfecto.

– ¿Qué quiere que haga, hijo de la gran puta?

Luther introdujo la mano en la chaqueta. Eddie pensó por un momento que sacaría una pistola, pero Luther extrajo una postal y se la tendió.

Eddie la miró. Era una foto de Bangor (Maine).

– ¿Qué coño significa esto?

– Déle la vuelta -dijo Luther.

En el reverso estaba escrito:

44.70 N, 67.00 O.

– ¿Qué son estos números? ¿Coordenadas? -preguntó Eddie.

– Sí. En ese punto deberá posar el avión. Eddie le miró, perplejo.

– ¿Posar el avión? -repitió estúpidamente.

– Sí.

– ¿Es eso lo que quieren que haga? ¿Sólo eso?

– Posar el avión en ese punto.

– ¿Por qué?

– Porque usted quiere recuperar a su bonita esposa.

– ¿Dónde está eso?

– Cerca de la costa de Maine.

La gente daba por sentado que un hidroavión podría amarar en cualquier sitio, pero, en realidad, necesitaba una mar serena. Para mayor seguridad, la Pan American no autorizaba el amarraje sobre olas que superasen el metro de altura. Si el avión llegaba a posarse sobre un mar embravecido, el resultado sería su destrucción.

– Un hidroavión no puede amarrar en pleno mar… -dijo Eddie.

– Lo sabemos. El lugar está protegido.

– Eso no significa…

– Compruébelo usted mismo. El amarraje es posible. Lo he verificado.

Lo dijo con tanta seguridad que Eddie le creyó. Sin embargo, había algunos cabos sueltos.

– ¿Qué debo hacer para tomar la decisión? No soy el capitán.

– Lo hemos planeado todo con mucho cuidado. En teoría, el capitán podría dar la orden, pero ¿con qué excusa? Usted es el mecánico, puede conseguir que algo se estropee.

– ¿Quieren que estrelle el avión?

– No se lo aconsejo: yo viajaré a bordo. Estropee algo para que el capitán se vea forzado a realizar un amaraje de emergencia. -Tocó la postal con un dedo manicurado-. Justo aquí.

No cabía duda de que el mecánico podía crear un problema que obligara a amarrar, pero resultaba dificil controlar una emergencia, y a Eddie, en principio, no se le ocurría cómo provocar un amaraje improvisado en un punto concreto.

– No es tan fácil…

– Ya sé que no es fácil, Eddie, pero también sé que es posible. Lo he comprobado.

¿A quién había solicitado consejo? ¿Quién era?

– ¿Quién coño es usted?

– Ahórrese las preguntas.

Al principio, Eddie había amenazado a este hombre, pero ahora se habían girado las tornas, y estaba atemorizado. Luther era un miembro de la despiadada pandilla que había planificado todo esto al detalle. Habían decidido que Eddie sería su instrumento; habían secuestrado a Carol-Ann; la tenían en su poder.

Guardó la postal en la chaqueta del uniforme y se dio la vuelta.

– ¿Lo hará, pues? -preguntó Luther, nervioso. Eddie sostuvo la mirada de Luther durante un largo momento y se alejó sin responder.

Se había comportado con rudeza, pero estaba abatido. ¿Por qué hacían esto? Había sospechado al principio que los alemanes querían secuestrar un Boeing 314 para copiarlo, pero esa teoría improbable ya estaba descartada por completo, porque los alemanes se habrían apoderado del avión en Europa, no en Maine.

El hecho de que hubieran elegido un punto muy concreto para que el avión amarara constituía una pista. Sugería que un barco les estaría esperando. ¿Para qué? ¿Quería Luther introducir de contrabando algo o alguien en Estados Unidos? ¿Una maleta llena de opio, un bazooka, un agitador comunista, un espía nazi? La persona o la cosa tendrían que ser muy importantes para tomarse tantas molestias.

Al menos, sabía por qué le habían elegido. Si querían que el clipper efectuara un amaraje forzoso, el mecánico era su hombre. Ni el navegante ni el operador de radio podrían hacerlo, y el piloto necesitaría la cooperación de su copiloto. Sin embargo, el mecánico, sin ayuda de nadie, podía detener los motores.

Luther habría obtenido en la Pan American una lista de los mecánicos del clipper. No era muy difícil. Bastaba con allanar una oficina por la noche, o sobornar a alguna secretaria. ¿Por qué Eddie? Por algún motivo, Luther había elegido este vuelo en particular, tras examinar los nombres de los tripulantes. Después, se había preguntado cómo lograría la ayuda de Eddie, averiguando la respuesta: mediante el secuestro de su mujer.

Ayudar a estos gángsteres destrozaba el corazón de Eddie. Odiaba a los chorizos. Demasiado codiciosos para vivir como la gente normal y demasiado perezosos para trabajar, estafaban y robaban a los esforzados ciudadanos, viviendo a lo grande. Mientras otros se partían el espinazo arando y segando, o trabajando dieciocho horas al día para establecer un negocio, excavando en las minas o sudando todo el día en los altos hornos, los gángsteres se paseaban con trajes elegantes y enormes coches, sin hacer otra cosa que pegar y atemorizar a la gente. La silla eléctrica era demasiado buena para ellos.

Su padre pensaba lo mismo. Recordó lo que había comentado sobre los gamberros del colegio. «Esos chicos son malos, de acuerdo, pero no son listos». Tom Luther era malo, pero ¿era listo? «Es difícil luchar contra estos chicos, pero no lo es tanto engañarlos», afirmaba papá. Sin embargo, no sería fácil engañar a Tom Luther. Había diseñado un plan muy complejo y, hasta el momento, funcionaba a la perfección.

Eddie habría hecho casi cualquier cosa por engañar a Luther, pero éste tenía a Carol-Ann. Todo lo que Eddie intentara para frustrar los designios de Luther podía redundar en perjuicio de su mujer. No podía luchar contra ellos ni engañarles; tenía que procurar satisfacer sus exigencias.

Hirviendo de cólera, salió del puerto y cruzó la única carretera que atravesaba el pueblo de Foynes.

La terminal aérea era una antigua fonda con un patio central. Desde que el pueblo se había convertido en un importante aeropuerto de hidroaviones, la Pan American monopolizaba casi todo el edificio, aunque todavía quedaba un bar, llamado la «Taberna de la señora Walsh», restringido a una pequeña sala, con una puerta que daba a la calle. Eddie subió a la sala de operaciones, donde el capitán Marvin Baker y el primer oficial, Johnny Dott, estaban conferenciando con el jefe de estación de la Pan American. Aquí, entre tazas de café, ceniceros y montañas de mensajes radiofónicos e informes meteorológicos, tomarían la decisión final sobre la forma de realizar la larga travesía atlántica.

El factor crucial era la fuerza del viento. El viaje hacia el oeste era una lucha constante contra el viento dominante. Los pilotos cambiaban de altitud constantemente, en busca de las condiciones más favorables, un juego denominado «cazar el viento». Los vientos más suaves solían encontrarse en las altitudes inferiores, pero por debajo de un cierto punto el avión corría el peligro de chocar con un barco o, lo más probable, con un iceberg. Los vientos fuertes exigían más combustible y, en ocasiones, los vientos previstos eran tan fuertes que el clipper no podía cargar el suficiente para recorrer los tres mil doscientos kilómetros de distancia hasta Terranova. El vuelo se suspendía y los pasajeros se alojaban en un hotel hasta que el tiempo mejoraba.