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No sé lo que tendría que haber hecho, pensó abatida, pero ya es demasiado tarde para arrepentirse. He tomado mi decisión y no quiero que me disuada.

Mark le cogió las manos. Ella estaba demasiado triste para apartarlas.

– Puesto que has cambiado de opinión una vez, hazlo otra vez -dijo, en tono persuasivo-. Ven conmigo, casémonos y tengamos hijos. Viviremos en una casa a pie de playa, y nuestros críos chapotearán en las olas. Serán rubios y bronceados, y crecerán jugando al tenis, practicando el surfing y pedaleando en bicicletas. ¿Cuántos niños quieres? ¿Dos? ¿Tres? ¿Seis?

Pero Diana había superado su momento de debilidad.

– No está bien, Mark. Voy a volver a casa.

Leyó en los ojos de Mark que ahora le creía. Intercambiaron una mirada de tristeza. Durante un rato, los dos guardaron silencio.

Entonces, Mervyn entró.

Diana no daba crédito a sus ojos. Le miró como si fuera un fantasma. ¡No podía estar aquí, era imposible!

– De modo que os he cazado -dijo, con su familiar voz de barítono.

Emociones contradictorias se apoderaron de Diana. Estaba consternada, conmovida, asustada, aliviada, turbada y avergonzada. Se dio cuenta de que su marido observaba sus manos entrelazadas con las de otro hombre. Se soltó de Mark con brusquedad.

– ¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre? -preguntó Mark.

Mervyn se acercó a la mesa y se quedó de pie con los brazos en jarras, observándoles.

– ¿Quién demonios es este pelmazo? -preguntó Mark.

– Mervyn dijo Diana con voz débil.

– ¡Caramba!

– Mervy…, ¿cómo has llegado aquí? -preguntó Diana.

– Volando -respondió él, con su concisión habitual. Diana reparó en que llevaba una chaqueta de cuero y sostenía un casco bajo el brazo.

– Pero…, ¿cómo supiste dónde estábamos?

– En tu carta me decías que te marchabas en avión a Estados Unidos, y sólo hay una forma de hacerlo -replicó Mervyn, con una nota triunfal en la voz.

Ella se dio cuenta de que su marido estaba complacido consigo mismo por haber descubierto dónde se hallaba y haberla interceptado, contra todo pronóstico. Nunca había imaginado que podría alcanzarla en su aeroplano; ni siquiera había pasado por su mente. Una oleada de gratitud por su hazaña la invadió.

Mervyn se sentó frente a ellos.

– Tráigame un whisky irlandés doble -pidió a la camarera.

Mark levantó su cerveza y bebió con nerviosismo. Diana le miró. Al principio, pareció intimidado por Mervyn, pero ahora había comprendido que Mervyn no se iba a enzarzar en una pelea a puñetazo limpio. Su expresión reflejaba inquietud. Acercó la silla a la mesa unos centímetros, como para distanciarse de Diana. Quizá se sentía avergonzado por el hecho de haber sido descubiertos cogidos de las manos.

Diana bebió un poco de coñac para procurarse fuerzas. Mervyn la contemplaba con fijeza. Su expresión de perplejidad y dolor casi la había impulsado a echarle los brazos al cuello. Había recorrido una enorme distancia sin saber qué clase de recibimiento encontraría. Alargó la mano y le tocó el brazo, como para darle ánimos.

Ante su sorpresa, Mervyn pareció incómodo y lanzó una mirada de preocupación a Mark, como desconcertado por el hecho de que su mujer le tocara en presencia de su amante. Le sirvieron el whisky y lo bebió de un trago. Mark parecía herido, y volvió a acercar la silla a la mesa.

Diana estaba confusa. Nunca se había encontrado en una situación semejante. Los dos la amaban. Se había acostado con ambos…, y ambos lo sabían. Era insoportablemente embarazoso. Quería consolar a los dos, pero tenía miedo de hacerlo. Se reclinó en su silla, a la defensiva, alejándose de ellos.

– No quería hacerte daño, Mervyn -dijo.

Él la miró con dureza.

– Te creo.

– Tú… ¿comprendes lo que ha ocurrido?

– Como soy un alma sencilla, capto lo esencial -respondió su marido con sarcasmo-. Te has largado con tu querido. -Miró a Mark y se inclinó hacia adelante, como dispuesto a agredirle-. Un norteamericano, por lo que veo, el típico calzonazos que te permitirá hacer lo que te dé la gana.

Mark se apoyó contra el respaldo de la silla y no dijo nada, pero contempló a Mervyn con atención. Mark no era un camorrista. Tampoco parecía ofendido, sino sólo intrigado. Mervyn había sido un personaje importante en la vida de Mark, aunque jamás se habían visto. Mark debía haberse consumido de curiosidad durante todos estos meses acerca del hombre con el que Diana dormía cada noche. Ahora que le estaba descubriendo, se sentía fascinado. Mervyn, al contrario, no mostraba el menor interés por Mark.

Diana contempló a los dos hombres. No podían ser más diferentes. Mervyn era alto, agresivo, nervioso, áspero; Mark era bajo, pulcro, vivaz, liberal. Se le ocurrió que Mark tal vez utilizaría esta escena para alguno de sus guiones.

Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas. Sacó un pañuelo y se sonó.

– Sé que he sido imprudente -musitó.

– ¡Imprudente! -estalló Mervyn, burlándose de la inadecuada palabra-. Te has portado como una imbécil.

Diana parpadeó. Su menosprecio siempre le llegaba al alma, pero esta vez se lo merecía.

La camarera y los dos viejos del rincón seguían la conversación con indisimulado interés.

– ¿Puedes traerme un bocadillo de jamón, cielo? -dijo Mervyn a la camarera.

– Con mucho gusto -respondió ella. Mervyn siempre caía bien a las camareras.

– Es que… En los últimos tiempos me sentía muy desdichada -dijo Diana-. Sólo buscaba un poco de felicidad.

– ¡Buscabas un poco de felicidad! En Estados Unidos…, donde no tienes amigos, parientes ni casa… ¿Dónde está tu sentido común?

Diana agradecía su llegada, pero deseaba que se mostrara más amable. Sintió la mano de Mark sobre su hombro.

– No le escuches -dijo en voz baja-. ¿Por qué no vas a ser feliz? No es malo.

Diana miró con temor a Mervyn, asustada de ofenderle aún más. Quizá la iba a repudiar. Sería sumamente humillante que la rechazara delante de Mark (y mientras la horrible Lulu Bell estuviera cerca). Era capaz: solía obrar así. Ojalá no la hubiera seguido. Significaba que debería tomar una decisión sin más tardanza. Si hubiera contado con más tiempo, Diana habría curado su orgullo herido. Esto era demasiado precipitado. Diana levantó la jarra y la acercó a sus labios, pero la dejó sobre la mesa sin tocarla.

– No me apetece -dijo.

– Supuse que querrías una taza de té -dijo Mark.

Eso era justo lo que ella deseaba.

– Sí, me encantaría.

Mark se aproximó a la barra y pidió el té.

Mervyn nunca lo habría hecho; según su forma de pensar, eran las mujeres quienes pedían el té. Dedicó a Mark una mirada de despreció.

– ¿Ese es mi fallo? -preguntó a Diana, irritado-. No irte a buscar el té, ¿verdad? Además de traer el dinero a casa, quieres que haga de criada.

Le trajeron el bocadillo, pero no comió.

Diana no supo qué contestarle.

– No hace falta que armes una trifulca.

– ¿No? ¿Qué mejor momento que ahora? Te largas con este patán, sin despedirte, dejándome una estúpida nota…

Sacó un trozo de papel del bolsillo de la chaqueta y Diana reconoció su carta. Enrojeció, humillada. Había derramado lágrimas sobre aquella nota; ¿cómo podía exhibirla en un bar? Se apartó de él, resentida.

Trajeron el té y Mark cogió la tetera.

– ¿Desea que un patán le sirva una taza de té? -preguntó a Mervyn.

Los dos irlandeses del rincón estallaron en carcajadas, pero Mervyn no alteró la expresión y calló.

Diana empezó a sentirse irritada con él.

– Puede que sea una necia, Mervyn, pero tengo derecho a ser feliz.

Él apuntó un dedo acusador en dirección a su mujer.

– Hiciste un juramento cuando te casaste conmigo y no tienes derecho a dejarme.