Examinó las caras y localizó la de Peter.
El no reparó en su hermana.
Ella le miró durante un momento, hirviendo de cólera. Sus mejillas enrojecieron de furor. Notó una imperiosa necesidad de abofetearle, pero reprimió su ira. No iba a revelar lo disgustada que estaba. Lo más inteligente era proceder con frialdad.
Estaba sentado en un rincón acompañado por Nat Ridgeway. Otra conmoción. Nancy sabía que Nat había ido a París para asistir a los desfiles de modas, pero no había pensado que regresaría en el mismo vuelo de Peter. Ojalá no estuviera. La presencia de un antiguo amorío sólo contribuía a complicar las cosas. Debería olvidar que una vez le había, besado. Apartó el pensamiento de su mente.
Nancy se abrió paso entre la multitud y avanzó hacia su mesa. Nat fue el primero en levantar la vista. Su rostro expresó sobresalto y culpabilidad, lo cual satisfizo en cierta manera a Nancy. Al darse cuenta de su expresión, Peter también, alzó la mirada.
Nancy le miró a los ojos.
Peter palideció y empezó a levantarse de la silla.
– ¡Dios mío! -exclamó. Parecía muerto de miedo.
– ¿Por qué estás tan asustado, Peter? -preguntó Nancy con desdén.
El tragó saliva y se hundió en la silla.
– Pagaste un billete en el SS Oriana, sabiendo que no ibas a utilizarlo; fuiste a Liverpool conmigo y te inscribiste en el hotel Adelphi, a pesar de que no ibas a quedarte; ¡y todo porque tenías miedo de decirme que ibas a coger el clipper! Peter la miró, pálido y en silencio.
Nancy no tenía intención de pronunciar un discurso, pero las palabras acudieron a su boca.
– ¡Ayer te escabulliste del hotel y te marchaste a toda prisa a Southampton, confiando en que yo no lo descubriría! -Se inclinó sobre la mesa, y Peter reculó-. ¿De qué estás tan asustado? ¡No voy a morderte!
Peter se encogió al escuchar la última palabra, como si Nancy fuera a hacerlo.
Nancy no se había molestado en bajar la voz. Las personas de las mesas cercanas se habían callado. Peter miró a su alrededor con expresión preocupada.
– No me extraña que te sientas como un imbécil. ¡Después de todo lo que he hecho por ti! ¡Te he protegido durante todos estos años, ocultando tus estúpidas equivocaciones, permitiendo que accedieras a la presidencia de la compañía a pesar de que no eres capaz ni de organizar una tómbola de caridad! ¡Y después de todo esto, has intentado robarme el negocio! ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿No te sientes como una rata inmunda?
Peter enrojeció hasta la raíz de los cabellos.
– Nunca me has protegido; sólo has mirado por ti -protestó su hermano-. Siempre quisiste ser el jefe, pero no conseguiste el puesto. Lo conseguí yo, y desde entonces has conspirado para arrebatármelo.
Era un análisis tan injusto que Nancy dudó entre reír, llorar o escupirle en la cara.
– He conspirado desde entonces para que conservaras la presidencia, idiota.
Peter sacó unos papeles del bolsillo con un además ampuloso.
– ¿Así?
Nancy reconoció su informe.
– Ya lo creo -replicó-. Este plan es la única manera de que conserves el puesto.
– ¡Mientras tú te haces con el control! Me di cuenta enseguida.
– La miró con aire desafiante-. Por eso preparé mi propio plan.
– Que no ha funcionado -dijo Nancy, en tono triunfal-. Tengo una plaza en el avión y vuelvo para asistir a la junta de accionistas. -Por primera vez, se dirigió a Nat Ridgeway-. Creo que seguirás sin controlar «Black’s Boots», Nat.
– No estés tan segura -dijo Peter.
Nancy le miró. Se mostraba petulantemente agresivo. ¿Se habría guardado un as en la manga? No era tan listo.
– Cada uno de nosotros posee un cuarenta por ciento, Peter. Tía Tilly y Danny Riley, el resto. Siempre han seguido mis instrucciones. Me conocen y te conocen. Yo gano dinero y tú lo pierdes, y ellos lo saben, aunque te respetan en memoria de papá. Votarán lo que yo les diga.
– Riley votará por mí -insistió Peter.
Su tozudez consiguió preocuparla.
– ¿Por qué va a votar por ti, cuando prácticamente has arruinado la empresa? -preguntó, malhumorada, pero no estaba tan segura como intentaba aparentar.
Peter captó su nerviosismo.
– Ahora soy yo el que te ha asustado, ¿verdad? -rió.
Por desgracia, tenía razón. La preocupación de Nancy aumentó. Peter no parecía tan derrotado como debería. Debía averiguar si sus fanfarronadas se basaban en algo concreto.
– Creo que estás diciendo tonterías -se burló Nancy.
– No, te equivocas.
Si continuaba azuzándole, se sentiría obligado a demostrarle que estaba en lo cierto.
– Siempre finges guardar un as en la manga, pero al final resulta que no hay nada.
– Riley me lo ha prometido.
– Riley es tan de fiar como una serpiente de cascabel -replicó ella.
Su flecha acertó en la diana.
– No si recibe… un incentivo.
De modo que se trataba de eso: habían sobornado a Danny Riley. Muy preocupante. Danny Riley y corrupción eran sinónimos. ¿Qué le habría ofrecido Peter? Tenía que saberlo, a fin de frustrar el soborno u ofrecerle más.
– Bien, si tu plan se apoya en la fiabilidad de Danny Riley, no tengo por qué preocuparme -dijo Nancy, lanzando una carcajada despreciativa.
– Se apoya en la codicia de Riley -dijo Peter.
– Yo, en tu lugar, me mantendría escéptica respecto a eso -dijo Nancy dirigiéndose a Nat.
– Nat sabe que es verdad -dijo untuosamente Peter.
Estaba claro que Nat prefería guardar silencio, pero cuando los dos le miraron asintió con la cabeza, a regañadientes.
– Nat le dará a Riley un buen empleo en «General Textiles» -explicó Peter.
El golpe casi dejó sin respiración a Nancy. Nada le habría gustado más a Riley que poner el pie en la puerta de una gran empresa como «General Textiles». Para un pequeño bufete de abogados de Nueva York era la oportunidad de su vida. Por un soborno así, Riley vendería a su madre.
Las acciones de Peter sumadas a las de Riley alcanzaban el cincuenta por ciento. Las de Nancy más las de tía Tilly también llegaban al cincuenta por ciento. El voto decisivo del presidente, Peter, dirimiría el empate.
Peter comprendió que había vencido a Nancy, y se permitió una sonrisa de triunfo.
Pero Nancy no se resignaba a la derrota. Cogió una silla y se sentó. Concentró su atención en Nat Ridgeway. Había notado su desaprobación durante toda la discusión. Se preguntó si sabía que Peter había obrado a espaldas de ella. Decidió plantear la cuestión.
– Tú sabías que Peter me estaba engañando, supongo.
Él la miró, con los labios apretados, pero ella también sabía hacerlo, y se limitó a esperar, como expectante. Por fin, Nancy apartó la mirada.
– No se lo pregunté -contestó Nat-. Vuestras trifulcas familiares no son problema mío. No soy una asistenta social, sino un hombre de negocios.
Pero hubo un tiempo, pensó ella, en que me cogías la mano en los restaurantes y me besabas al despedirte; y una vez me tocaste los pechos.
– ¿Eres un hombre de negocios honrado? -preguntó Nancy.
– Ya sabes que sí -replicó Nat, tenso.
– En ese caso, no accederás a que se empleen métodos fraudulentos en tu beneficio.
Nat reflexionó durante unos momentos.
– Esto no es una fiesta, sino una fusión.
Iba a añadir algo más, pero ella le interrumpió.
– Si pretendes ganar mediante la falta de honradez de mi hermano, serás tan poco honrado como él. Has cambiado desde que trabajabas para mi padre. -Se volvió hacia Peter antes de que Nat pudiera replicar-. ¿No te das cuenta de que podrías duplicar el valor de tus acciones si me dejaras llevar a cabo mi plan durante un par de años?