– Tu plan no me gusta.
– Aun sin efectuar ninguna reestructuración, los beneficios de la empresa aumentarán más por la guerra. Siempre hemos suministrado botas a los soldados… ¡Piensa en el volumen de negocio que se producirá si Estados Unidos entra, en guerra!
– Estados Unidos no intervendrán en esta guerra.
– Aun así, la guerra de Europa beneficia a los negocios. -Nancy miró a Nat-. Tú lo sabes, ¿verdad? Por eso quieres comprar nuestra empresa.
Nat calló.
– Lo mejor sería esperar -dijo Nancy a Peter-. Escúchame. ¿Me he equivocado alguna vez en estos temas? ¿Has perdido dinero alguna vez por seguir mis consejos? ¿Has ganado dinero por desoírlos?
– Lo que pasa es que no entiendes nada.
Nancy no pudo imaginar a qué se refería.
– ¿Qué es lo que no entiendo?
– Por qué voy a fusionar la empresa, por qué hago todo esto.
– Muy bien. ¿Por qué?
Él la miró en silencio, y Nancy leyó la respuesta en sus ojos: Peter la odiaba.
Se quedó paralizada de la conmoción. Experimentó la sensación de haberse lanzado de cabeza contra un muro de la drillos invisible. No quería creerlo, pero la grotesca expresión de malignidad que deformaba el rostro de su hermano era inequívoca. Siempre había existido entre ellos cierta tensión, una rivalidad natural entre hermanos, pero esto, esto era espantoso, siniestro, patológico. Jamás lo había sospechado. Su hermano pequeño Peter la odiaba.
Una debe de sentirse así, pensó, cuando el hombre con quien llevas casada veinte años te dice que se ha liado con la secretaria y que ya no te quiere.
Notaba la cabeza turbia, como si le hubieran dado un puñetazo. Le iba a costar bastante asimilar lo que acababa de descubrir.
Peter no sólo era idiota, mezquino o rencoroso. Se estaba perjudicando para poder arruinar a su hermana, por puro odio.
Tenía que estar un poco loco, como mínimo.
Nancy necesitaba pensar, decidió abandonar aquel bar caluroso y lleno de humo y respirar un poco de aire puro. Se levantó y salió sin despedirse.
Se sintió un poco mejor en cuanto pisó la calle, una brisa fresca soplaba desde el estuario. Cruzó la carretera y paseó por el muelle, escuchando los graznidos de las gaviotas.
El clipper flotaba a mitad del canal. Era mas grande de lo que había imaginado. Los hombres que procedían a reabastecerlo de combustible se veían diminutos en comparación con él. Sus gigantescos motores y enormes hélices se le antojaron tranquilizadores. No se pondría nerviosa en este avión, pensó, sobre todo después de sobrevivir a un viaje sobre el mar de Irlanda en un Tiger Moth de un solo motor.
¿Qué haría cuando llegara a Nueva York? Peter llevaría adelante su plan. Tras su comportamiento se agazapaban demasiados años de odio oculto. Sintió pena por él; había sido desdichado durante todo este tiempo. Pero no iba a rendirse. Debía encontrar una forma de salvar lo que le correspondía por derecho de nacimiento.
Danny Riley era el punto débil. Un hombre que podía ser sobornado por un bando también podía ser sobornado por el otro. Tal vez se le ocurriría a Nancy otra cosa que ofrecerle, algo que le impulsara a cambiar de bando. Pero costaría. La oferta de Peters, integrarse en la asesoría jurídica de General Textiles», era difícil de superar.
Quizá podría amenazarle. Sería más barato, por otra parte. Pero ¿cómo? Podía llevarse algunos negocios personales y familiares de la empresa, pero eso no era nada comparado con el nuevo negocio que Peter conseguiría de «General Textiles». Danny preferiría, antes que nada, dinero en mano, por supuesto, pero la fortuna de Nancy estaba invertida casi toda en «Black’s Boots». Podía sacar unos miles de dólares sin demasiado problema, pero Danny querría más, tal vez cien de los grandes. No lograría reunir tanto dinero a tiempo.
Mientras se encontraba absorta en sus pensamientos, alguien la llamó por su nombre. Se volvió y vio al joven empleado de la Pan American, que agitaba una mano en su dirección.
– Una llamada telefónica para usted -gritó-. Un tal señor MacBride, de Boston.
Un hálito de esperanza la invadió. Tal vez a Mac se le ocurriría algo. Conocía a Danny Riley. Los dos eran, como su padre, irlandeses de segunda generación, que pasaban todo su tiempo con otros irlandeses y contemplaban con suspicacia a los protestantes, aunque fueran irlandeses. Mac era honrado y Danny no, pero, por lo demás, eran idénticos. Papá había sido honrado, pero no le hubiera importado emplear métodos dudosos para salvar a un compatriota del viejo país.
Papá había salvado en una ocasión a Danny de la ruina, recordó mientras corría por el muelle. Sucedió unos años atrás, poco antes de que papá muriera. Danny estaba perdiendo un caso muy importante y, desesperado, abordó al juez en su club de golf y trató de sobornarle. El juez resultó incorruptible, y aconsejó a Danny que se retirara, o procuraría que le expulsaran de la profesión. Papá había mediado con el juez, convenciéndole de que se había tratado de un lapsus momentáneo. Nancy lo sabía todo: papá había confiado mucho en ella hacia el fin de su vida.
Así era Danny: marrullero, indigno de confianza, bastante estúpido, básicamente manipulable. Estaba segura de que conseguiría su apoyo.
Pero sólo le quedaban dos días.
Entró en el edificio y el joven la guió hasta el teléfono. Aplicó el oído al auricular, alegrándose de escuchar la voz familiar y afectuosa de Mac.
– ¡De modo que has alcanzado el clipper! -dijo el hombre con júbilo-. ¡Esa es mi chica!
– Participaré en la junta de accionistas…, pero la mala noticia es que, según Peter, tiene asegurado el voto de Danny.
– ¿Te lo has creído?
– Sí. «General Textiles» cederá a Danny la asesoría jurídica. La voz de Mac adquirió un tono de desaliento.
– ¿Estás segura de que es verdad?
– Nat Ridgeway está aquí, con él.
– ¡Esa serpiente!
A Mac nunca le había caído bien Nat, y le odió cuando empezó a salir con Nancy. Aunque Mac estaba felizmente casado, se ponía celoso de todos los que mostraban un interés romántico en Nancy.
– Lo siento por «General Textiles», si Danny se va a encargar de la parte legal.
– Supongo que le adjudicarán el personal de menor categoría. Mac, ¿es legal que le ofrezcan este incentivo?
– Probablemente no, pero sería difícil demostrar que se trata de un delito.
– Eso significa que tengo problemas.
– Creo que sí. Lo siento, Nancy.
– Gracias, viejo amigo. Tú me aconsejaste que no permitiera a Peter ser el jefe.
– Desde luego.
Ya estaba bien de llorar sobre la leche derramada, decidió Nancy. Adoptó un tono más distendido.
– Escucha, si nosotros dependiéramos de Danny, estaríamos preocupados, ¿verdad?
– Ya puedes apostar a que sí.
– Preocupados por que cambiara de bando, preocupados por que la oposición le ofreciera algo mejor. Bien, ¿cuál consideramos que es su precio?
– Ummm. -La línea se quedó en silencio durante unos momentos. Después, Mac habló-. No se me ocurre nada.
Nancy pensaba en Danny cuando intentó sobornar a un juez.
– ¿Te acuerdas de aquella vez, cuando papá le sacó de apuros? Fue el caso Jersey Rubber.
– Claro que me acuerdo. Ahórrate los detalles por teléfono, ¿vale?
– Sí. ¿Podríamos utilizar ese caso?
– No veo cómo.
– ¿Amenazándole?
– ¿Con sacarlo a la luz pública?
– Sí.
– ¿Tenemos pruebas?
– No. a menos que encuentre algo entre los papeles de papá.
– Los guardas tú, Nancy.
Nancy guardaba en el sótano de su casa de Boston varias cajas de cartón con recuerdos personales de su padre.
– Nunca los he examinado.
– Y ahora ya no hay tiempo.