– No nos permitirán llevarnos dinero -siguió su madre con amargura-. Bien por el concepto británico del juego limpio.
El dinero era lo último que a Margaret le importaba en estos momentos. Toda su vida estaba en la cuerda floja. Experimentó un súbito arrebato de valentía, y tomó la decisión de decirle la verdad a su madre. Antes de que pudiera amilanarse, contuvo el aliento y dijo:
– No quiero ir con vosotros, mamá.
Mamá no expresó la menor sorpresa. Hasta era posible que esperase algo por el estilo.
– Has de venir, querida -respondió, en el tono suave y vago que utilizaba cuando intentaba evitar una discusión.
– A mí no me van a meter en la cárcel. Puedo vivir con tía Martha, o incluso con la prima Catherine. ¿Se lo dirás a papá?
De súbito, mamá habló con un ardor muy poco habitual en ella.
– Te di a luz con dolor y sufrimientos, y no permitiré que arriesgues tu vida mientras pueda evitarlo.
Por un momento, aquella demostración de sentimientos pilló por sorpresa a Margaret. Después, protestó.
– Me parece que tengo derecho a expresar mi opinión: ¡es mi vida!
Mamá suspiró y adoptó de nuevo sus lánguidos modales habituales.
– Lo que tú y yo pensemos da igual. Tu padre no quiere que nos quedemos, digamos lo que digamos.
La pasividad de mamá irritó a Margaret, que decidió entrar en acción.
– Se lo pediré directamente.
– Yo que tú no lo haría -dijo su madre, con un timbre suplicante en la voz-. Todo esto es muy duro para él. Bien sabes que ama a Inglaterra. En cualquier otra circunstancia, ya habría telefoneado al ministerio de la Guerra para solicitar algún trabajo. Se le está partiendo el corazón.
– Y el mío, ¿qué?
– Para ti no es lo mismo. Eres joven, tienes toda la vida por delante. Para él es el final de todas sus esperanzas.
– No tengo la culpa de que sea fascista -replicó con aspereza Margaret.
Mamá se puso en pie.
– Esperaba que fueras más comprensiva -dijo en voz baja, y se marchó.
Margaret se sintió culpable e indignada al mismo tiempo. ¡Era tan injusto! Papá había menospreciado sus opiniones desde que tuvo uso de razón, y ahora que los acontecimientos demostraban su equivocación, pedían a Margaret que sintiera compasión por él.
Suspiró. Su madre era hermosa, excéntrica y caótica. Había nacido rica y decidida. Sus excentricidades eran el resultado de una voluntad fuerte a la que no guiaba ninguna educación: se aferraba a ideas absurdas porque no tenía forma de diferenciar lo sensato de lo insensato. El caos era el método que utilizaba una mujer fuerte para paliar la dominación masculina. Como no le estaba permitido enfrentarse a su marido, la única manera de escapar a su control era fingir que no le entendía. Margaret quería a su madre, y contemplaba sus peculiaridades con afectuosa tolerancia, pero estaba resuelta a no ser como ella, a pesar de su parecido físico. Si los demás se negaban a educarla, ella sería su propia maestra, y prefería llegar a ser una vieja solterona que casarse con algún cerdo convencido de tener derecho a darle órdenes como a una camarera.
A veces, deseaba entablar otro tipo de relación con su madre. Quería confiar en ella, ganarse su simpatía, pedirle consejo. Podrían ser aliadas, luchar juntas por la libertad contra un mundo que quería tratarlas como adornos. Mamá, sin embargo, había abandonado esa lucha mucho tiempo atrás, y esperaba que Margaret hiciera lo mismo. No iba a ocurrir. Margaret iba a ser ella misma: estaba absolutamente decidida. Pero ¿cómo?
Se sintió incapaz de comer durante todo el lunes. Bebió incontables tazas de té, mientras los criados se dedicaban a clausurar la casa. El martes, cuando mamá se dio cuenta de que Margaret no iba a hacer las maletas, ordenó a la nueva doncella, Jenkins, que lo hiciera en su lugar. De modo que, a la postre, mamá se salió con la suya, como casi siempre.
– Has tenido muy mala suerte, entrando a trabajar en casa una semana antes de que decidiéramos cerrarla -dijo Margaret a la muchacha.
– El trabajo no va a escasear, señora -respondió Jenkins-. Mi padre dice que nunca hay desempleo en tiempos de guerra.
– ¿Qué vas a hacer? ¿Trabajar en una fábrica?
– Voy a alistarme. Han dicho en la radio que diecisiete mil mujeres se alistaron ayer en el STA. Hay colas ante los ayuntamientos de todas las ciudades del país… He visto una foto en el periódico.
– Qué suerte tienes -dijo Margaret, abatida. La única cola que voy a hacer será para subir a un avión con rumbo a Estados Unidos.
– Ha de obedecer al marqués -dijo Jenkins.
– ¿Qué ha dicho tu padre sobre lo de alistarte?
– No se lo he dicho… Lo haré, y punto.
– ¿Y si te obliga a volver?
– No podrá. Tengo dieciocho años. Basta con firmar la solicitud. Si se tiene la edad suficiente, los padres no pueden hacer nada para impedirlo.
– ¿Estás segura? -preguntó Margaret, estupefacta.
– Claro. Todo el mundo lo sabe.
– Pues yo no -dijo Margaret con tono pensativo.
Jenkins bajó la maleta de Margaret al pasillo. Se irían el miércoles por la mañana, muy temprano. Al ver las maletas alineadas, Margaret comprendió que iba a pasar la guerra en Connecticut si no hacía algo más que enfurruñarse. A pesar de que su madre le había rogado que no armara follones, tenía que enfrentarse a su padre.
Sólo de pensar en ello se estremeció. Volvió a su cuarto para calmar los nervios y pensar en lo que iba a decir. Debía mantenerse tranquila. Las lágrimas no le conmoverían y la ira sólo provocaría su desdén. Margaret tenía que aparentar sensatez, responsabilidad y madurez. No debía enfrascarse en discusiones, pues su padre se enfurecería y ella se asustaría tanto que no podría continuar.
¿Cómo debía empezar?: «Creo que tengo derecho a decir algo sobre mi futuro».
No, eso no estaba bien. Él respondería: «Yo soy responsable de ti y, por tanto, debo decidir».
Tal vez debería comenzar con un: «¿Puedo hablarte sobre ese viaje a Estados Unidos?».
A lo que él replicaría: «No hay nada que discutir». Debía empezar con algo tan inofensivo que él no pudiera rechazarlo. Decidió que la fórmula sería: «¿Puedo preguntarte una cosa?». Se vería forzado a contestar que sí.
Y después, ¿qué? ¿Cómo podría plantear el tema sin provocar uno de sus temibles accesos de cólera. Podría decirle: «Estuviste en el ejército durante la pasada guerra, ¿verdad?». Sabía que había luchado en Francia. Luego, añadiría: «¿Se alistó mamá?». También sabía la respuesta a esta pregunta: mamá fue enfermera voluntaria en Londres y cuidó de oficiales norteamericanos heridos. Por fin, remataría su obra: «Los dos habéis servido a vuestro país, de manera que comprenderéis muy bien por qué quiero hacer lo mismo». Una estrategia irresistible.
Si aceptaba el principio, ella pensaba que anularía sus demás objeciones. Viviría en casa de unos parientes hasta alistarse, lo que sería cuestión de días. Tenía diecinueve años: muchas chicas de su edad ya llevaban trabajando seis años en régimen de jornada completa. Era lo bastante mayor para casarse, conducir un coche e ir a la cárcel. Nada la impedía quedarse en Inglaterra.
El plan parecía sólido. Ahora, tenía que ser valiente.
Papá estaría en su estudio con el administrador de sus negocios. Margaret salió de su cuarto. Al llegar al rellano, el temor debilitó su resolución. A su padre le enfurecía que le llevaran la contraria. Sus accesos de cólera eran terribles, y crueles sus castigos. Cuando tenía once años, la obligó a permanecer de pie durante todo un día, de cara a la pared, por ser grosera con un invitado; le había quitado el osito de peluche como castigo por mearse en la cama a los siete años; una vez, enfurecido, había arrojado un gato por una ventana de arriba. ¿Qué haría ahora, cuando le dijera que quería quedarse en Inglaterra para luchar contra los nazis?