Harry todavía pensaba en Margaret Oxenford y en el novio que había muerto en España. Miró por la ventana, preguntándose hasta qué punto continuaba enamorada del muchacho. Un año era mucho tiempo, sobre todo a su edad.
– Hasta el momento, el tiempo está a nuestro favor -comentó Jack Ashford, siguiendo la dirección de su mirada. Harry observó que el cielo estaba despejado y que el sol brillaba sobre las alas.
– ¿Cómo suele ser? -preguntó.
– A veces, llueve sin parar desde Irlanda a Terranova -contestó Jack-. Tenemos granizo, nieve, hielo, truenos y rayos.
Harry recordó algo que había leído.
– ¿No es peligroso el hielo?
– Planeamos nuestra ruta con la idea de evitar temperaturas bajo cero. En cualquier caso, el avión va equipado con botas de goma anticongelantes.
– ¿Botas?
– Simples protectores de goma que recubren las alas la cola en los puntos propensos a helarse.
– ¿Cuál es la predicción para el resto del viaje? Jack vaciló un momento, y Harry comprendió que se arrepentía de haber mencionado el tiempo.
– Hay una tempestad en el Atlántico -dijo.
– ¿Fuerte?
– En el centro es fuerte, pero nos limitaremos a rozarla; espero.
No parecía muy convencido.
– ¿Qué se nota en una tempestad? -preguntó Tom Luther. Sonreía, enseñando los dientes, pero Harry leyó el miedo en sus ojos azules.
– Se mueve un poco -dijo Jack.
No dio más explicaciones, pero Eddie, el mecánico, respondió a la pregunta de Tom Luther.
– Es como intentar cabalgar sobre un caballo salvaje. Luther palideció. Jack miró a Eddie con el ceño fruncido, desaprobando su falta de tacto.
El siguiente plato era sopa de tortuga. Nicky y Davy, los dos mozos, servían a los comensales. Nicky era gordo; Davy pequeño. En opinión de Harry, ambos eran homosexuales, o «musicales», como diría la camarilla de Noel Coward. A Harry le gustaba su eficacia informal.
El mecánico parecía preocupado. Harry le estudió con disimulo. Su rostro franco y bondadoso desmentía que fuere un tipo taciturno.
– ¿Quién se encarga del avión mientras tú comes, Eddie, preguntó Harry, en un intento de sonsacarle algo.
– Mi ayudante, Mickey Finn, realiza el trabajo -contestó Eddie. Hablaba en tono distendido, pero no sonreía-. La tripulación se compone de nueve personas, sin contar a los dos camareros. Todos, excepto el capitán, trabajan en turnos alternos de cuatro horas. Jack y yo hemos trabajado desde que despegamos de Southampton a las dos de la tarde, así que paramos a las seis, hace escasos minutos.
– ¿Y el capitán? -preguntó Tom Luther con ansiedad-¿Toma pastillas para mantenerse despierto?
– Duerme cuando le es posible -dijo Eddie-. Creo que se tomará un buen descanso cuando rebasemos el punto de no retorno.
– ¿Quiere decir que volaremos por el cielo mientras el capitán duerme? -preguntó Luther, en un tono de voz excesivamente agudo.
– Claro -sonrió Eddie.
Luther parecía aterrorizado. Harry intentó apaciguar los ánimos.
– ¿Cuál es el punto de no retorno?
– Controlamos nuestras reservas de combustible incesantemente. Cuando no nos queda el suficiente para regresar Foynes, significa que hemos rebasado el punto de no retorno. Eddie hablaba con contundencia, y Harry comprendió, si el menor asomo de duda que pretendía asustar a Tom Luther.
El navegante intervino en la conversación, con ánimo conciliatorio.
– En este momento, nos queda el combustible suficiente para llegar a nuestro destino o volver a Inglaterra.
– ¿Y si no queda el suficiente para llegar a uno u otro punto? -se interesó Luther.
Eddie se inclinó hacia adelante dibujó una sonrisa desprovista por completo de humor.
– Confíe en mí, señor Luther -dijo.
– Una circunstancia imposible -se apresuró a afirmar el navegante-. Regresaríamos a Foynes antes de que ocurriera. Para mayor seguridad, basamos todos nuestros cálculo en tres motores, en lugar de cuatro, por si acaso uno se avería.
Jack intentaba que Luther recuperara la confianza, pero hablar de motores averiados sólo sirvió para que el hombre se asustara más. Intentó sorber un poco de sopa, pero su mano tembló y el líquido se derramó sobre su corbata.
Eddie, satisfecho en apariencia, se sumió en el silencio. Jack trató de mantener viva la conversación, y Harry procuró echarle una mano, pero se respiraba un ambiente extraño. Harry se preguntó qué coño ocurría entre Eddie y Luther.
El comedor no tardó en llenarse. La hermosa mujer del vestido a topos se sentó en la mesa de al lado, con su acompañante de la chaqueta azul. Harry había averiguado que eran Diana Lovesey y Mark Adler. Margaret debería vestirse como la señora Lovesey, pensó Harry; su aspecto mejoraría aún más. Sin embargo, la señora Lovesey no parecía feliz; de hecho, parecía desdichada en grado sumo.
El servicio era rápido y la comida buena. El plato principal consistía en filet mignon con espárragos a la holandesa y puré de patatas. El filete era el doble de grande que en cualquier restaurante inglés. Harry no lo terminó, y rechazó otra copa de vino. Quería estar en forma. Iba a robar el conjunto Delhi. La idea le excitaba, pero también le atemorizaba. Sería el mayor golpe de su vida, y podía ser el último, si así lo decidía. Podría comprarse aquella casa de campo cubierta de hiedra con pista de tenis.
Después del filete sirvieron una ensalada, lo cual sorprendió a Harry. En los restaurantes elegantes de Londres no solían servir ensalada, y mucho menos después del plato fuerte.
Melocotones melba, café y repostería variada llegaron en rápida sucesión. Eddie, al darse cuenta de que su comportamiento dejaba mucho que desear, hizo un esfuerzo por entablar conversación.
– ¿Puedo preguntarle cuál es el objeto de su viaje, señor Vandenpost?
– Yo diría que prefiero mantenerme bien lejos de Hitler -respondió-. Al menos, hasta que Estados Unidos entre en guerra.
– ¿Cree que eso ocurrirá? -preguntó Eddie, escéptico.
– Ya pasó la última vez.
– No tenemos nada contra los nazis -intervino Tom Luther-. Están en contra de los comunistas, también.
Jack asintió en silencio.
Harry se quedó estupefacto. En Inglaterra, todo el mundo pensaba que Estados Unidos entraría en guerra, pero no sucedía lo mismo en esta mesa. Quizá los ingleses se estaban engañando, pensó con pesimismo, Quizá no se iba a recibir ninguna ayuda de Estados Unidos. Malas noticias para mamá, que se había quedado en Londres.
– Creo que deberíamos plantar cara a los nazis -dijo Eddie, con cierta agresividad-. Son como gángsteres -añadió mirando a Luther-. A gente de esa calaña hay que exterminarla, como a ratas.
Jack se levantó con brusquedad. Su semblante expresaba preocupación.
– Si hemos terminado, Eddie, sería mejor que descansáramos un poco -dijo.
Eddie aparentó sorpresa ante esta repentina declaración pero al cabo de un momento asintió, y los dos tripulantes se marcharon.
– Ese ingeniero es un poco rudo -dijo Harry.
– ¿De veras? -contestó Luther-. No me he dado cuenta.
Mentiroso de mierda, pensó Harry.!Te ha llamado gangster en la cara!
Luther pidió un coñac. Harry se preguntó si, en realidad, era un gángster. Los que Harry conocía en Londres eran mucho más ostentosos, cargados de anillos abrigos de pieles zapatos de dos colores. Luther parecía un hombre de negocios millonario, dedicado a envasar carne, construir barcos algo así.
– ¿Cómo te ganas la vida, Tom? -preguntó Harry, obedeciendo a un impulso.
– Tengo negocios en Rhode lsland.
Como la respuesta no era muy alentadora, Harry se levantó al cabo de unos momentos, se despidió y salió.
Cuando entró en su compartimento, lord Oxenford. le preguntó con brusquedad:
– ¿Está buena la cena?
Harry la había encontrado excelente, pero la gente de la alta sociedad jamás ensalzaba la comida.