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– No está mal -dijo, sin comprometerse-, hay un vino del Rin muy aceptable.

Oxenford gruñó y se sumergió de nuevo en lectura de su periódico. Nadie es más grosero que un noble grosero, pensó Harry.

Margaret sonrió, contenta de volver verle.

– ¿Qué te ha parecido, en realidad? -preguntó, murmurando en tono conspirador.

– Deliciosa -respondió él, y ambos rieron.

Margaret cambiaba cuando reía. Sus mejillas se teñían de un tono rosáceo y abría la boca, exhibiendo dos filas de dientes impecables. Su cabello se agitaba, y Harry consideraba erótica la nota gutural de sus carcajadas. Deseó acariciarla, estaba a punto de hacerlo, pero divisó por el rabillo del ojo a Clive Membury, sentado frente a él, y refrenó el pulso, sin saber bien por qué.

– Hay una tempestad sobre el Atlántico -dijo.

– ¿Significa eso que lo vamos a pasar mal.?

– Sí. Intentarán bordearla, pero aún así será un viaje agitado.

Era difícil hablar con ella porque los camareros no cesaban de pasar por el medio, llevando platos al comedor y volviendo con la vajilla utilizada. El hecho de que tan sólo dos hombres se encargaran de cocinar y servir tantas cosas impresionó a Harry.

Cogió un ejemplar de Life que Margaret ya había terminado de leer y pasó las páginas, mientras esperaba con impaciencia a que los Oxenford fueran a cenar. No había traído libros ni revistas; la lectura no le apasionaba. Le gustaba ojear por encima un periódico, pero sus distracciones favoritas eran la radio y el cine.

Por fin: avisaron a los Oxenford de que era su turno de cenar, y Harry se quedó a solas con Clive Membury. El hombre había pasado la primera etapa del viaje en el salón, jugando a las cartas, pero ahora que el salón se había transformado en comedor no se movía de su asiento, En algún momento irá al lavabo, pensó Harry.

Se preguntó una vez más si Membury era policía y, de ser así, qué hacía a bordo del clipper. Si seguía a un sospechoso, el delito debía ser muy grave para que la policía inglesa desembolsara el importe del billete. De todos modos, tal vez era una de esas personas que ahorraban durante años para realizar el viaje de sus sueños, un crucero por el Nilo o la ruta del Orient Express. Tal vez era un fanático de la aviación que tan sólo aspiraba a experimentar el gran vuelo transatlántico. En este caso, confío en que lo disfrute, pensó Harry. Noventa machacantes es mucho dinero para un poli.

La paciencia no era el punto fuerte de Harry. Después de que transcurriera media hora sin que Membury se moviere, de su sitio, decidió tomar medidas.

– ¿Ha visto la cubierta de vuelo, señor Membury?

– No.

– Por lo visto, es impresionante. Dicen que es tan grande como el interior de un Douglas DC-3, que es un avión de medidas muy respetables.

– Vaya, vaya.

A Membury le traía sin cuidado. Por lo tanto, no era un fanático de la aviación.

– Deberíamos echarle un vistazo.

Harry detuvo a Nicky, que pasaba con una sopera llena de sopa de tortuga.

– ¿Se puede visitar la cubierta de vuelo?

– ¡Sí, señor, desde luego!

– ¿Va bien ahora?

– Estupendamente, señor Vandenpost. No vamos a despegar ni aterrizar, la tripulación no está cambiando de turno y el tiempo se mantiene sereno. No podría haber elegido un momento mejor.

Harry confiaba en que la respuesta sería ésa. Se levantó y miró con aire expectante a Membury.

– ¿Vamos?

Dio la impresión de que Membury iba a negarse. No era un tipo fácil de persuadir. Por otra parte, parecía grosero negarse a visitar la cubierta de vuelo; tal vez Membury no desearía mostrarse desagradable. Al cabo de unos momentos, se puso en pie.

– Desde luego -dijo.

Harry abrió la marcha. Pasó frente a la cocina y el lavabo de caballeros, giró a la derecha y subió por la escalera de caracol. Emergió en la cubierta de vuelo, seguido de Membury.

Harry miró a su alrededor. No se parecía en nada a la imagen que se había formado de la carlinga de un avión. Limpia, silenciosa y cómoda, recordaba más una oficina de cualquier edificio moderno. Los compañeros de mesa de Harry, el mecánico y el navegante, no estaban presentes, por supuesto, puesto que disfrutaban de su período de descanso, pero sí el capitán, sentado a una pequeña mesa situada en la parte posterior de la cabina. Levantó la vista, sonrió complacido y saludó.

– Buenas noches, caballeros. ¿Les apetece echar un vistazo?

– Ya lo creo -contestó Harry-, pero me he dejado la cámara. ¿Se pueden hacer fotografías?

– Sin el menor problema.

– Vuelvo enseguida.

Bajó las escaleras corriendo, complacido consigo mismo pero tenso. Se había desembarazado de Membury por un rato, pero tendría que proceder al registro con gran velocidad.

Volvió al compartimento. Había un camarero en la cocina y otro en el comedor. Le habría gustado esperar a que los dos estuvieran ocupados sirviendo las mesas, sin pasar por el compartimento, pero no tenía tiempo. Debería correr el riesgo de que le interrumpieran.

Sacó la bolsa de lady Oxenford de debajo del asiento. Era demasiado grande y pesada para utilizarla como bolsa de mano, pero alguien la cargaría por ella. La colocó sobre el asiento y la abrió. No estaba cerrada con llave. Una mala señal, pues la mujer no era tan inocente como para dejar joyas de valor incalculable en una bolsa tan vulnerable.

De todos modos, la registró a toda prisa, vigilando por el rabillo del ojo la irrupción de alguien. Encontró perfumes y maquillajes, un conjunto de cepillo y peine de plata, una bata de color castaño, un camisón, unas zapatillas de exquisita confección, ropa interior de seda color melocotón, medias, una bolsa de aseo que contenía un cepillo de dientes y los consabidos artículos de tocador y un libro de poemas de Blake…, pero ninguna joya.

Harry maldijo en silencio. Había pensado que éste era el escondite más probable. Ahora, empezaba a desconfiar de toda su teoría.

El registro había durado unos escasos veinte segundo Cerró la bolsa a toda prisa y la deslizó debajo del asiento. Se preguntó si la mujer habría pedido a su marido quellevara las joyas.

Miró la bolsa guardada bajo el asiento de lord Oxenford. Los camareros seguían ocupados. Decidió probar suerte.

Tiró de la bolsa, parecida a una maleta, pero de piel. La parte superior se abría mediante una cremallera, provista de un pequeño candado. Harry siempre llevaba encima una navaja para casos como éste. La utilizó para soltar el candado y descorrió la cremallera.

Mientras registraba el contenido, Davy, el camarero bajo salió de la cocina, cargado con una bandeja de bebidas. Harry levantó la vista y sonrió. Davy miró la bolsa. Harry contuvo el aliento y sostuvo su sonrisa petrificada. El camarero entró en el comedor. Había dado por supuesto que la bolsa era de Harry.

Harry respiró de nuevo. Era un experto en apaciguarla sospechas, pero cada vez que lo hacía se moría de miedo.

La bolsa de Oxenford contenía el equivalente masculino de lo que su mujer llevaba: útiles de afeitado, brillantina, u pijama a rayas, ropa interior de franela y una biografía de Napoleón. Harry cerró la cremallera y aseguró el candado. Oxenford descubriría que estaba roto y se preguntaría que había ocurrido. Si sospechaba, comprobaría si faltaba algo, al ver que todo seguía en su sitio, imaginaría que el candado, era defectuoso.

Harry devolvió la bolsa a su lugar.

Lo había conseguido, pero estaba tan cerca como antes del conjunto Delhi.

No parecía probable que los hijos transportaran las joyas, pero, a regañadientes, decidió registrar su equipaje.

Si lord Oxenford había decidido emplear la astucia, escondiendo las joyas en el equipaje de sus hijos, habría elegido a Percy, quien se habría sentido encantado de participar en la estratagema, antes que a Margaret, más propensa a llevar la contraria a su padre.