Las cosas de Percy estaban guardadas con tal cuidado que sólo un criado podía ser el responsable. Ningún crío normal de quince años doblaba sus pijamas y los envolvía con papel de seda. Su bolsa de aseo contenía un cepillo de dientes nuevo y un tubo de pasta dentífrica sin estrenar. Había un juego de ajedrez en miniatura, unos cuantos tebeos y un paquete de galletas de chocolate, detalle de una cocinera o criada que le apreciaba, imaginó Harry. Examinó el interior del juego de ajedrez, los tebeos y abrió el paquete de galletas, sin encontrar las joyas.
Mientras colocaba la bolsa en su sitio, un pasajero pasó en dirección al lavabo de caballeros. Harry no le hizo caso.
Se negaba a creer que lady Oxenford hubiera dejado el conjunto Delhi en un país que corría el peligro de ser invadido y conquistado dentro de escasas semanas. Sin embargo, hasta el momento no tenía pruebas de que lo llevara con ella. Si no estaba en la bolsa de Margaret, tenía que hallarse en el equipaje consignado. Sería difícil comprobarlo. ¿Era posible introducirse en una bodega mientras el avión volaba? La otra alternativa consistía en seguir a los Oxenford hasta su hotel de Nueva York…
El capitán y Clive Membury se estarían preguntando por qué tardaba tanto en volver con la cámara.
Cogió la bolsa de Margaret. Parecía un regalo de cumpleaños. Se trataba de un maletín de esquinas redondeadas, hecho de suave piel color crema y provisto de hermosos adornos metálicos. Cuando lo abrió, captó su perfume, «Tosca». Encontró un camisón de algodón con florecillas bordadas, y trató de imaginarla cubierta con él. Demasiado infantil para Margaret. Su ropa interior era de algodón. Se preguntó si aún sería virgen. Había una pequeña foto enmarcada de un chico de unos veintiún años, de largo cabello oscuro y cejas negras, vestido con una toga y una muceta. El chico muerto en España, probablemente. ¿Se habría acostado con él? Harry se inclinaba por esta posibilidad, pese a las bragas de colegiala. Estaba leyendo una novela de D.H. Lawrence. Apuesto a que su madre no lo sabe, pensó Harry. Había un montoncito de pañuelos de hilo con las iniciales «M. O.» bordadas. Olían a Tosca.
Las joyas no estaban aquí. Maldición.
Harry decidió quedarse con un pañuelo perfumado como recuerdo. Justo cuando lo cogía, Davy apareció con una bandeja cargada de cuencos para sopa.
Miró a Harry y se detuvo, frunciendo el ceño. La bolsa de Margaret era muy diferente de la perteneciente a Lord Oxenford, por supuesto. Estaba claro que Harry no podía ser el dueño de ambas bolsas; por lo tanto, estaba registrando las pertenencias de otras personas.
Davy le miró por un momento, sospechando de él, pero temeroso al mismo tiempo de acusar a un pasajero.
– ¿Es ésa su maleta, señor? -tartamudeó por fin. Harry le enseñó el pañuelo.
– ¿Cree que me puedo sonar con esto?
Cerró la maleta y la puso en su sitio.
La expresión de Davy continuaba mostrando preocupación.
– La señorita me pidió que viniera a buscarlo -explicó Harry-. Las cosas que hacemos…
La expresión de Davy cambió a una de embarazo.
– Lo siento, señor, pero espero que comprenda…
– Me alegro de que sea tan observador -dijo Harry- Continúe así.
Palmeó el hombro de Davy. Ahora, tendría que devolverle el maldito pañuelo a Margaret, para dar crédito a su historia. Entró en el comedor.
Estaba sentada a una mesa con sus padres y su hermano. Harry le, tendió el pañuelo.
– Se te ha caído esto -dijo.
Margaret se quedó sorprendida.
– ¿De veras? ¡Gracias!
– De nada.
Se marchó a toda prisa. ¿Verificaría Davy su historia, preguntando a Margaret si había pedido a Harry que le trajera un pañuelo limpio? No era probable.
Volvió a su compartimento, pasó frente a la cocina, donde Davy estaba amontonando los platos sucios, y subió la escalera. ¿cómo demonios iba a introducirse en la bodega del equipaje? Ni siquiera sabía dónde estaba; no había visto cómo subían las maletas. Pero tenía que existir alguna forma.
El capitán Baker estaba explicando a Clive Membury cómo navegaban sobre aquel océano monótonamente igual.
– Durante la mayor parte de la travesía estamos fuera del alcance de los radiofaros, de modo que las estrellas son nuestra mejor guía…, cuando las podemos ver.
Membury miró a Harry.
– ¿Y la cámara? -preguntó con brusquedad. Definitivamente un poli, pensó Harry.
– Me olvidé de ponerle carrete. Qué tonto, ¿no? -miró a su alrededor-. ¿Cómo pueden verse las estrellas desde aquí?
– Oh, el navegante sale de vez en cuando al exterior -contestó el capitán, impertérrito. Después, sonrió-. Era una broma. Hay un observatorio. Se lo enseñaré.
Abrió una puerta en el extremo posterior de la cubierta de vuelo y salió. Harry le siguió y se encontró en un angosto pasadizo. El capitán apuntó con su dedo hacia arriba.
– Esta es la cúpula de observación -dijo.
Harry miró sin demasiado interés; su mente seguía centrada en las joyas de lady Oxenford. Había una burbuja de vidrio en el techo, y a un lado colgaba de un gancho una escalerilla plegada.
– Se sube ahí con el octante cada vez que se abre una brecha en las nubes -explicó el capitán-. También sirve como compuerta de carga del equipaje.
La atención de Harry se despertó de repente.
– ¿El equipaje entra por el techo? -preguntó.
– Claro. Justo por ahí.
– ¿Y adónde va a parar?
El capitán señaló las dos puertas que se abrían a cada extremo del estrecho pasadizo.
– A las bodegas del equipaje.
Harry apenas daba crédito a su suerte.
– ¿Y todas las maletas están guardadas detrás de esas dos puertas?
– Sí, señor.
Harry probó una de las puertas. No estaba cerrada con llave. Miró en el interior. Las maletas y baúles de los pasajeros estaban cuidadosamente apilados y atados con cuerdas a los puntales, para que no se movieran durante el vuelo.
En algún lugar le aguardaba el conjunto Delhi, y una vida llena de lujos,
Clive Membury miró por encima del hombro de Harry. -Fascinante -murmuró.
– Ya lo puede decir -comentó Harry.
14
Margaret estaba muy animada. Ya se había olvidado de que no quería ir a Estados Unidos. ¡Apenas podía creer que había trabado amistad con un verdadero ladrón! En circunstancias normales, si alguien le hubiera dicho «Soy un ladrón» no le habría creído, pero, en el caso de Harry, sabía que era cierto, porque le había conocido en una comisaría de policía: y había visto cómo le acusaban.
Siempre la había fascinado la gente que vivía al margen del orden establecido: delincuentes, bohemios, anarquistas prostitutas y vagabundos. Parecían tan libres… Claro que su libertad no les permitía pedir champán, viajar en avión a Nueva York o enviar a sus hijos a la universidad; no era tan ingenua como para desconocer las desventajas de ser un paria. Sin embargo, la gente como Harry nunca se plegaba a las órdenes de nadie, y eso le parecía maravilloso. Soñaba con ser una guerrillera, vivir en las colinas, ponerse pantalones, llevar un rifle, robar comida, dormir al raso y no planchar nunca la ropa.
Nunca había conocido gente de ésa, o bien no la reconocía cuando se topaba con ella. ¿Acaso no se había sentado en un portal de «la calle más depravada de Londres», sin dar se cuenta de que la iban a tomar por una prostituta? Parecía un acontecimiento lejanísimo, aunque había tenido lugar anoche.
Conocer a Harry era lo más interesante que le había pasado desde hacía tiempo inmemorial. Representaba toda aquello que Margaret siempre había deseado. ¡Podía hacer lo que le daba la gana! Por la mañana había decidido ir a Estados Unidos y por la tarde ya estaba de camino. Si le apetecía bailar toda la noche y dormir todo el día, lo hacía. Comía y bebía cuanto quería, cuando tenía ganas, en el Ritz, en una taberna o a bordo del clipper de la Pan American. Ingresaba en el partido Comunista y se marchaba sin dar explicaciones a nadie. Cuando necesitaba dinero, se lo quitaba a gente que poseía más del que merecía. ¡Era un alma libre por completo!