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– ¡Para defenderse de los vecinos hostiles!

– Y admite que deberá discriminar a los árabes en favor de los judíos, pero da la casualidad de que el fascismo es la combinación del militarismo y el racismo, precisamente aquello contra lo que usted lucha.

– No hable tan alto -advirtió Gabon, y ambos bajaron la voz.

Margaret, en circunstancias normales, se habría interesado en la discusión, por haberla sostenido en ocasiones con Ian. Los socialistas se hallaban divididos respecto a Palestina. Algunos decían que constituía la gran oportunidad de crear el Estado ideal; otros afirmaban que pertenecía a la gente que vivía allí y no podía «regalarse» a los judíos, de igual forma que no se les podía ceder Irlanda, Hong Kong o Texas. El hecho de que muchos socialistas fueran judíos complicaba el tema.

En cualquier caso, deseaba que Gabon y Hartmann se calmaran, para que su padre no les oyera.

Por desgracia, no fue así. Discutían de asuntos muy queridos por ambos. Hartmann volvió a levantar la voz.

– ¡No quiero vivir en un Estado racista!

– No sabía que viajábamos con un hatajo de judíos -comentó en voz alta su padre.

– Oy, vey -dijo Percy.

Margaret miró a su padre, abatida. En otros tiempos, su filosofía política había tenido cierto sentido. Cuando millones de hombres sanos se hallaban en el paro y morían de hambre, parecía valeroso proclamar que tanto el capitalismo como el socialismo habían fracasado, y que la democracia perjudicaba al hombre normal. La idea de un Estado todopoderoso al frente de la industria, bajo el liderazgo de un dictador benévolo, resultaba en parte atractiva, pero aquellos elevados ideales y atrevidos proyectos habían degenerado en esta infamia absurda. Había pensado en papá cuando encontró un ejemplar de Hamlet en la biblitocca y leyó la frase «¡Oh, qué noble mente desaprovechada!».

No creía que los dos hombres hubieran escuchado el torpe comentario de papá, porque les daba la espalda y e iban absortos en la discusión.

– ¿A qué hora nos iremos a dormir? -dijo, para distraer a su padre.

– Me gustaría acostarme pronto -dijo Percy.

Era una reacción inusual, pero tal vez se debía a la novedad de dormir en un avión.

– Nos iremos a la hora de siempre -dijo mamá.

– Sí, pero ¿en qué huso horario? ¿A las diez y media, horario de verano inglés, o a las diez y media de Terrario,

– ¡Estados Unidos es racista! -exclamó el barón Gabon. Al igual que Francia, Inglaterra, la Unión Soviética… ¡Todos son Estados racistas!

– ¡Por los clavos de Cristo! -dijo papá.

– A las nueve y media me parece bien -intervino Margaret.

Percy se dio cuenta de lo que ocurría.

– A las diez y cinco estaré más muerto que vivo -contribuyó.

Era un juego que habían practicado de niños. Mamá colaboró.

– A las diez menos cuarto desapareceré.

– Enséñame tu tatuaje a esa hora.

– Yo seré la última, y me acostaré a y veinte.

– Tu turno, papá.

Se produjo un momento de silencio. Papá había practicado el juego con ellos en los viejos tiempos, antes de que amargura y el desánimo se apoderasen de él. Su rostro se suavizó por un instante, y Margaret pensó que iba a participar.

Entonces, Carl Hartmann habló.

– ¿Por qué quieres fundar otro Estado racista, pues? Fue la gota que desborda el vaso. Papá se giró enrededor, al borde de la apoplejía.

– Esos judíos que se callen -estalló, antes de que alguien pudiera impedirlo.

Hartmann y Gabon le miraron, atónitos.

Margaret sintió que sus mejillas se teñían de rojo. Papa había hablado en voz lo bastante alta para que todo el mundo le oyera, y el comedor se sumió en un silencio absoluto. Deseó que el suelo se abriera bajo sus pies y la tragara. La idea de que la gente se fijara en ella, descubriendo que era la hija del borracho idiota y grosero sentado delante, la mortificaba. Miró a Nicky y leyó en su rostro que sentía pena por ella, lo cual aumentó su turbación.

El barón Gabon palideció. Por un momento, dio la impresión de que iba a replicar, pero luego cambió de opinión y desvió la vista. Una sonrisa torcida deformó la cara de Hartmann, y Margaret pensó que, viniendo de la Alemania nazi, el incidente le parecería nimio.

Papá aún no había terminado.

– Estamos en un compartimento de primera clase -añadió.

Margaret observaba al barón Gabon. En un intento de hacer caso omiso de papá, cogió la cuchara, pero su mano temblaba y derramó la sopa sobre su chaleco gris gaviota. Desistió y dejó la cuchara en el plato.

Esta señal visible de su aflicción conmovió a Margaret. Experimentó una gran agresividad contra su padre. Se volvió hacia él y, por una vez, reunió el coraje suficiente para decirle lo que pensaba.

– ¡Has insultado groseramente a dos de los hombres más distinguidos de Europa! -gritó, furiosa.

– Querrás decir a dos de los judíos más distinguidos de Europa -replicó él.

– Acuérdate de Granny Fishbein -dijo Percy.

Papá se giró en redondo hacia su hijo y le apuntó con un dedo tembloroso.

– Basta de tonterías, ¿me oyes?

– Necesito ir al lavabo -dijo Percy, levantándose-. Me encuentro mal.

Salió del comedor.

Margaret se dio cuenta de que tanto ella como Percy se habían rebelado contra papá, y que éste había sido incapaz de remediarlo. Un acontecimiento memorable.

Papá bajó la voz y habló con Margaret.

– ¡Recuerda que esta es la clase de gentuza que nos ha expulsado de nuestro hogar -siseó, y volvió a levantar la voz-. Si quieren viajar con nosotros, deberían aprenden comportarse.

– ¡Basta! -intervino una voz nueva.

Margaret miró al otro lado del comedor. Quien había hablado era Mervyn Lovesey, el hombre que había embarcado en Foynes. Estaba de pie. Los camareros, Nicky y Davy, se habían quedado petrificados, con aspecto aterrorizado. Lovesey atravesó el comedor y se detuvo ante la mesa de Oxenford, con aire amenazador. Era un hombre alto y autoritario entrado en la cuarentena, de espeso cabello gris, cejas negras y rasgos bien dibujados. Llevaba un traje caro, pero hablaba con acento de Lancashire.

– Le agradeceré que se calle sus puntos de vista -el en voz baja y tono amenazador.

– No es de su maldita incumbencia… -empezó papá.

– Sí que lo es -dijo Lovesey.

Margaret vio que Nicky se marchaba a toda prisa, y supuso que iba a pedir ayuda a la cubierta de vuelo.

– Tal vez no quiera saberlo -continuó Lovesey-, pero el profesor Hartmann es el físico más importante del mundo.

– No me importa lo que sea…

– No, a usted no, pero a mí sí. Y considero sus opinión tan ofensivas como un olor desagradable.

– Diré lo que me dé la gana -insistió papá, empezar a levantarse.

Lovesey le retuvo, apoyando una fuerte mano sobre hombro.

– Hemos declarado la guerra a la gente como usted.

– Lárguese, ¿quiere? -replicó papá, con voz débil.

– Me largaré cuando usted cierre el pico.

– Llamaré al capitán…

– No es necesario -dijo otra voz, y el capitán Baker apareció, con aspecto sereno y autoritario al mismo tiempo, estoy aquí. Señor Lovesey, ¿quiere hacer el favor de volver a su asiento? Le quedaré muy agradecido.

– Sí, me sentaré, pero no escucharé callado a un patan borracho que hace bajar la voz y llama judío al científico europeo más eminente.

– Señor Lovesey, por favor.

Lovesey regresó a su sitio.

El capitán se volvió hacia papá.

– Es posible que no le haya escuchado bien, lord Oxenford. Estoy seguro de que usted no llamaría a otro pasajero con la palabra que el señor Lovesey acaba de mencionar. Margaret rezó para que papá aceptara esta salida digna, pero, ante su decepción, replicó con mayor beligerancia. -¡Le llamé judío porque es lo que es! -gritó.