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Diana, a modo de respuesta, le besó.

De pronto, se sintió a gusto con él otra vez. Todo su cuerpo se relajó. Se dejó caer sobre el asiento, sin dejar de besarle. Era consciente de que el pecho de Mark se apretaba contra su pecho derecho. Era fantástico volver a experimentar deseo físico hacia él. La punta de la lengua de Mark tocó sus labios, y ella los abrió para dejarla entrar. La respiración del hombre se aceleró. Nos estamos pasando, pensó Diana. Abrió los ojos… y vio a Mervyn.

Atravesaba el compartimento en dirección a la parte delantera, y tal vez no se habría fijado en ella, pero se volvió, miró hacia atrás y se quedó petrificado, como paralizado en mitad de un movimiento. Su rostro palideció.

Diana le conocía tan bien que leyó sus pensamientos. Aunque le había dicho que estaba enamorada de Mark, era demasiado tozudo para aceptarlo, y le había sentado como una patada en el estómago verla besando a otro, casi igual que si no le hubiera avisado.

Su frente se arrugó y frunció el ceño de ira. Por una fracción de segundo, Diana pensó que iba a iniciar una pelea. Después, se dio la vuelta y continuó andando.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Mark. No había visto a Mervyn… Estaba demasiado ocupado besando a Diana. Ella decidió no contárselo.

– Alguien nos puede ver -murmuró.

Mark se apartó, a regañadientes.

Diana experimentó cierto alivio, pero enseguida se enfureció. Mervyn no tenía derecho a seguirla por todo el mundo y fruncir el ceño cada vez que ella besaba a Mark. El matrimonio no equivalía a esclavitud. Ella le había dejado, y él debía aceptarlo. Mark encendió un cigarrillo. Diana sentía la necesidad de enfrentarse con Mervyn. Quería decirle que desapareciera de su vida.

Se puso en pie.

– Voy a ver qué pasa en el salón -dijo-. Quédate a fumar. Se marchó sin esperar la respuesta.

Había comprobado que Mervyn no se sentaba en la parte de atrás, así que siguió adelante. Las turbulencias se habían suavizado lo bastante para caminar sin agarrarse a algo. Mervyn no estaba en el compartimento número 3. Los jugadores de cartas se hallaban enfrascados en una larga partida en el salón principal, con los cinturones de seguridad abrochados. Nubes de humo flotaban a su alrededor y botellas de whisky llenaban las mesas. Entró en el número 2. La familia Oxenford ocupaba todo el lado del compartimento. Todos los que viajaban en el avión sabían que lord Oxenford había insultado a Carl Hartmann, el científico, y que Mervyn Lovesey había saltado en su defensa. Mervyn tenía sus cualidades; Diana nunca lo había negado.

Llegó a la cocina. Nicky, el camarero gordo, estaba lavando platos a una velocidad tremenda, mientras su colega hacía las camas. El lavabo de los hombres estaba frente a la cocina. A continuación venía la escalera que subía a la cubierta de vuelo, y al otro lado, en el morro del avión, el compartimento número 1. Supuso que Mervyn estaba allí, pero comprobó que lo ocupaban los tripulantes que descansaban.

Subió por la escalera hasta la cubierta de vuelo. Era tan lujosa como la cubierta de pasajeros. Sin embargo, la tripulación estaba muy ocupada.

– Nos encantaría recibirla como se merece en cualquier otro momento, señora -dijo un tripulante-, pero mientras dure la tempestad tendremos que pedirle que permanezca en su asiento y se abroche el cinturón de seguridad.

Por lo tanto, Mervyn tenía que estar en el lavabo de caballeros, pensó mientras bajaba la escalera. Aún no había averiguado dónde se sentaba.

Cuando llegó al pie de la escalera se topó con Mark. Diana le dirigió una mirada de culpabilidad.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella.

– Lo mismo te pregunto -replicó Mark, con una nota desagradable en su tono de voz.

– Estaba echando un vistazo.

– ¿Buscabas a Mervyn?

– Mark, ¿por qué estás enfadado conmigo?

– Porque te has escapado para verle.

Nicky les interrumpió.

– ¿Quieren volver a sus asientos, por favor? De momento, el vuelo no es muy agradable, pero no durará mucho,

Regresaron al compartimento. Diana se sentía como una estúpida. Había seguido a Mervyn, y Mark la había seguido a ella. Qué tontería.

Se sentaron. Antes de que pudieran continuar su conversación, Ollis Field y Frank Gordon entraron. Frank llevaba una bata de seda amarilla con un dragón en la espalda, y Field, una vieja bata de lana. Frank se quitó la bata, dejando al descubierto un pijama rojo de cinturón blanco. Se quitó las zapatillas y trepó a la litera superior.

Entonces, ante el horror de Diana, Field sacó un par de esposas plateadas del bolsillo de su bata marrón. Dijo algo a Frank en voz baja. Diana no escuchó la respuesta, pero estaba segura de que Frank protestaba. Field, no obstante, insistió, y Frank le ofreció por fin una muñeca. Field le ciñó una esposa y aseguró la otra al marco de la litera. Después, corrió la cortina y fijó los pernos.

Así pues, era cierto: Frank era un prisionero.

– Mierda -dijo Mark,

– Aún no creo que sea un asesino -susurró Diana.

– ¡Espero que no! -exclamó Mark-. ¡Viajaríamos con más seguridad si hubiéramos pagado cincuenta pavos y viajáramos en el entrepuente de un carguero!

– Ojalá no le hubiera puesto las esposas. No sé cómo va a dormir ese chico encadenado a la cama. ¡Ni siquiera podrá darse la vuelta!

– Qué buena eres -dijo Mark, abrazándola-. Es probable que ese hombre sea un violador, y tú sientes pena por él porque no podrá dormir.

Diana apoyó la mano sobre su hombro. Mark le acarició el pelo. Se había enfadado con ellas apenas dos minutos antes, pero ya se le había pasado.

– Mark -dijo Diana-, ¿crees que caben dos personas en una litera?

– ¿Estás asustada, cariño?

– No.

Mark la miró, confuso, pero después comprendió y sonrió.

– Me parece que sí caben…, aunque al lado, no.

– ¿Al lado no?

– Parece muy estrecha.

– Bueno… -Diana bajó la voz-. Uno de los dos tendrá que ponerse encima.

– ¿Prefieres ponerte tú encima? -le susurró al oído Mark. Diana rió por lo bajo.

– Creo que no me costaría mucho.

– Tendré que pensarlo -respondió Mark con voz ronca-. ¿Cuánto pesas?

– Cincuenta y un kilos y dos tetas.

– ¿Nos cambiamos?

Ella se quitó el sombrero y lo dejó sobre el asiento, a su lado. Mark sacó sus maletas de debajo del asiento. La suya era una Gladstone muy usada, de color rojo oscuro, y la de ella un maletín de piel, provisto de bordes duros, con sus iniciales grabadas en letras doradas.

Diana se irguió.

– Rápido -dijo Mark, besándola.

Ella le abrazó, notando su erección.

– Dios mío -susurró-. ¿Podrás conservarla hasta que vuelvas?

– No creo, a menos que mee por la ventana. -Diana rió-. Te enseñaré un truco rápido para que se ponga dura otra vez.

– No puedo esperar -susurró Diana.

Mark cogió su maleta y salió, dirigiéndose al lavabo de caballeros, Mientras salía del compartimento, se cruzó con Mervyn. Intercambiaron una mirada, como gatos desde lados opuestos de una verja, pero no hablaron.

Diana se sorprendió al ver a Mervyn ataviado con un camisón de franela gruesa a rayas marrones.

– ¿De dónde demonios has sacado eso? -preguntó, sin dar crédito a sus ojos.

– Ríe, ríe -replicó él-. Es lo único que pude encontrar en Foynes. La tienda del pueblo jamás había oído hablar de pijamas de seda. No sabían si yo era maricón o un capullo.

– Bueno, a tu amiga la señora Lenehan no le vas a gustar con ese disfraz.

¿Por qué he dicho esto?, se preguntó Diana.

– Creo que no le gusto de ninguna manera -contestó Mervyn, malhumorado, y salió del compartimento.

El mozo entró.

– Davy, ¿quieres hacernos las camas, por favor?

– Ahora mismo, señora.

– Gracias.

Diana cogió su maleta y salió.