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La idea de mitigar en parte la ofensa de su padre era muy tentadora. Después, se sentiría mejor.

– Papá se enfurecerá -dijo.

– No tiene por qué saberlo, pero no me importa si se enfada. Creo que se ha pasado. Ya no le tengo miedo.

Margaret se preguntó si era sincero. Percy, cuando era pequeño, siempre decía que no tenía miedo, cuando en realidad estaba aterrorizado. Pero ya no era un niño pequeño.

La idea de que Percy hubiera escapado al control de su padre la preocupaba un poco. Sólo papá podía refrenar a Percy. Sin nadie que reprimiera sus travesuras, ¿qué haría?

– Vamos -la animó Percy-. Hagámoslo ahora. Están en el compartimento número 3. Lo he verificado.

Margaret continuaba vacilando. Pensar en acercarse al hombre que papá había insultado de aquella manera le ponía los pelos de punta. Podía herirles todavía más. Tal vez prefirieran olvidar el incidente lo antes posible, pero quizá se estuvieran preguntando cuánta gente estaba de acuerdo en secreto con papá. Era más importante oponerse a los prejuicios raciales, ¿no?

Margaret decidió acceder. Solía dar muestras de su carácter pusilánime, y siempre se arrepentía. Se levantó, cogiéndose el brazo del asiento para mantener el equilibrio, pues el avión no paraba de sacudirse.

– Muy bien -dijo-. Vamos a disculparnos.

Temblaba un poco de temor, pero la inestabilidad del avión disimulaba sus estremecimientos. Cruzó el salón principal y entró en el compartimento número 3.

Gabon y Hartmann estaban en el lado de babor frente a frente. Hartman se hallaba absorto en un libro, con su largo y delgado cuerpo curvado, la cabeza inclinada y la nariz ganchuda apuntando a una página llena de cálculos matemáticos. Gabon, aburrido en apariencia, no hacía nada, y fue el primero en verles. Cuando Margaret se detuvo a su lado, aferrándose al respaldo del asiento para no caer, se puso rígido y les miró con hostilidad.

– Hemos venido a disculparnos -se apresuró a explicar Margaret.

– Su valentía me sorprende -dijo Gabon. Hablaba un inglés perfecto, con un acento francés casi inexistente.

No era la reacción que Margaret había esperado, pero no por ello se desanimó.

– Lamento muchísimo lo sucedido, y mi hermano también. Admiro mucho al profesor Hartmann, como dije antes.

Hartmann levantó la cabeza del libro y asintió. Gabon continuaba airado.

– Es demasiado fácil para gente como ustedes pedir disculpas -dijo. Margaret miró al suelo, deseando no haber venido-. Alemania está llena de gente rica y educada que «lamenta muchísimo» lo que está sucediendo allí, pero ¿qué hacen? ¿Qué hacen ustedes?

Margaret enrojeció. No sabía qué decir o hacer.

– Basta, Philippe -intervino Hartmann. ¿No ves que son jóvenes?

– Miró a Margaret-. Acepto sus disculpas, y le doy las gracias.

– Oh, Dios mío -exclamó ella-. ¿He hecho algo que no debía?

– En absoluto -contestó Hartmann-. Ha mejorado un poco las cosas, y se lo agradezco. Mi amigo el barón está terriblemente disgustado, pero creo que al final adoptará también mi punto de vista.

– Será mejor que nos vayamos -dijo Margaret, abatida. Hartmann asintió con la cabeza.

Margaret se dio la vuelta.

– Lo siento muchísimo -dijo Percy, siguiendo a su hermana.

Regresaron a su compartimento. Davy, el mozo, estaba preparando las literas. Harry había desaparecido, seguramente en el lavabo de caballeros. Margaret decidió acostarse. Cogió la bolsa y se dirigió al lavabo de señoras para cambiarse. Mamá salía en aquel momento, espléndida con su bata color castaño.

– Buenas noches, querida -dijo.

Margaret pasó por su lado sin hablar.

El lavabo estaba abarrotado. Margaret se puso a toda prisa el camisón de algodón y el albornoz. Su indumentaria parecía poco elegante entre las sedas de colores brillantes y las cachemiras de las demás mujeres, pero no le importó. Disculparse, a fin de cuentas, no la había tranquilizado, porque los comentarios del barón Gabon eran muy ciertos. Era demasiado fácil pedir perdón y no hacer nada acerca del problema.

Cuando regresó al compartimento, papá y mamá estaban en la cama, tras las cortinas cerradas, y un ronquido apagado surgía de la litera de papá. La de Margaret aún no estaba hecha, y decidió esperar en el salón.

Sabía muy bien que sólo existía una solución a su problema. Tenía que dejar a sus padres y vivir sola. Estaba más decidida que nunca a hacerlo, pero aún no había resuelto los problemas prácticos de dinero, trabajo y alojamiento.

La señora Lenehan, la atractiva mujer que había subido en Foynes, se sentó a su lado, luciendo una bata azul vivo que cubría un salto de cama negro.

– He venido a tomar un coñac, pero el camarero parece muy ocupado -dijo. No aparentaba una gran decepción. Agitó la mano en dirección a los demás pasajeros-. Parece una fiesta en que el pijama sea la prenda obligatoria, o una orgía de medianoche en el dormitorio… Todo el mundo en deshabillé. ¿No te parece?

Margaret nunca había asistido a una fiesta en pijama ni dormido en un dormitorio universitario.

– Me parece muy extraño. Hace que parezcamos una gran familia.

La señora Lenehan se abrochó el cinturón de seguridad. Tenía ganas de charlar.

– Supongo que es imposible comportarse con formalidad vestido para ir a dormir. Hasta Frankie Gordino estaba guapo con su pijama rojo, ¿verdad?

Al principio, Margaret no supo muy bien a quién se refería. Después, recordó que Percy había escuchado una agria discusión entre el capitán y el agente del fbi.

– ¿Es el prisionero?

– Sí.

– ¿No le tienes miedo?

– Creo que no. No va a hacerme ningún daño.

– Pero la gente dice que es un asesino, y cosas todavía peores.

– Siempre habrá crímenes en los bajos fondos. Quita de en medio a Gordino y otro se encargará de los asesinatos. Yo le dejaría allí. El juego y la prostitución han existido desde que Dios era un crío, y si tiene que haber crimen, mejor que esté organizado.

Estas afirmaciones resultaban bastante chocantes. Tal vez la atmósfera reinante en el avión invitaba a la sinceridad. Margaret imaginó que la señora Lenehan no hablaría así si hubiera hombres presentes: las mujeres eran más realistas cuando no había hombres delante. Fuera cual fuera el motivo, Margaret estaba fascinada.

– ¿No sería mejor que el crimen estuviera desorganizado? -preguntó.

– Por supuesto que no. Si está organizado, está contenido. Cada banda posee su propio territorio, y no lo abandona. No roban a la gente de la Quinta Avenida y no exigen al club Harvard que les pague protección. No hay de qué preocuparse.

Margaret consideró excesivo esto último.

– ¿Y la gente que se arruina en el juego? ¿Y esas chicas desgraciadas que arruinan su salud?

– No he querido decir que no me preocupe por esa gente -dijo la señora Lenehan. Margaret la miró con fijeza a la cara, preguntándose si era sincera-. Escucha, yo fabrico zapatos.- Margaret pareció sorprenderse-. Así me gano la vida. Soy propietaria de una fábrica de zapatos. Mis zapatos de hombre son baratos, y duran cinco o diez años. Es posible comprar zapatos aún más baratos, pero no son buenos; tienen suelas de cartón que se estropean al cabo de unas diez semanas. Y, lo creas o no, algunas personas compran las de cartón. Bien, creo que yo he cumplido mi deber fabricando zapatos buenos. Si la gente es lo bastante imbécil como para comprar zapatos malos, yo no puedo hacer nada. Y si la gente es lo bastante imbécil como para dilapidar su dinero en el juego, cuando ni siquiera puede comprar un filete para comer, tampoco es mi problema.

– ¿Has sido pobre alguna vez? -preguntó Margaret. La señora Lenehan rió.

– Una pregunta muy aguda. No, nunca, de modo que tal vez debería callarme. Mi abuelo hacía botas a mano y mi padre abrió la fábrica que yo dirijo ahora. No sé nada sobre la vida en los barrios bajos. ¿Y tú?