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La gente fue desfilando hacia sus respectivas literas, y al final sólo quedaron en el salón los jugadores de cartas, Margaret y Harry. Margaret no sabía qué hacer. Se sentía torpe y tímida.

– Se está haciendo tarde -dijo-. Será mejor que nos vayamos a la cama.

¿Por qué lo he dicho?, pensó. ¡No quiero irme a la cama! Harry aparentó decepción.

– Creo que me iré dentro de un minuto.

Margaret se levantó.

– Muchas gracias por ofrecerme tu ayuda -dijo.

– De nada.

«¿Por qué nos comportamos con tanta formalidad?, pensó Margaret. ¡No quiero despedirme así!»

– Que duermas bien -dijo.

– Lo mismo te digo.

Margaret hizo ademán de marcharse, pero no se decidió.

– Has dicho en serio que me ibas a ayudar, ¿verdad? No me decepcionarás.

El rostro de Harry se suavizó y le dirigió una mirada casi amorosa.

– No te decepcionaré, Margaret. Te lo prometo.

De pronto, la joven sintió que le quería muchísimo. Guiada por un impulso, sin pararse a pensar, se inclinó y le beso, Sólo rozó los labios con los de él, pero cuando se tocaron experimentó una oleada de deseo que recorrió su cuerpo como una corriente eléctrica. Se irguió de inmediato, sorprendida por su acto y sus sensaciones. Por un momento, se miraron a los ojos. Después, Margaret pasó al compartimento siguiente.

Las rodillas le fallaban. Miró a su alrededor y vio que el señor Membury ocupaba la litera superior de babor, dejando la de abajo libre para Harry. Percy también había elegido una litera superior. Se introdujo en la que había debajo de Percy y sujetó la cortina.

Le he besado, pensó, y fue estupendo.

Se deslizó bajo la sábana y apagó la luz. Era como estar en una tienda de campaña, cálida y confortable. Miró por la ventana, pero no se veía nada interesante; sólo nubes y lluvia. Aun así, resultaba excitante. Recordó aquella vez en que Elizabeth y ella habían obtenido permiso para plantar una tienda en el jardín y dormir allí, cuando eran niñas y el calor impregnaba las noches de verano. Siempre pensaba que la excitación le impediría pegar ojo, pero al instante siguiente era de día y la cocinera se presentaba en la puerta de la tienda con una bandeja de té y tostadas.

Se preguntó dónde estaría Elizabeth en este momento.

Mientras pensaba, se oyó un golpe suave en la cortina.

Al principio, pensó que lo había imaginado porque estaba pensando en la cocinera, pero se repitió de nuevo, un sonido como el producido por una uña, tap, tap, tap. Vaciló, se levantó, apoyándose sobre el codo y se cubrió con la sábana hasta el cuello.

Tap, tap, tap.

Abrió un poco la cortina y vio a Harry.

– ¿Qué pasa? -susurró, aunque creía saberlo.

– Quiero besarte otra vez -susurró él.

Margaret se sintió complacida y aterrorizada al mismo tiempo.

– ¡No seas tonto!

– Por favor.

– ¡Vete!

– Nadie nos verá.

Era una pequeña ofensiva, pero muy tentadora. Recordó la descarga eléctrica del primer beso y deseó otro. Casi involuntariamente, abrió un poco más la cortina. Harry asomó la cabeza y le dirigió una mirada suplicante. Era irresistible. Ella le besó en la boca. Olía a pasta de dientes. Ella pensaba en un beso rápido, como el de antes, pero Harry tenía otras ideas. Le mordisqueó el labio inferior. Margaret lo encontró excitante. Abrió la boca de forma instintiva, y sintió que la lengua de Harry acariciaba sus labios secos. Ian nunca había hecho eso. Era una sensación rara, pero agradable. Sintiéndose muy depravada, unió su lengua con la de él. Harry empezó a respirar con rapidez. De pronto, Percy se removió en la litera de arriba, recordándole dónde estaba. El pánico se apoderó de ella; ¿cómo podía hacer esto? ¡Estaba besando en público a un hombre al que apenas conocía! Si papá lo veía, se armaría un follón de mucho cuidado. Se apartó, jadeante. Harry introdujo más la cabeza, con la intención de volver a besarla, pero ella se lo impidió.

– Déjame entrar -dijo él.

– ¡No seas ridículo! -susurró Margaret.

– Por favor.

Esto era imposible. Ni siquiera estaba tentada, sino asustada.

– No, no, no -se resistió.

Harry parecía abatido.

Ella se enterneció.

– Eres el hombre más agradable que he conocido en mucho tiempo, tal vez el que más; pero no hasta ese punto. Vete a la cama.

Harry comprendió que lo decía en serio. Sonrió con algo de tristeza. Intentó decir algo, pero Margaret cerró la cortina antes de que pudiera.

Ella escuchó con atención y creyó oír sus pasos al alejarse.

Cerró la luz y se acostó, respirando con fuerza. Oh, Dios mío, pensó, ha sido como un sueño. Sonrió en la oscuridad, reviviendo el beso. Le habría apetecido mucho continuar. Se acarició con suavidad mientras pensaba en lo ocurrido.

Su mente retrocedió hasta su primer amante, Monica, una prima que se instaló en su casa el verano que Margaret cumplió trece años. Monica tenía dieciséis, era rubia y bonita, y parecía saberlo todo. Margaret la adoró desde el primer momento.

Vivía en Francia, y tal vez por esta causa, o quizá porque sus padres eran más tolerantes que los de Margaret, Monica se paseaba desnuda con toda naturalidad por los dormitorios y el cuarto de baño situados en el ala de los niños. Margaret nunca había visto a una persona mayor desnuda, y se quedó fascinada por los grandes pechos de Monica y la mata de vello color miel que florecía entre sus piernas; en aquel tiempo, tenía el busto muy pequeño y unos pocos pelos en el pubis.

Pero Monica había seducido en primer lugar a Elizabeth, la fea y dominante Elizabeth, ¡que hasta tenía granos en la barbilla! Margaret las había oído murmurar y besarse por las noches, y se había sentido en rápida sucesión perpleja, irritada, celosa y, por fin, envidiosa. Se dio cuenta del profundo afecto que Monica deparaba a Elizabeth. Se sintió herida y excluida por las fugaces miradas que intercambiaban y el roce, en apariencia accidental, de sus manos cuando caminaban por el bosque o se sentaban a tomar el té.

Un día que Elizabeth fue a Londres con mamá por algún motivo, Margaret sorprendió a Monica en el baño. Yacía en el agua caliente con los ojos cerrados, acariciándose entre las piernas. Oyó a Margaret, parpadeó, pero no interrumpió su actividad, y Margaret fue testigo, asustada pero fascinada, de cómo se masturbaba hasta alcanzar el orgasmo.

Monica acudió aquella noche a la cama de Margaret, desechando a Elizabeth, pero ésta montó en cólera y amenazó con contarlo todo, de manera que acabaron compartiéndola, como esposa y amante en un triángulo de celos. La culpa y las mentiras pesaron sobre Margaret todo aquel verano, pero el intenso afecto y el placer físico recién descubierto eran demasiado maravillosos para dar marcha atrás. Todo terminó cuando Monica volvió a Francia en septiembre.

Después de Monica, acostarse con Ian constituyó un duro golpe. El muchacho se había comportado con torpeza e ineptitud. Margaret comprendió que un joven como él no sabía casi nada sobre el cuerpo de una mujer, y era incapaz de proporcionarle tanto placer como Monica. Sin embargo, pronto superó el desagrado inicial. Ian la amaba con tal desesperación que su pasión suplía su inexperiencia.

Como siempre, pensar en Ian avivó sus deseos de llorar. Ojalá le hubiera hecho el amor con más dedicación y frecuencia. Se había resistido mucho al principio, aunque lo deseaba tanto como él. Ian se lo pidió durante meses seguidos, hasta que ella accedió por fin. Después de la primera vez, aunque Margaret deseaba hacerlo de nuevo, opuso algunas dificultades. No quería hacer el amor en su dormitorio por si alguien descubría la puerta cerrada con llave y se preguntaba la razón; le daba miedo hacerlo al aire libre, aunque conocía muchos escondites en los bosques que rodeaban su casa; y temía utilizar los pisos de sus amistades por temor a ganarse mala reputación. En el fondo, el auténtico obstáculo era el terror a la reacción de su padre si llegaba a enterarse.