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– Oh, Dios mío -gimió Luther-. No tenía que haber embarcado en este avión.

– Nunca debió jugar con mi mujer, bastardo -dijo Eddie, rechinando los dientes.

El avión se bamboleó frenéticamente. Luther dio media vuelta y entró tambaleándose en el lavabo.

Eddie atravesó el compartimento número 2 y entró en el salón principal. Los jugadores de cartas se habían abrochado el cinturón de seguridad y se agarraban a donde podían. Vasos, cartas y una botella rodaban sobre la alfombra al compás de las sacudidas y oscilaciones del aparato. Eddie eche una ojeada a uno y otro lado del pasillo. Después del pánico, inicial, los pasajeros se habían tranquilizado. La mayoría se hallaban de nuevo en sus literas, bien asegurados, comprendiendo que era la mejor forma de afrontar las sacudidas. Yacían con las cortinas abiertas, unos resignados alegremente a las incomodidades, otros muertos de miedo. Todo lo que no estaba sujeto había caído al suelo, y la alfombra estaba sembrada de libros, gafas, batas, dentaduras postizas, calderilla, gemelos y demás objetos que la gente guarda cerca de sus camas cuando se acuesta. Los ricos y sofisticados del mundo parecían de pronto muy humanos, y Eddie experimentó una súbita punzada de culpabilidad: ¿iba a morir toda este gente por su culpa?

Regresó a su asiento y se ciñó el cinturón de seguridad. Ya no podía hacer nada en relación al consumo de combustible, y la única manera de ayudar a Carol-Ann era asegurar el aterrizaje de emergencia, siguiendo las directrices del plan.

Mientras el avión se estremecía en mitad de la noche, trató de contener su ira y repasar el plan.

Estaría de guardia cuando despegaran de Shediac, la última escala antes de Nueva York. Empezaría de inmediato a tirar combustible. Las cifras lo revelarían, por supuesto. Cabía la posibilidad de que Mickey Finn se diera cuenta de la pérdida, si aparecía en la cubierta de vuelo por algún motivo, pero en aquel momento, veinticuatro horas después de abandonar Southampton, lo único que importaba a la tripulación libre de servicio era dormir. No era probable que otro miembro de la tripulación echara un vistazo a las cifras del combustible, sobre todo en el trayecto más corto del vuelo, cuando el consumo de carburante no revestía tanta importancia. La idea de engañar a sus compañeros le repugnaba, y el furor volvió a poseerle por un momento. Cerró los puños, pero no tenía nada que golpear. Intentó concentrarse en su plan.

Cuando el avión estuviera cerca de lugar donde Luther quería que se posara, Eddie arrojaría más combustible, de forma que apenas quedara cuando llegaran a la zona precisa. En aquel momento avisaría al capitán que el combustible se había agotado casi por completo y amarar era necesario.

Tendría que controlar la ruta con minuciosidad. No siempre seguían la misma: la navegación no era una ciencia exacta. Sin embargo, Luther había elegido el lugar de la cita con gran inteligencia. Era el punto más adecuado en un amplio radio para que un hidroavión se posara, pues aunque se desviaran algunas millas de la ruta, el capitán sabía que, en caso de emergencia, podían llegar a él.

Si quedara tiempo, el capitán preguntaría a Eddie, irritado, por qué no había reparado en la dramática falta de combustible antes de que fuera crítica. Eddie debería responder que todos los datos eran erróneos, una contingencia harto improbable. Apretó los dientes. Sus compañeros confiaban en él para que llevara a cabo la tarea fundamental de vigilar el consumo de combustible del avión. Le confiaban sus vidas. Descubrirían que les había engañado.

Una lancha rápida estaría a la espera en la zona de amaraje y se acercaría al clipper. El capitán pensaría que venían en su ayuda. Les invitaría a subir a bordo, ignorando que Eddie les había abierto las puertas. Entonces, los gángsteres reducirían al agente del fbi, Ollis Field, y rescatarían a Frankie Gordino.

Actuarían con rapidez. El operador de radio enviaría una llamada de socorro antes de que el avión se posara sobre el agua, y el clipper era lo bastante grande para ser visto desde lejos; otros buques se acercarían antes de que pasara mucho rato. Incluso cabía la posibilidad de que los guardacostas se presentaran a tiempo de impedir el rescate, lo cual significaría el fracaso para la banda de Luther, pensó Eddie. Por un momento, recobró las esperanzas… hasta recordar que no deseaba el fracaso de Luther, sino su éxito.

No podía acostumbrarse a la idea de confiar en que los delincuentes se salieran con la suya. Se devanaba los sesos, buscando una forma de frustrar el plan de Luther, pero siempre tropezaba con el mismo problema: Carol-Ann. Si Luther no rescataba a Gordino, Eddie no rescataría a Carol-Ann.

Había pensado en alguna manera de conseguir que Gordino fuera apresado veinticuatro horas más tarde, cuando Carol-Ann estuviera a salvo, pero era imposible. Gordino estaría muy lejos en aquel momento. La única alternativa consistía en persuadir a Luther de que entregara antes a Carol-Ann, y era demasiado listo para aceptar aquel trabajo. El problema era que Eddie no tenía con qué amenazar a Luther. Éste tenía a Carol-Ann, y Eddie tenía…

Bueno, pensó de repente, tengo a Gordino.

Espera un momento.

Ellos tienen a Carol-Ann, y no puedo recuperarla sin colaborar con ellos. Pero Gordino se encuentra en este avión, y ellos no pueden recuperarle a menos que colaboren conmigo. Quizá no tengan en su poder toda la baraja.

Se preguntó si existía alguna manera de tomar la iniciativa, de pasarles la mano por la cara.

Miró abstraído la pared de enfrente, cogiéndose con fuerza al asiento, sumido en sus pensamientos.

Existía una manera.

¿Por qué era necesario entregar primero a Gordino? Un intercambio de rehenes debería ser simultáneo.

Reprimió sus esperanzas renovadas y se obligó a pensar con frialdad.

¿Cómo se realizaría el intercambio? Tendrían que trasladar al clipper a Carol-Ann en la lancha que se llevaría a Gordino.

¿Por qué no? ¿Por qué narices no?

Se preguntó frenéticamente si podría negociarlo a tiempo. Había calculado que la retenían a ciento veinte o ciento cuarenta kilómetros de su casa a lo sumo, lo que significaba a unos ciento cuarenta kilómetros del lugar previsto para el amaraje de emergencia. En el peor de los casos, se hallaba a cuatro horas de distancia en coche. ¿Sería demasiado lejos?

Supón que Tom Luther accede. La primera oportunidad que tendría de llamar a sus compinches sería en la primera escala, Botwood, donde el clipper debía aterrizar a las nueve de la mañana, hora de Inglaterra. Después, el avión se dirigiría hacia Shediac. El amaraje improvisado se produciría una hora más tarde de despegar de Shediac, alrededor de las cuatro de la tarde, hora de Inglaterra, siete horas después. La banda podría llegar con Carol-Ann dos horas antes de lo convenido.

Eddie apenas pudo contener su excitación mientras acariciaba la perspectiva de recuperar a Carol-Ann antes de lo que creía. También imaginó que tenía una posibilidad, más bien remota, de hacer algo para impedir el rescate de Luther, lo cual le redimiría a los ojos de la tripulación. Olvidarían su traición si le veían capturar a una banda de gángsteres asesinos.

Se obligó de nuevo a no alentar esperanzas. Se trataba de una simple idea. Era muy probable que Luther no aceptara el trato. Eddie podía amenazarles con rechazar su plan si no accedían a sus condiciones, pero se darían cuenta de que era una amenaza vana. Ya habrían imaginado que Eddie haría cualquier cosa con tal de salvar a su mujer, y no errarían. Sólo trataban de salvar a un camarada. Eddie estaba más desesperado, y esa circunstancia debilitaba su posición, pensó. Se sumió de nuevo en el abatimiento.

De todos modos, todavía podía plantear un problema a Luther, introduciendo dudas y preocupaciones en su mente. Luther tal vez no creyera en la amenaza de Eddie, pero ¿cómo podía estar seguro? Hacían falta redaños para afrontar el farol de Eddie, y Luther no era valiente, al menos en este momento.