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En cualquier caso, pensó, ¿qué puedo hacer?

Lo probaría.

Se levantó de la litera.

Pensó que debería ensayar toda la conversación y preparar las respuestas a las preguntas de Luther, pero estaba al borde de la histeria y le resultaba imposible seguir pensando. Tenía que hacerlo o enloquecería.

Se dirigió hacia el salón principal, agarrándose a todo lo que encontraba a su paso.

Luther era uno de los pasajeros que no se habían acostado. Estaba en un rincón del salón, bebiendo whisky, pero sin unirse a la partida de cartas. El color había vuelto a su cara, y parecía haber superado las náuseas. Se encontraba leyendo una revista inglesa, The Illustrated London News. Eddie le palmeó el hombro. El hombre levantó la vista, sobresaltado y algo asustado. Cuando vio a Eddie, su rostro adquirió una expresión hostil.

– El capitán desea hablar con usted, señor Luther -dijo Eddie.

Luther parecía angustiado. Se quedó inmóvil un momento. Eddie le azuzó con un perentorio movimiento de la cabeza. Luther dejó la revista, se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso en pie.

Eddie le siguió a través del compartimento número 2, pero en lugar de subir por la escalerilla a la cubierta de vuelo, abrió la puerta del lavabo de caballeros e invitó a Luther a entrar.

Olía débilmente a vómitos. Por desgracia, no estaban solos; un pasajero en pijama se estaba lavando las manos. Eddie señaló el water y Luther entró, mientras Eddie se peinaba y esperaba. Al cabo de unos momentos, el pasajero se fue. Eddie tabaleó con los dedos sobre la puerta del cubículo y Luther salió.

– ¿Qué coño pasa? -preguntó.

– Cierre el pico y escúcheme -le interrumpió Eddie. No tenía la intención de comportarse con agresividad, pero Luther le sacaba de quicio.

– Sé por qué está aquí, he adivinado sus planes y pienso efectuar un cambio. Cuando este avión aterrice, quiero que Carol-Ann esté en el barco, esperando.

– No está en posición de exigir nada -se revolvió Luther. Eddie no había esperado que cediera de inmediato. Debería echarse un farol.

– Muy bien -respondió con tanta convicción como pudo reunir-. No hay trato.

Luther aparentó cierta preocupación.

– Escuche, pedazo de mierda: usted quiere recobrar a su mujercita. Haga aterrizar el avión.

Era verdad, pero Eddie meneó la cabeza.

– No confío en usted -respondió-, y no tengo motivos para hacerlo. Podría engañarme en cualquier momento. No voy a correr el riesgo. Quiero cambiar el trato.

La confianza de Luther aún no se tambaleaba.

– Ni hablar.

– Muy bien. -Había llegado el momento de arriesgarlo todo-. Muy bien, irá a la cárcel.

Luther lanzó una nerviosa carcajada.

– ¿De qué está hablando?

Eddie se sintió algo más confiado: Luther flaqueaba.

– Se lo contaré todo al capitán. Le sacarán del avión en la próxima escala. La policía le estará esperando. Le encarcelarán…, pero en Canadá, y ninguno de sus compinches podrá sacarle. Le acusarán de secuestro, piratería… Coño, Luther, puede que nunca vuelva a salir.

Luther, por fin, se mostró impresionado.

– Todo está preparado -protestó-. Es demasiado tarde para cambiar el plan.

– No, no lo es. Llame a sus cómplices desde la siguiente escala y dígales lo que hay que hacer. Tendrán siete horas para embarcar a Carol-Ann en esa lancha. Aún queda tiempo.

Luther se rindió de repente.

– Muy bien. Lo haré.

Eddie no le creyó; el cambio se había producido con demasiada rapidez. Su instinto le dijo que Luther había decidido engañarle.

– Dígales que deberán llamarme a la última escala, Shediac, para confirmarme que aceptan el acuerdo.

Una expresión de ira asomó por un instante al rostro de Luther, y Eddie supo que sus sospechas eran acertadas.

– Y cuando la lancha se encuentre con el clipper -prosiguió-, he de ver a Carol-Ann en la cubierta del barco antes de abrir las puertas, ¿entendido? Si no la veo, daré la alarma. Ollis Field le detendrá antes de que usted pueda abrir la puerta, y los guardacostas se presentarán antes de que sus gorilas irrumpan. Por lo tanto, asegúrese de que todo se cumpla a la perfección, o morirá.

Luther recobró de súbito su presencia de ánimo.

– Usted no va a hacer nada de lo que ha dicho -siseó-. No arriesgará la vida de su mujer.

Eddie trató de disipar sus dudas.

– ¿Está seguro, Luther?

No era suficiente. Luther meneó la cabeza con determinación.

– No está tan loco.

Eddie sabía que debía convencer a Luther al instante. Era el momento crucial. La palabra loco le proporcionó la inspiración que necesitaba.

– Le voy a demostrar lo loco que estoy.

Empujó a Luther contra la pared, cerca de la gran ventana cuadrada. El hombre estaba asombrado para oponer resistencia.

– Le voy a demostrar lo muy loco que estoy.

Apartó las piernas de Luther de una patada, y el hombre se desplomó como un saco sobre el suelo. En ese momento, tuvo la sensación de que sí estaba loco.

– ¿Ves esta ventana, cacho mierda? -Eddie aferró la persiana veneciana y la soltó-. Estoy lo bastante loco para tirarte por esta jodida ventana, mira lo que te digo.

Se plantó de un salto sobre el lavabo y lanzó una patada contra el cristal de la ventana. Llevaba botas recias, pero la ventana estaba hecha de sólido plexiglás, de cinco milímetros de espesor. Golpeó de nuevo, con más fuerza, y esta vez el cristal se rajó. Otra patada lo rompió. Fragmentos de cristal cayeron sobre el suelo. El avión volaba a doscientos cincuenta kilómetros por hora. El viento helado y la lluvia fría penetraron en el interior como un huracán.

Luther, aterrorizado, intentó levantarse. Eddie saltó sobre él, impidiendo que huyera. Agarró al hombre y lo tiró contra la pared. La rabia le daba fuerzas para imponerse a Luther, aunque pesaban más o menos lo mismo. Cogió a Luther por las solapas y sacó su cabeza por la ventana.

Luther chilló.

El fragor del viento era tan potente que el grito apenas se oyó.

Eddie le tiró hacia atrás y gritó en su oído:

– ¡Juro por Dios que te arrojaré al vacío!

Volvió a sacar la cabeza de Luther y le alzó del suelo.

Si el pánico no se hubiera apoderado de Luther, habría conseguido liberarse, pero había perdido el control y se sentía a merced de Eddie. Chilló de nuevo, mascullando palabras apenas inteligibles.

– ¡Lo haré, lo haré, suélteme, suélteme!

Eddie estuvo a punto de cumplir su palabra; después, comprendió que también él corría el peligro de perder el control. No quería matar a Luther, se recordó, sólo darle un susto de muerte. Ya lo había logrado. Era suficiente.

Dejó caer a Luther, soltándole. Luther corrió hacia la puerta.

Eddie le dejó marchar.

He actuado como un auténtico loco, pensó Eddie, aunque sabía que no había actuado.

Se apoyó contra el lavabo, recuperando el aliento. La rabia le abandonó con la misma rapidez que había llegado. Se sintió calmado, pero aturdido por la violencia a la que había dado rienda suelta, casi como si le hubiera ocurrido a otra persona.

Un pasajero entró al instante siguiente.

Era Mervyn Lovesey, el hombre que había subido en Foynes, un individuo alto ataviado con un camisón a rayas que le daba un aspecto muy divertido. Era el típico inglés y aparentaba unos cuarenta años.

– Caramba, ¿qué ha pasado aquí? -dijo, inspeccionando los daños.

Eddie tragó saliva.

– Se ha roto una ventana -dijo.

Lovesey le dirigió una sonrisa irónica.

– Incluso yo lo he adivinado.

– Es frecuente cuando hay tormenta -siguió Eddie-. Esos vientos violentos arrastran trozos de hielo, e incluso piedras.