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Lovesey parecía escéptico.

– ¡Vaya! Llevo volando diez años en mi propio avión y nunca había escuchado nada semejante.

Tenía razón, por supuesto. A veces, se rompían ventanas durante los viajes, pero cuando el avión recalaba en un puerto, nunca en pleno Atlántico. Contaban, para evitar tal eventualidad, con cubreventanas de aluminio llamadas portillas, dispuestas también en el lavabo de caballeros. Eddie abrió un armarito y sacó una.

– Para eso las llevamos -dijo. Lovesey se convenció por fin.

– Peculiar -comentó, y entró en el water.

Con las claraboyas se guardaba el destornillador, la herramienta necesaria para instalarlas. Eddie decidió que la mejor forma de disimular el incidente sería encargarse de realizar el trabajo. Sacó el marco de la ventana en pocos segundos, quitó los restos de cristal roto, colocó la portilla y puso de nuevo el marco.

– Muy impresionante -dijo Mervyn Lovesey cuando salió del water. Eddie intuyó que, de todos modos, aún no estaba convencido del todo. Sin embargo, no pensaba hacer nada para remediarlo.

Eddie salió y observó que Davy estaba preparando una bebida de leche en la cocina.

– Se ha roto la ventana del lavabo -le dijo.

– La arreglaré en cuanto haya servido su cacao a la princesa.

– He instalado la portilla.

– Caray, Eddie, gracias.

– Pero barre los cristales en cuanto puedas.

– Muy bien.

A Eddie le habría gustado encargarse de la tarea, pues el culpable era él. Así le había educado su madre. Sin embargo, corría el riesgo de despertar suspicacias si se mostraba demasiado servicial, traicionado por su conciencia. A regañadientes, dejó que Davy se encargara de ello.

En cualquier caso, había conseguido algo. Había asustado a Luther. Pensaba que Luther seguiría al pie de la letra el nuevo plan y arreglaría que Carol-Ann, se encontrara a bordo de la lancha. Al menos, tenía motivos para confiar.

Su mente se centró en su otra preocupación: la reserva de combustible del avión. Aunque aún no debía reincorporarse a su puesto, subió a la cubierta de vuelo para hablar con Mickey Finn.

– ¡La curva ocupa todo el sitio! -exclamó Mickey en cuanto Eddie entró.

«¿Nos queda bastante combustible?», pensó Eddie, aparentando serenidad.

– Déjame ver.

– Mira: el consumo de carburante es increíblemente elevado durante la primera hora de mi turno, y se normaliza durante la segunda.

– También ocupaba todo el espacio durante mi turno-dijo Eddie, intentando aparentar una leve preocupación, a pesar de que estaba aterrorizado-. Creo que la tormenta da al traste con todas las previsiones. -Entonces hizo la pregunta que le estaba atormentando-. ¿Nos queda suficiente combustible para llegar a casa? -Contuvo el aliento.

– Sí, nos queda bastante -respondió Mickey.

Eddie, aliviado, relajó sus músculos. Gracias a Dios. Al menos, esa preocupación ya no existía.

– Pero la reserva esta vacía -añadió Mickey-. Espero que no se estropee un motor.

Eddie no podía permitirse el lujo de preocuparse por una posibilidad tan remota; tenía demasiadas cosas en la cabeza.

– ¿Cuál es la previsión meteorológica? Puede que estemos a punto de dejar atrás la tempestad.

Mickey meneó la cabeza.

– No -dijo, con semblante lúgubre-. Va a empeorar mucho más.

19

Nancy Lenehan consideraba perturbador estar acostada en una habitación que compartía con un completo desconocido.

Como Mervyn Lovesey le había asegurado, la suite nupcial tenía literas, a pesar de su nombre. Sin embargo, no había logrado que la puerta estuviera abierta de forma permanente, por culpa de la tempestad; por más que se esforzaba, la puerta se cerraba una y otra vez, hasta que ambos llegaron a la conclusión de que era menos embarazoso dejarla cerrada que hacer equilibrios para mantenerla abierta.

Nancy había hecho lo posible por seguir de pie. Estuvo tentada de instalarse en el salón durante toda la noche, pero era un lugar incómodamente masculino, lleno de humo de cigarrillos, aroma a whisky y las carcajadas y maldiciones de los jugadores. Tuvo la sensación de que todos la miraban. Al final, no le quedó otra solución que irse a la cama.

Apagaron las luces y se metieron en sus literas. Nancy se tendió con los ojos cerrados, pero no tenía sueño. La copa de coñac que el joven Harry Marks le había conseguido no sirvió de gran ayuda. Estaba tan despejada como si fueran las nueve de la mañana.

Intuía que también Mervyn seguía despierto. Oía todos sus movimientos en la litera de arriba. Al contrario que las demás, las de la suite nupcial carecían de cortinas, y sólo la oscuridad le procuraba cierta privacidad.

Mientras yacía despierta pensó en Margaret Oxenford, tan joven e ingenua, tan insegura e idealista. Presentía que bajo la superficie vacilante de Margaret bullía una gran pasión, y se identificaba con ella en ese sentido. También Nancy se había peleado con sus padres o, al menos, con su madre. Mamá quería que se casara con un chico perteneciente a una antigua familia de Boston, pero Nancy se enamoró a los dieciséis años de Sean Lenehan, un estudiante de Medicina cuyo padre, ¡horror!, era el capataz de la fábrica de papá. Mamá libró una dura campaña contra Sean durante meses, relatando espantosas habladurías acerca de él y otras chicas, vertiendo calumnias sobre sus padres, enfermando y atrincherándose en su lecho sólo para volver a levantarse y sermonear a su hija por su egoísmo e ingratitud. Nancy sufrió durante el proceso, pero se mantuvo firme, y al final se casó con Sean y le amó con todo su corazón hasta el día en que murió.

Margaret carecía de la fortaleza de Nancy. «Tal vez he sido un poco ruda con ella», pensó, diciéndole que si no estaba de acuerdo con su padre se marchara de casa. Sin embargo, daba la impresión de necesitar que alguien le aconsejara dejar de gimotear y comportarse como una persona adulta. ¡A su edad yo ya tenía dos hijos!

Le había ofrecido ayuda práctica, tanto como consejos sensatos. Confiaba en poder cumplir su promesa y proporcionarle un empleo a Margaret.

Todo dependía de Danny Riley, el antiguo réprobo que controlaba el equilibrio del poder en la batalla contra su hermano. El problema volvió a preocupar a Nancy. ¿Se habría puesto Mac en comunicación con Danny? De ser así, ¿cómo habría digerido la historia de que se iba a investigar uno de sus antiguos delitos? ¿Sospecharía que se trataba de un montaje para presionarle, o estaría asustado? Dio vueltas en la cama mientras pasaba revista a todas las preguntas sin respuesta. Ojalá pudiera hablar con Mac en la siguiente escala, Botwood, en Terranova. Quizá podría desvelar parte de la intriga.

El avión no paraba de saltar y oscilar, aumentando el nerviosismo y la inquietud de Nancy, y los movimientos empeoraron al cabo de una o dos horas. Nunca había tenido miedo en un avión, pero, por otra parte, jamás había vivido la experiencia de una tormenta tan fuerte. Se aferró a los bordes de la litera cuando el viento zarandeó el poderoso aparato. Se había enfrentado sola a muchas cosas desde la muerte de su marido, y se dijo que no debía desfallecer, pero la idea de que las alas se rompieran o los motores quedaran destruidos, precipitándoles al mar, la aterrorizaba. Cerró los ojos con fuerza y mordió la almohada. De pronto, dio la impresión de que el avión caía en picado. Esperó a que el descenso terminara, pero siguió y siguió. No pudo reprimir un sollozo de miedo. Por fin, se oyó un golpe sordo y el avión pareció enderezarse.

Un momento después, sintió la mano de Mervyn sobre su hombro.

– Sólo es una tormenta -dijo, con su preciso acento británico-. Las he vivido peores. No hay nada que temer.

Ella encontró su mano y la aferró con desesperación. Mervyn se sentó en el borde de la litera y le acarició el pelo durante los momentos en que el avión se mantuvo estable. Nancy continuaba asustada, pero el contacto de otra mano la ayudó a sentirse mejor.