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Al cabo de unos instantes, ella le apartó, jadeando.

– ¿Qué ha pasado? -fue su estúpida pregunta.

– Me has besado -replicó él, con aspecto complacido.

– No era mi intención.

– Me alegro de que lo hicieras, de todos modos -dijo Mervyn, y volvió a besarla.

Ella quería rechazarle, pero Mervyn la abrazaba con mucha fuerza y la voluntad de ella flaqueó. Notó que él deslizaba la mano por debajo de su bata, y se puso rígida, por temor a que sus pechos pequeños le decepcionaran. Su gran mano se cerró sobre su pecho redondo y diminuto, y Mervyn emitió un sonido gutural. Las yemas de sus dedos buscaron el pezón, y Nancy volvió a sentir preocupación: sus pezones eran enormes, pues había dado de mamar a sus hijos. Pechos pequeños y pezones grandes. Se consideraba peculiar, casi deforme, pero Mervyn no demostró desagrado, sino todo lo contrario. La acarició con sorprente suavidad, y ella se abandonó a las deliciosas sensaciones. Había pasado mucho tiempo desde la última vez.

¿Qué estoy haciendo?, pensó de súbito. Soy una viuda respetable, y estoy revolcándome por el suelo de un avión con un hombre al que conocí ayer. ¿Qué me ha pasado?

– ¡Basta! -exclamó en tono perentorio. Se apartó, reincorporándose. El salto de cama dejaba al descubierto sus rodillas. Mervyn acarició su muslo desnudo-. Basta -repitió, apartándole la mano.

– Como quieras -dijo Mervyn, muy a regañadientes-, pero si cambias de opinión, estaré preparado.

Nancy echó un vistazo al bulto que su erección formaba en el camisón. Desvió la vista al instante.

– Ha sido culpa mía -dijo, aún jadeante por los besos-, pero fue una equivocación. Sé que estoy actuando como una calientabraguetas. Perdona.

– No te disculpes. Es lo más agradable que me ha pasado en muchos años.

– Pero quieres a tu mujer, ¿verdad? -le espetó ella. Mervyn se encogió.

– Eso pensaba. Ahora estoy un poco confuso, si quieres que te diga la verdad.

Así se sentía Nancy exactamente: confusa. Después de diez años de soltería, descubría que se moría de ganas de abrazar a un hombre al que apenas conocía.

Pero le conozco, pensó. Le conozco muy bien. He recorrido un largo camino con él y nos hemos confesado nuestras penas. Sé que es áspero, arrogante y orgulloso, pero también apasionado, leal y fuerte. Me gusta a pesar de sus defectos. Le respeto. Es terriblemente atractivo, aunque lleve un camisón a rayas. Y me cogió la mano cuando estaba asustada. Sería maravilloso tener a alguien que me cogiera la mano siempre que estuviera asustada.

Como si Mervyn hubiera leído su mente, volvió a tocarle la mano. Esta vez la giró y besó su palma. Le puso la piel de gallina. Al cabo de unos momentos, la atrajo hacia sí y la besó en la boca.

– No hagas eso -susurró ella-. Si empezamos otra vez no podré parar.

– Tengo miedo de que si paramos ahora no volvamos a empezar jamás -murmuró él, con voz ronca de pasión.

Ella presintió la formidable pasión que alentaba en Mervyn, apenas contenida, y eso atizó más la llama de su deseo. Se había citado demasiadas veces con hombres débiles y obsequiosos que deseaban proporcionarle seguridad, hombres que se rendían con excesiva facilidad cuando ella rechazaba sus requerimientos. Mervyn iba a ser insistente, muy insistente. La deseaba, y la deseaba ahora. Ella anhelaba entregarse.

Sintió su mano bajo el salto de cama; sus dedos acariciaron la suave piel de la parte interna del muslo. Nancy cerró los ojos y, casi de forma involuntaria, abrió las piernas. Esa era toda la invitación que él necesitaba. Un momento después, la mano encontró su sexo, y ella gimió. Nadie le había hecho esto desde que su marido murió. Este pensamiento la abrumó de tristeza. Oh, Sean, te echo de menos, pensó, nunca me permitiré reconocer cuánto te echo de menos. No se había sentido muy apenada desde el funeral. Las lágrimas desbordaron sus párpados cerrados y resbalaron sobre su rostro. Mervyn la besó y saboreó sus lágrimas.

– ¿Qué pasa? -murmuró.

Nancy abrió los ojos. Vio su rostro, borroso a causa de las lágrimas, hermoso y preocupado; vio también el salto de cama recogido alrededor de su cintura, y la mano de Mervyn entre sus muslos. Cogió su muñeca y le apartó la mano con suavidad, pero también con firmeza.

– No te enfades, por favor -suplicó.

– No me enfadaré, pero dime que te pasa.

– Nadie me ha tocado ahí desde que Sean murió, y eso me ha hecho pensar en él.

– Tu marido.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Cuánto hace?

– Diez años.

– Mucho tiempo.

– Soy fiel. -Le dirigió una sonrisa velada por las lágrimas-. Como tú.

Mervyn suspiró.

– Tienes razón. Me he casado dos veces, y esta es la primera vez que estoy a punto de ser infiel. Estaba pensando en Diana y ese tío.

– ¿Estamos locos?

– Tal vez. Deberíamos dejar de pensar en el pasado, vivir el momento, preocuparnos sólo del presente inmediato.

– Quizá tengas razón -dijo ella, besándole de nuevo.

El avión se bamboleó como si hubiera chocado con algo. Se dieron un golpe en la cara y las luces parpadearon. El aparato se sacudió y osciló. Nancy dejó de pensar en besos y se aferró a Mervyn para conservar el equilibrio.

Cuando la turbulencia se apaciguó un poco, Nancy vio que el labio de Mervyn sangraba.

– Me has mordido -dijo él, con una sonrisa burlona.

– Lo siento.

– Yo no. Confío en que me deje una cicatriz.

Ella le abrazó con fuerza, invadida por un oleada de ternura.

Se tendieron juntos en el suelo mientras la tormenta rugía a su alrededor. Mervyn aprovechó la tregua siguiente para decir:

– Intentemos llegar a la litera… Estaremos más cómodos que sobre esta alfombra.

Nancy asintió. Gatearon por el suelo hasta trepar a la litera de ella. Mervyn se tendió a su lado. La rodeó con sus brazos y Nancy se apretó contra su camisón.

Cada vez que las turbulencias empeoraba, ella le abrazaba con fuerza, como un marinero atado a un mástil. Cuando los movimientos se suavizaban, aflojaba su presa, y él la acariciaba.

En algún momento, Nancy se sumió en un sueño profundo.

La despertó una llamada a la puerta y una voz que gritó:

– ¡Mozo!

Abrió los ojos y se dio cuenta de que yacía en brazos de Mervyn.

– Oh, Dios mío -exclamó, presa del pánico. Se incorporó y miró frenéticamente a su alrededor.

Mervyn apoyó la mano en su hombro para tranquilizarla.

– Espere un momento, mozo -respondió, en tono autoritario.

– Tómese su tiempo, señor -dijo una voz asustada.

Mervyn saltó de la cama, se puso en pie y cubrió a Nancy con las mantas. Ella le dirigió una mirada de gratitud y se dio la vuelta, fingiendo que dormía, para no tener que mirar al mozo.

Oyó que Mervyn abría la puerta y el mozo entraba.

– ¡Buenós días! -saludó, risueño. Nancy olió el aroma a café recién hecho-. Son las nueve y media de la mañana, hora de Inglaterra, las cuatro y media de la madrugada en Nueva York, y las seis en punto en Terranova.

– ¿Ha dicho que son las nueve y media en Inglaterra, pero las seis en punto de Terranova? -se extrañó Mervyn-. ¿Van tres horas y media retrasados con respecto a Inglaterra?

– En efecto, señor.

– No sabía que se empleaban medias horas. Debe complicar la vida a la gente que confecciona los horarios de las líneas aéreas. ¿Cuánto tiempo tardaremos en aterrizar?

– Dentro de treinta minutos, y sólo con un retraso de una hora, por culpa de la tormenta.

El camarero salió y cerró la puerta.

Nancy se dio la vuelta. Mervyn abrió las persianas. Era de día. Ella le miró mientras servía el café, y una serie de vívidas imágenes reprodujeron la noche pasada: Mervyn cogiéndole la mano durante la tempestad, los dos cayendo al suelo, la mano de Mervyn sobre su pecho, ella aferrada a su cuerpo mientras el avión oscilaba y se bamboleaba, la forma en que la había acariciado para que durmiera. Santo Dios, pensó, este hombre me gusta un montón.