Sin embargo, no cesaba de preguntarse si los pechos de Margaret eran las joyas más preciosas de las que jamás se había apoderado.
Se conminó a ser realista. Ella había pasado una noche con él, pero ¿volvería a verla después de bajar del avión? Había oído rumores acerca de que los «romances de barco» eran muy efímeros; a bordo de un avión aún lo serían más. Margaret anhelaba con desesperación dejar a sus padres y llevar una vida independiente, pero ¿lo conseguiría algún día? Muchas chicas ricas acariciaban la idea de la independencia, pero, en la práctica, muy pocas renunciaban a una vida de lujos. Aunque Margaret era sincera al cien por ciento, no tenía ni idea de cómo vivía la gente normal, y cuando la probara no le gustaría.
No, era imposible predecir qué haría. Las joyas, por el contrario, eran muy fiables.
Todo sería más sencillo si se tratara de una elección radical. Si el diablo se le acercara y dijera «Puedes elegir entre quedarte con Margaret o robar las joyas», se decantaría por Margaret. Sin embargo, la realidad era mucho más compleja. Podía olvidar las joyas y perder a Margaret. O conseguir ambos trofeos.
Toda la vida se había arriesgado.
Decidió apostar por ambas cosas.
Se levantó.
Se puso las zapatillas y la bata y paseó la vista a su alrededor. Las cortinas seguían corridas sobre las literas de Margaret y su madre. Las otras tres, la de Percy, la de lord Oxenford y la del señor Membury, estaban vacías. No había nadie en el salón, a excepción de una mujer de la limpieza, que se cubría la cabeza con un pañuelo. Habría subido en Botwood y vaciaba los ceniceros con movimientos perezosos. La puerta que daba al exterior estaba abierta, y el frío aire marino remolineó alrededor de los tobillos desnudos de Harry. En el compartimento número 3, Clive Membury conversaba con el barón Gabon. Harry se preguntó de qué estarían hablando, ¿quizá de chalecos? Más atrás, los mozos estaban transformando las literas en otomanas. En todo el avión reinaba una atmósfera de languidez.
Harry siguió adelante y subió la escalera. Como de costumbre, no había preparado ningún plan, ni excusas, ni tenía idea de qué iba a hacer si le sorprendían. Consideraba que trazar proyectos de antemano y anticipar errores le ponía demasiado nervioso. Incluso cuando improvisaba, como ahora, la tensión le dejaba sin aliento. Cálmate, se dijo, lo ha hecho cientos de veces. Si sale mal, ya te inventarás algo, como de costumbre.
Llegó a la cubierta de vuelo y miró a su alrededor. Tenía suerte. No había nadie. Respiró aliviado. ¡Vaya chiripa!
Vio una escotilla abierta bajo el parabrisas, entre los asientos de los dos pilotos. Miró por la escotilla y vio un gran espacio vacío, en las entrañas del avión. Había una puerta abierta en el fuselaje, y uno de los tripulantes más jóvenes hacía algo con una cuerda. Mala suerte. Harry retiró la cabeza antes de que le vieran.
Recorrió a toda prisa la cabina de vuelo y atravesó 1s puerta de la pared posterior. Se encontraba entre las dos bodegas de carga, bajo la escotilla que se utilizaba para introducir la carga, y donde también se encontraba la cúpula del navegante. Eligió la bodega de la izquierda, entró y cerró la puerta a su espalda. Nadie podía verle. Imaginó que la tripulación no tenía motivos para echar un vistazo a la bodega.
Examinó el lugar. Era como estar en una maletería de lujo. Maletas de piel caras estaban apiladas por todas partes y sujetas con cuerdas a los costados. Harry tenía que encontrar cuanto antes el equipaje de los Oxenford. Se puso manos a la obra.
No fue fácil. Algunas maletas se habían colocado con 12 etiqueta del nombre en la parte inferior, y otras estaban cubiertas por maletas difíciles de apartar. En la bodega no había calefacción y su bata no le protegía del frío. Le temblaban las manos y los dedos le dolían mientras desataba las cuerdas que impedían caer durante el vuelo a las maletas Trabajaba de una manera sistemática, para no pasar por alto o registrar dos veces una misma pieza. Volvió a atar las cuerdas como mejor pudo. Los nombres eran internacionales: Ridgeway, D’Annunzio, Lo, Hartmann, Bazarov…, pero no Oxenford. Al cabo de veinte minutos había inspeccionado todas las maletas, estaba temblando y había llegado a la conclusión de que las maletas ansiadas se hallaban en la otra bodega. Maldijo para sus adentros.
Ató la última cuerda y paseó la vista a su alrededor con gran atención; no había dejado pruebas de su visita.
Ahora, debería repetir el mismo procedimiento en la otra bodega. Cuando abrió la puerta y salió, una voz asombrada gritó:
– ¡Mierda! ¿Quién es usted?
Era el oficial que Harry había visto en el compartimento de proa, un joven risueño y pecoso que llevaba una camisa de manga corta.
Harry estaba igual de sorprendido, pero lo disimuló en seguida. Sonrió, cerró la puerta y respondió con calma:
– Harry Vandenpost. ¿Quién es usted?
– Mickey Finn, el ayudante del mecánico. No debería estar aquí, señor. Me ha dado un buen susto. Siento haber lanzado un taco. ¿Qué está haciendo?
– Busco mi maleta. Me he olvidado la navaja de afeitar -respondió Harry.
– Está prohibido el acceso al equipaje consignado durante el viaje, señor, en cualquier circunstancia.
– Pensé que no hacía ningún mal.
– Bueno, lo siento, pero está prohibido. Puedo prestarle mi navaja de afeitar.
– Se lo agradezco, pero prefiero la mía. Si pudiera encontrar mi maleta…
– Caramba, ojalá pudiera ayudarle, señor, pero es imposible. Pídale permiso al capitán cuando vuelva, pero sé que le dirá lo mismo.
Harry comprendió, desalentado, que debía aceptar la derrota, al menos de momento. Sonrió, disimulando lo mejor que pudo.
– En este caso, aceptaré su oferta y le quedaré muy agradecido.
Mickey Finn le abrió la puerta. Harry salió a la cabina de vuelo y bajó la escalera. Vaya mierda, pensó irritado. Unos segundos más y lo habría conseguido. Dios sabe cuándo tendré otra oportunidad.
Mickey entró en el compartimento número 1 y volvió un momento después con una maquinilla de afeitar, una hoja nueva, aún envuelta en papel, y jabón de afeitar en una taza Harry lo cogió todo y le dio las gracias. No le quedaba otra opción que afeitarse.
Cogió su bolsa de aseo y entró en el cuarto de baño, pensando todavía en aquellos rubíes birmanos. Carl Hartmann. el científico, estaba lavándose en camiseta. Harry dejó sus útiles de afeitar en la bolsa y se afeitó a toda prisa con la navaja de Mickey.
– Menuda noche -dijo.
Hartmann se encogió de hombros.
– Las he tenido peores.
Harry contempló sus huesudos hombros. El hombre era un esqueleto ambulante.
– Seguro que sí -repuso.
No hubo más conversación. Hartmann no era hablador y Harry estaba preocupado.
Después de afeitarse, Harry sacó una camisa azul nueva. Desenvolver una camisa nueva era uno de los pequeños pero intensos placeres que la vida le procuraba. Adoraba el crujido del papel de seda y el tacto fresco del algodón virgen. Se deslizó en ella embelesado y se anudó la corbata de seda color vino con un nudo perfecto.
Cuando volvió a su compartimento, observó que las cortinas de Margaret continuaban cerradas. Imaginó su rápida zambullida en el sueño, su adorable cabello esparcido sobre la almohada blanca, y sonrió para sí. Echó una ojeada al salón y vio que los camareros habían preparado el bufet del desayuno. Se le hizo la boca agua al contemplar los cuencos de fresas, las jarras de nata y zumo de naranja, el champán puesto a enfriar en cubos plateados. En esta época del año, pensó, debían ser fresas de invernadero.
Guardó su bolsa de aseo, y después, con los útiles de afeitar que Mickey Finn le había prestado, subió por la escalera hasta la cubierta de vuelo para intentarlo de nuevo.