Mickey no estaba, pero, para decepción de Harry, otro tripulante estaba sentado ante la gran mesa de mapas, realizando cálculos en un cuaderno. El hombre levantó la vista y sonrió.
– Hola. ¿Qué desea?
– Busco a Mickey para devolverle su navaja.
– Le encontrará en el número uno, el compartimento situado más hacia adelante.
– Gracias.
Harry vaciló. Tenía que sacarse de encima a este tipo…, pero ¿cómo?
– ¿Algo más? -preguntó el hombre.
– La cubierta de vuelo es increíble -comentó Harry-. Parece una oficina.
– Increíble, es verdad.
– ¿Le gusta volar en estos aviones?
– Me encanta. Mire, ojalá tuviera tiempo para charlar, pero he de terminar estos cálculos y estaré ocupado casi hasta la hora del despegue.
El corazón le dio un vuelco a Harry. Esto significaba que el camino a la bodega estaría bloqueado hasta que ya fuera demasiado tarde. No se le ocurrió ninguna excusa para entrar en ella. Se obligó de nuevo a disimular su disgusto.
– Lo siento -dijo-. Me largo ahora mismo.
– Por lo general, nos gustar charlar con los pasajeros, porque conocemos a gente muy interesante. Pero en este momento…
– Es culpa mía.
Harry se devanó los sesos para conseguir más tiempo, pero luego se rindió. Dio la vuelta y bajó la escalera, maldiciendo por lo bajo.
Parecía que la suerte le estaba fallando.
Devolvió los útiles de afeitar a Mickey y volvió a su compartimento. Margaret aún no se había levantado. Harry atravesó el salón y salió al hidroestabilizador. Aspiró varias bocanadas profundas del frío y húmedo aire. Estoy desperdiciando la oportunidad de mi vida, pensó encolerizado. Le picaban las palmas de las manos cuando imaginaba las fabulosas joyas, a pocos metros sobre su cabeza. Pero aún no se había rendido. Quedaba otra escala, Shediac. Sería su última oportunidad de robar una fortuna.
QUINTA PARTE. De Botwood a Shediac
21
Eddie Deakin podía sentir la hostilidad de sus compañeros mientras se dirigían a la orilla en la lancha. Ninguno le miraba. Todos sabían lo cerca que habían estado de quedarse sin combustible y estrellarse en el revuelto océano. Sus vidas habían corrido peligro. Nadie sabía aún la verdadera causa, pero el combustible era responsabilidad del mecánico; por lo tanto, Eddie era el culpable.
Debían de haber notado que se comportaba de una manera extraña. Había estado preocupado durante todo el vuelo, había asustado a Tom Luther durante la cena y una ventana se había roto inexplicablemente mientras se encontraba en el lavabo de caballeros. No era de extrañar que los demás ya no le creyeran fiable al cien por ciento. Este tipo de sensación se contagiaba enseguida en el seno de una tripulación reducida, en que la vida de los miembros dependía de la colaboración y compenetración mutuas.
Le costaba aceptar que sus compañeros ya no confiaban en él. Tenía a gala considerarse uno de los muchachos más seguros. Para empeorar las cosas, tardaba en olvidar los errores de los demás, y en ocasiones se había mostrado despectivo con gente cuya capacidad se había visto menguada por problemas personales.
– Con excusas no se vuela -decía a veces, una agudeza que le sentaba como una patada cada vez que le venía a la mente.
Había intentado olvidarse de todo ello. Tenía que salvar a su mujer y tenía que hacerlo solo; no podía pedir ayuda a nadie, y no podía preocuparse por lo que pensaran los demás. Había puesto en peligro sus vidas, pero el juego había terminado. Todo era perfectamente lógico. El mecánico Deakin, sólido como una roca, se había convertido en Eddie el Inestable, un tipo al que convenía vigilar por si se le cruzaban los cables. Odiaba a la gente como Eddie el Inestable. Se odiaba a sí mismo.
Muchos pasajeros se habían quedado a bordo del avión, como solía ocurrir en Botwood. Tenían suerte de descabezar un sueñecito mientras el avión estaba inmóvil. Ollis Field, agente del fbi, y su prisionero, Frankie Gordino, también, se habían quedado, por supuesto. Tampoco habían desembarcado en Foynes. Tom Luther se hallaba en la lancha, ataviado con un abrigo de cuello de piel y un sombrero gris perla. Mientras se acercaban al desembarcadero, Eddie se acercó a Luther.
– Espéreme en el edificio de la línea aérea -murmuró-Le acompañaré al teléfono.
Botwood consistía en unas cuantas casas de madera que se arracimaban alrededor de un puerto de aguas profundas, situado en el bien protegido estuario del río Exploits. Ni siquiera los millonarios del clipper podrían comprar gran cosa en este lugar. El pueblo contaba con servicio telefónico desde junio. Los pocos coches que había circulaban por la izquierda, porque Terranova aún se regía por las normas británicas.
Todos entraron en el edificio de madera de la Pan American. La tripulación se encaminó a la sala de vuelo. Eddie leyó enseguida las previsiones meteorológicas enviadas por radio desde el gran aeropuerto recién construido en Gander Lake, a sesenta kilómetros de distancia. Después, calculó el combustible necesario para recorrer el siguiente tramo. Como era mucho más breve, los cálculos no eran cruciales, pero el avión nunca cargaba un gran exceso de combustible porque la carga era cara. Notó un sabor amargo en la boca mientras realizaba las operaciones. ¿Podría volver a ocuparse de estos cálculos sin pensar en este espantoso día? La pregunta era puramente especulativa: después de lo que iba a hacer, jamás volvería a trabajar como mecánico de un clipper.
El capitán ya se estaría preguntando si debía confiar en los cálculo de Eddie. Éste necesitaba hacer algo para recuperar la credibilidad. Decidió dar muestras de desconfianza en su capacidad. Repasó las cifras dos veces y tendió su trabajo al capitán Baker.
– Le agradecería que otra persona las verificara -dijo en tono neutral.
– No es mala idea -dijo el capitán, sin comprometerse, pero pareció aliviado, como si hubiera querido proponer esa solución, sin atreverse a expresarla.
– Voy a respirar un poco de aire -dijo Eddie, y se marchó.
Encontró a Tom Luther frente al edificio de la Pan American, de pie con las manos en los bolsillos, contemplando con aire sombrío las vacas que pastaban en los campos.
– Le llevaré a la oficina de telégrafos -dijo Eddie.
Empezó a caminar colina arriba a paso ligero. Luther se arrastró detrás.
– Dése prisa -indicó Eddie-. He de volver.
Luther apresuró el paso. Daba la impresión de que no deseaba encolerizar a Eddie. No era sorprendente, después de que Eddie casi le arrojara del avión.
Saludaron con un movimiento de cabeza a dos pasajeros que parecían volver de la oficina de telégrafos: el señor Lovesey y la señora Lenehan, la pareja que había subido en Foynes. El tipo llevaba una chaqueta de aviador. Aunque iba distraído, Eddie advirtió que parecían felices juntos. La gente siempre decía que Carol-Ann y él parecían felices juntos, y sintió una punzada de dolor.
Llegaron a la oficina y Luther solicitó la llamada. Escribió el número en un trozo de papel; no quería que Eddie le oyera pedirlo. Entraron en una pequeña habitación con un teléfono sobre su mesa y un par de sillas, y aguardaron con impaciencia la comunicación. A esta hora tan temprana, las líneas no estarían muy cargadas, pero tal vez habría muchas comunicaciones entre Botwood y Maine.
Eddie confiaba en que Luther diría a sus hombres que trasladaran a Carol-Ann al lugar de la cita. Era un gran paso adelante: significaría que tendría las manos libres para actuar en cuanto el rescate se hubiera producido, en lugar de continuar preocupándose por su mujer. Pero ¿qué podía hacer exactamente? Lo más obvio era llamar de inmediato a la policía, pero Luther pensaría en esa posibilidad, y quizá destrozara la radio del clipper. Todo el mundo se vería impotente hasta que llegara ayuda. Para entonces, Gordino y Luther estarían en tierra, huyendo en coche a toda velocidad…, y nadie sabría en qué país, Canadá o Estados Unidos. Eddie se devanó los sesos tratando de imaginar cómo la policía podía seguir la pista de Gordino, pero no se le ocurrió ninguna. Y si daba la alarma de antemano, existía el peligro de que la policía irrumpiera demasiado pronto y pusiera en peligro a Carol-Ann, el único riesgo que Eddie no pensaba correr. Empezó a preguntarse si, en realidad, había conseguido algo.