El teléfono sonó al cabo de un rato y Luther levantó el auricular.
– Soy yo -dijo-. Habrá un cambio en el plan. Traeréis a la mujer en la lancha. -Una pausa-. El mecánico quiere que se haga así, dice que de lo contrario no hará nada, y yo le creo, así que traed a la mujer, ¿de acuerdo? -Tras otra pausa, miró a Eddie-. Quieren hablar con usted.
El corazón le dio un vuelco. Hasta el momento, Luther había actuado como si fuera el principal responsable de la operación. Ahora, daba la impresión de que carecía de autoridad para ordenar que Carol-Ann acudiera a la cita.
– ¿Quiere decir que es su jefe? -preguntó Eddie, enfurecido.
– Yo soy el jefe -dijo Luther, sin gran seguridad-, pero tengo socios.
Estaba claro que a los socios no les hacía gracia la idea de llevar a Carol-Ann al lugar de la cita. Eddie maldijo. ¿Debía concederles la oportunidad de negociar el trato? ¿Iba a ganar algo hablando con ellos? Pensó que no. Podrían obligar a Carol-Ann a gritar por el teléfono, haciéndole flaquear en su empeño…
– Dígales que se vayan a tomar por el culo -replicó Eddie. El teléfono estaba sobre la mesa y habló en voz alta, confiando en que le oyeran al otro extremo de la línea.
Luther parecía asustado.
– ¡No puede hablar así a este gente! -dijo, alzando la voz.
Eddie se preguntó si él también debería estar asustado. Tal vez había juzgado mal la situción. Si Luther era uno de los gángsteres, ¿de qué estaba asustado? No tenía tiempo de evaluar la situación de nuevo. Tenía que aferrarse a su plan.
– Quiero un sí o un no -dijo-. No necesito hablar con lacayos.
– Oh, Dios mío. -Luther cogió el teléfono-. No quiere ponerse al teléfono… Ya le he dicho que es un tipo difícil. -Hubo una pausa-. Sí, es una buena idea. Se lo diré. -Se volvió hacia Eddie y le ofreció el auricular-. Su esposa está al teléfono.
Eddie alargó la mano, pero la retiró enseguida. Si hablaba con ella, se pondría a merced de los delincuentes. Sin embargo, necesitaba desesperadamente oír su voz. Realizó un supremo esfuerzo de voluntad, hundió las manos en los bolsillos y meneó la cabeza, rechazando la posibilidad en silencio.
Luther le miró un momento, y después volvió a hablar por teléfono.
– ¡Sigue sin querer hablar! Él… Sal de la línea, puta. Quiero hablar con…
De repente, Eddie se lanzó sobre su cuello. El teléfono cayó al suelo. Eddie hundió los pulgares en el grueso cuello de Luther. Éste jadeó.
– ¡Basta! ¡Suélteme! Déjeme… -Su voz enmudeció.
La neblina rojiza que cubría la vista de Eddie se disipó. Comprendió que estaba matando al hombre. Aflojó su presa, pero no del todo. Acercó su cara a la de Luther, tan cerca que su víctima bizqueó.
– Escúchame -siseó Eddie-. Has de llamar a mi mujer señora Deakin.
– ¡Muy bien, muy bien! -boqueó Luther-. ¡Suélteme, por los clavos de Cristo!
Eddie le soltó.
Luther se frotó el cuello, respirando con dificultad. Después, cogió el teléfono.
– ¿Vincini? Se abalanzó sobre mí porque llamé a su mujer… una palabrota. Dice que he de llamarla señora Deakin. ¿Lo entiendes ya, o quieres que te haga un esquema? ¡Es capaz de hacer cualquier cosa! -Hubo una pausa-. Creo que podría encargarme de él, pero si la gente nos ve peleando, ¿qué pensará? ¡Todo podría irse al carajo! -Permaneció callado durante un rato-. Bien. Se lo diré. Escucha, hemos tomado la decisión correcta, lo sé. Espera un momento. -Se volvió hacia Eddie-. Han aceptado. Su mujer irá en la lancha. Eddie hizo de su rostro una máscara para ocultar su tremendo alivio.
– Pero me encarga que le diga -prosiguió Luther, nervioso- que si hay algún problema, él la matará.
Eddie le arrebató el teléfono de la mano.
– Óigame bien, Vincini. Uno, he de verla en la cubierta de su lancha antes de abrir las puertas del avión. Dos, ha de subir a bordo con usted. Tres, independientemente de los problemas que se produzcan, si ella recibe algún daño le mataré con mis propias manos. Métase esto en la cabeza, Vincini.
Colgó antes de que el hombre pudiera contestar. Luther parecía abatido.
– ¿Por qué lo ha hecho? -levantó el auricular y trató de recuperar la comunicación-. ¿Hola? -meneó la cabeza y colgó-. Demasiado tarde. -Miró a Eddie con una mezcla de rabia y temor-. Le gusta vivir peligrosamente, ¿verdad?
– Vaya a pagar la llamada -dijo Eddie.
Luther introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un grueso fajo de billetes.
– Escuche, si pierde los estribos no beneficia a nadie. Le he concedido lo que me ha pedido. Ahora hemos de trabajar en equipo para que la operación sea un éxito, por el bien de ambos. ¿Por qué no intentamos comportarnos de una forma amigable? Ahora somos socios.
– Váyase a tomar por el culo, rata -replicó Eddie, y salió.
Hervía de rabia mientras volvía por la carretera hacia el puerto. El comentario de Luther en el sentido de que eran socios había tocado alguna fibra especialmente delicada. Eddie había hecho todo lo posible por proteger a Carol-Ann, pero aún se veía forzado a colaborar en la liberación de Frankie Gordino, que era un asesino y un violador. El hecho de que le obligaran le excusaba, y tal vez los demás pensarían de esa manera, pero para él no existía ninguna diferencia: sabía que si cumplía los designios de aquella gentuza, no volvería a levantar la cabeza nunca más.
Mientras bajaba la colina en dirección a la bahía, miró hacia el mar. El clipper flotaba majestuosamente sobre la serena superficie. Sabía que su carrera en el clipper estaba tocando a su fin. Este pensamiento le enloquecía. Había dos grandes cargueros anclados y unos cuantos pesqueros, y descubrió con sorpresa una patrullera de la Marina estadounidense amarrada al muelle. Se preguntó qué estaría haciendo en Terranova. ¿Tendría relación con la guerra? Recordó sus días en la Marina. Una época dorada, cuando todo era sencillo. Quizá el pasado parecía más atractivo cuando había problemas.
Entró en el edificio de la Pan Américan. En el vestíbulo pintado de verde y blanco había un hombre con uniforme de teniente, que debía de pertenecer a la dotación del patrullero. Cuando Eddie entró, el teniente se volvió. Era un hombre feo, grande, de ojos juntos y estrechos y una verruga en la nariz. Eddie le miró, asombrado y jubiloso. No daba crédito a sus ojos.
– ¿Steve? -dijo-. ¿De verdad eres tú?
– Hola, Eddie.
– ¿Cómo cojones…?
Era Steve Appleby, al que Eddie había intentado llamar desde Inglaterra; su mejor y más antiguo amigo, el único hombre que desearía a su lado en un aprieto. Apenas podía creerlo.
Steve se acercó y le abrazó. Se dieron palmadas en la espalda.
– Se supone que estás en New Hampshire -dijo Eddie-. ¿Qué cojones haces aquí?
– Nella me dijo que cuando llamaste parecías muy nervioso -dijo Steve, con aspecto solemne-. Coño, Eddie, nunca te he visto ni tan sólo impresionado. Siempre has sido como una roca. Enseguida adiviné que tenías problemas muy serios.
– Es verdad, es verdad…
Una gran emoción embargó de repente a Eddie. Había reprimido sus sentimientos durante veinte horas, y estaba a punto de explotar. El hecho de que su mejor amigo hubiera removido cielos y tierra para venir en su ayuda le había conmovido hasta lo más hondo.